Los 100 años del COTIME (6)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Los 100 años del COTIME (1908-2008) Remembranzas de la Escuela de Comercio).
 
 
 
Arístides Ferrer García (VI)
 
 
aristides Personalizado
 
         
          La vigencia presidencial de Andrés Pérez Faraudo, que se inició el 22 de enero de 1931, duró hasta finales de 1963. Le sucedió en el cargo Arístides Ferrer García, que estuvo respaldado con esta nueva Junta Directiva: vicepresidente, Francisco Grau Claramunt; secretario, Jerónimo Cruz Aguiar; vicesecretario, Nicolás Álvarez García; tesorero, José Rodríguez Ferrer; contador-interventor, Antonio Cejas Rodríguez; vocales, José Sabaté Forns, José Sabina Cruz, Luis M. Sansón Cabrera, Matías Molowny Gómez y Carmelo Martín Gómez. Se nombraron tres comisiones y sus respectivos presidentes: Propaganda, a cargo de Antonio Salgado Pérez; Defensa del titular, J. Simón L. Pérez Román; y Actividades Culturales, Abelardo Tarragó Martí.
 
          ¿Quién podrá olvidar aquella interjección poética con la que nos saludaba, D. Arístides Ferrer?
 
                    "¡Salve!"
 
          Con sus gafas de ver más, su frente como una playa solitaria, aquel cabello ensortijado y siempre revuelto, que algunos caricaturistas de vanguardia tradujeron en guarismos, Don Arístides, así, a secas, era más que la utópica institución, un nexo de presencia tan familiar como nuestras propias familias. Muchísimos de nosotros le conocimos en aquella señorial mansión que siempre se conocerá por la Escuela de Comercio, donación de Imeldo Serís, marqués de Villasegura, que sigue rematada por dos medallones de los bustos de Viera y Clavijo y Agustín de Bethencourt. Tan céntrico y entrañable lugar fue el tagoror donde conocimos a aquel arafero,  "soy Aristidof de Arafuria", nos decía con cierto orgullo , de minúsculo maletín, que surgía como por encanto de una sufrida rubia Peugeot, henchida de tubérculos y productos avícolas. Luego, con el tiempo, comprendimos el porqué siempre fue partidario de modificar el Padrenuestro, con este inicio: "La papa nuestra de cada día, dádnosla hoy...". Algunos aseguraban que, en determinados momentos, implantaba dictadura pedagógica que, posiblemente confundieron con aquella otra "dictablanda" con la que él, precisamente, Don Arístides, etiquetaba, con cierta jocosidad, a la de aquel general jerezano que un día dividió a los canarios...
 
          ¡Quién puede olvidar ahora, cuando don Arístides es perenne recuerdo, aquellas clases de Geografía Económica donde sin barcos, sin camarotes de lujo; sin trenes ni aviones, nos convertía en ilusionados “marcopolos”, con amenos periplos, con estadías sin mareos y con paradas y fondas para analizar con profundidad parcelas y demarcaciones con el solo acompañamiento de un decrépito mapa y aquella voz dura, suave, de ínclito cicerone!
 
          Jamás fue áridamente didáctico; pero le preocupaba ser tremendamente trivial, terreno que, por supuesto, nunca holló. Su lema: Las cuentas claras. Siempre estuvo inmerso en ese inagotable abanico de los cheques, créditos e insolvencias. Luchó bravamente en esa peligrosa trinchera de los déficits, de las depreciaciones, de los saldos, de los cuadres y las cuentas bloqueadas. Contabilizó exportaciones, importaciones y anheló esa dichosa e inalcanzable autarquía local. Punteó, verificó, censuró e informó todo un anaquel isleño dentro de un campo de infinitos conceptos, aunque los neófitos estimen sean ramas asépticas por la pregonada gelidez de los guarismos, "de quienes huyen los pelafustanes y zascandiles".
 
          La anatomía de Don Arístides Ferrer García parecía apabullarnos, pero en realidad, enternecía, como enternecían  y acongojaban  sus saludos y abrazos distantes, desmemoriados, más disciplinados que cerebrales, por el cruel e implacable azote del paso de los años que, precisamente, vino cebándose,  en los últimos años , en aquella mente otrora erudita, siempre adornada y enriquecida con un humor e ingenio de inconfundible carisma, todo ello sentenciado, para siempre, en aquella amarga fecha de su óbito, a los 84 años, acaecido el 24 de febrero de 1995.
 
          Don Arístides siempre procuró  y lo consiguió  ocultar el bien que hacía. En realidad imitó al Nilo, que sigue disimulando sus principales fuentes; los que tuvieron la oportunidad de visitar su hogar; los que tuvieron la ocasión de compartir la proverbial sencillez y campechanía de su esposa, doña África Hernández Rodríguez;  los que se extasiaron con la pinacoteca de su hogar y los que pudieron penetrar en su despacho festoneado con unos libros de museo mercantilista y otras múltiples ramas del saber humano; los que, en fin, tuvieron opción a estos logros, se pudieron dar cuenta, si fueron aguijoneados por la curiosidad, que don Arístides seguía fielmente imitando al Nilo en su modestia, ocultando tras la puerta de dicho despacho las máximas cotas de su trayectoria, donde estaban colgados sus títulos, diplomas y distinciones bajo la mirada sabia y kinderiana de Albert Einstein, que parecía gozar con la presencia de uno de sus más fervientes admiradores, que nos dictaba de memoria aquel pensamiento del matemático: "El que no posee el don de maravillarse ni de entusiasmarse más le valdría estar muerto, porque sus ojos están cerrados".
 
          ¡Los enfados "sui generis" de Don Arístides! Eran proclives a consumirse con la breve y dulce cadencia de una pavesa y fueron umbral para las anécdotas más ocurrentes y agudas, no sólo contadas sino interpretadas con gesto, verbo y chispa. Su lejanísimo y forzoso enclaustramiento, aquel del tándem "lenteja gorgojo" producto de su acendrado espíritu demócrata, del que fue un auténtico y fiel pionero, lejos de anidar en él resentimiento y rencor le convirtió, ante nuestros ojos, en esa abeja que donde quiera que va recoge las cosas buenas, sembrando a cada paso la concordia, la camaradería y la amistad.
 
          Hace muchos años, un personaje con planta de galán maduro, barbudo y correcaminos, de voz firme e intelectual, amante de las perras de vino, del buen yantar y de la tertulia, que escribía novelas, le dedicó una a Don Arístides, con el siguiente texto:
 
                    "A mí entrañable Arístides Ferrer, amigo de ayer de hoy y de mañana, con el fuerte abrazo de siempre de un vagabundo humano".
 
          Aquel “correcaminos” se llamaba Camilo José Cela.
 
 
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