Venció Santa Cruz.

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en El Día el 27 de julio de  2020).
 
 
 
Consideraciones sobre una victoria histórica: la Gesta del 25 de Julio de 1797.
 
          Imagino al pueblo de Santa Cruz, aquel mediodía de 25 de julio de 1797, festejando la victoria sobre el británico enemigo, que con intenciones de tomar la plaza fuerte, puerta del Archipiélago Canario, había sucumbido ante la defensa planteada por el Capitán General don Antonio Gutiérrez de Otero, a cuyas órdenes se batieron con arrojo infantes, artilleros y paisanos de las milicias provinciales. En aquella atmósfera soleada, entre la algarabía de nuestros ancestros, los vítores a España y a la Virgen de Candelaria, aún debía oler a pólvora quemada. El fragor del combate, el tronar de los cañones, el estruendo del fuego de mosquete, los improperios al invasor, quedarían en la memoria de los tinerfeños para siempre. 
 
          ¡Se ha firmado la capitulación! Gutiérrez ha dado órdenes de atender cristianamente a los británicos heridos. Así se hace. Lo agradeció en su misiva (primer documento que firmó Nelson con su temblorosa mano izquierda) el comandante de la expedición vencida: "No puedo separarme de esta isla sin dar a V.E. las más sinceras gracias por su fina atención para conmigo, y por la humanidad que ha manifestado con los heridos nuestros que estuvieron en su poder, o bajo su cuidado, y por la generosidad que tuvo con todos los que desembarcaron".
 
          Apenas hacía un rato que unos paisanos habían entregado en el castillo principal, el de San Cristóbal, henchidos de entusiasmo, dos banderas británicas encontradas entre los restos de lanchas de desembarco, en la desembocadura del barranquillo del Aceite. Una llevaba inscrito el nombre de una de las fragatas, EMERALD; la otra, enorme, iba destinada a ser izada en el alto mástil del castillo, donde ondeaba, alegrada por la brisa atlántica, la roja y gualda española, que hasta hacía poco sólo ondulaba en los barcos de nuestra Real Armada, por mandato de Carlos III; desde el 8 de marzo de 1793, por orden de Carlos IV, también era izada en las plazas marítimas, castillos y defensas costeras.  
 
          Observaba la playa y las aguas cercanas, donde yacían o flotaban los restos de lanchas alcanzadas por el fuego de cañón, el teniente Francisco Grandi Giraud, chicharrero, comandante del bastión de Santo Domingo, mientras palmeaba el corpachón de bronce de El Tigre. El fuego de aquella pieza de a 16 -emplazada en tronera abierta justo el día antes, por propia iniciativa, mirando a la orilla espumosa, previniendo desembarcos por allí- había hecho estragos entre los británicos que trataron de desembarcar, en efecto, por la playa de la Alameda aquella madrugada, ya día de Santiago Santo, patrón de España y de todas las Españas. Le habían dicho a Grandi que el comandante de la escuadra enemiga había sido gravemente herido en el codo, cuando la quilla de su barcaza apenas rozaba callaos y arena negra. Reembarcado en el Theseus, el buque insignia, le fue amputado el brazo derecho. Fue la metralla de El Tigre. "Buen bronce de la Artillería española", pensaba, cuando algo vio aflorar a la superficie. Era de intenso carmesí: la casaca de un infante invasor. 
 
          "¿Cuántos caídos?", preguntó el General, inmediatamente se hubo firmado la rendición británica. Tuvimos 24 muertos. Los ingleses por encima de las 600 bajas, entre muertos y heridos; sólo en las calles se recogieron 31 cadáveres. El mar se tragó a centenares de ellos, alcanzados los botes por el fuego español. Sólo el hundimiento del cúter Fox, cazado por la artillería de San Pedro, supuso una pérdida al enemigo de 98 hombres, de los 180 que transportaba, además de las armas, munición y pertrechos fundamentales para la invasión. "En las playas, el número de muertos no es preciso, muchos han sido arrastrados por la corriente, y no digamos los ahogados en los desembarcos. En el hospital de Desamparados se están atendiendo a 34 heridos", informaba al General el capitán don Juan Ambrosio Creagh, ayudante secretario de Inspección.
 
          La tarde del 27 de julio, el pueblo tinerfeño observó alejarse a la escuadra británica vencida, desde la playa y la Alameda, desde lo alto de la plaza de la Pila, desde los balcones, desde el espigón del muelle; los infantes y artilleros desde las almenas de los castillos, desde los baluartes defensivos, ahora ya fríos y callados los cañones. 
 
          Se cumplieron los términos de la capitulación rubricada:
 
               Santa Cruz, 25 de julio de 1797 
 
               Las Tropas pertenecientes a S.M. Británica serán embarcadas con todas sus armas de toda especie, y llevarán sus botes si se han salvado; y se les franquearán los demás que se necesiten, en consideración de lo cual se obligan por su parte a que no molestarán al pueblo de modo alguno los navíos de la Escuadra Británica que están delante de él, ni a ninguna de las Islas en las Canarias, y los prisioneros se devolverán de ambas partes.
 
                Dado bajo mi firma y sobre mi palabra de honor 
 
               Samuel Hood 
 
               Ratificado por T. Troubridge Comandante de las tropas Británicas
 
               Dn. Antonio Gutiérrez
 
 
          El general Gutiérrez logró la más brillante acción de su dilatada carrera militar. Santa Cruz, su Gesta más elevada. España, otra victoria sobre la Pérfida Albión, pero no una cualquiera, puesto que de haber logrado Nelson su tan ansiado proyecto, quizá hoy Tenerife, al menos, sería otro Gibraltar. Nelson sufrió una derrota estrepitosa, la única, cuya posibilidad nunca contempló. Así le escribió a su jefe directo, el vicealmirante John Jervis:
 
 
          "Pero ahora viene mi plan, que no puede fallar, que inmortalizaría a quienes lo pusieran en ejecución, arruinaría a España y tiene todas las probabilidades de elevar a nuestra Nación al mayor grado de riqueza que nunca haya logrado aún"; y en otra misiva a su jefe se reafirmaba: "El agua es transportada a la población a través de canales de madera; el corte de ese suministro induciría probablemente a una rendición muy rápida […]. En poco tiempo la empresa no puede malograrse".
 
          El plan de defensa previo y las iniciativas de nuestro General, según avanzaban los acontecimientos, desbarataron las acciones británicas. Un intento de desembarco fallido el 22 de julio. Aquella heroína, la agreste de San Andrés que clamó a los del castillo de Paso Alto, cuando descubrió las barcas cargadas de británicos acercarse a tierra, sibilinos: "¡El enemigo, el enemigo, que nos ataca! ¡Que nos ataca el enemigo!" Ronca se quedó. Un monumento a su memoria se merece la buena mujer. Troubridge, comandante de la expedición de desembarco, debió tirarse de los pelos cuando a un cuarto de milla de la costa escuchó dos cañonazos y el repicar incesante de campanas, anuncio de la muerte súbita de la sorpresa pretendida. De vuelta a los barcos. La bronca de Nelson. Y a mediodía, otra intento más… Y otro fracaso. Desembarcaron 700 por la playa del Bufadero, sí, para luego ser expulsados. Allí fueron ángeles las aguadoras de Santa Cruz, que "volaron" por tres veces a la cumbre de Paso Alto, desde la que los nuestros mantenían a raya al enemigo. Soldados del Batallón de Infantería y milicias de La Laguna, en su mayor parte, con dos violentos y a tiro de mosquete, calmada el hambre y saciada la sed, a la sombra de toldos, protegidos del tórrido sol, todo cortesía de las aguadoras, descalzas, valientes, abnegadas, patriotas. Enfrente, tostados y sedientos, los británicos. ¿Quién les había contado cómo serpenteaba la escarpada costa santacrucera? ¿Nadie les había explicado que las aguas de aquel cachito de Atlántico gozaban de libre albedrío?  Sin duda, las mareas contrarias fueron un escollo fundamental en el proyecto del contralmirante, que mantuvo alejado a los buques, imposibilitando bombardear los castillos y la misma ciudad, circunstancia que, sin duda, había previsto.  
 
          Gutiérrez mantuvo el temple, sufriendo el ansia de la incertidumbre en la madrugada oscura, no era de piedra. Pero se repuso. Dio las órdenes precisas. El teniente Siera, gallardo voluntario en la noche negra, halló el Batallón -al que se creía perdido-; transmitió instrucciones del General y se unió al combate. Ahora a por el invasor desembarcado por la Caleta de Blas Díaz y el barranquillo del Aceite. Se acercaba la victoria. Sin embargo, Nelson se precipitó. Le pudo la soberbia, la arrogancia, el exceso de confianza en sus fuerzas, y, peor aún, menospreció a quienes iban a defender Santa Cruz. Por cierto, aquellos de quienes llevamos sangre; aquellos a los que debemos admiración y respeto. 
 
          Fue el culmen del despropósito el empecinamiento de Nelson en encabezar el desembarco en la madrugada del 25 de julio, con el riesgo que suponía para la vida del comandante de la escuadra, líder indiscutible entre sus hombres. ¿Nadie le dijo al de Burnham Thorpe que aquel era el día de Santiago Apóstol, patrón de España. Que aquella no era jornada para fiestas contra el Imperio hispano? Le había escrito a Jervis justo el día antes: "…esta noche yo, humilde como soy, tomaré el mando de todas las fuerzas destinadas a desembarcar bajo las baterías del pueblo, y mañana mi cabeza será coronada probablemente de laureles o de cipreses". Laureado no fue en esta ocasión, aunque poco le faltó para acertar en lo segundo. 
 
          Nelson, maltrecho en las carnes y en el alma, dado semejante fracaso, a la vez que obnubilado por la nobleza -y por la sabiduría- del viejo general español, se ofreció a éste para llevar a Cádiz el informe de la victoria española sobre su propia flota. Debió robarle el corazón, repito, el viejo general, por sus obras y por sus palabras. Le había escrito el burgalés: "[…] de mi parte considero que ningún lauro merece el hombre que sólo cumple con lo que la humanidad le dicta, y esto se reduce lo que yo he hecho para con los heridos y para los que desembarcaron, a quienes debo considerar como hermanos desde el instante que concluió el combate". No conozco otro caso en la historia, al menos relevante, del traslado, por parte del derrotado, de la misiva informativa de la victoria, firmada por el vencedor.  
 
          Los británicos, en su línea habitual, trataron de ocultar la derrota de Nelson. Hoy no la mencionan cuando se recuerda la vida del más idolatrado marino anglosajón. A su llegada a Inglaterra, a Spithead el 1 de septiembre, a bordo de la fragata Seahorse (una de las que nos visitó), la ciudadanía y la prensa se negaron a atribuirle la derrota en Tenerife. Prefirieron, a conciencia, culpar a la mala planificación de Jervis (que dicen se agarró un soberano cabreo al tener noticias del fiasco), al Secretario de Guerra o incluso al Primer Ministro William Pitt. Cosas de los hijos de la Gran Bretaña.
 
          Al poco de culminar la Gesta del 25 de Julio de 1797, el 15 de mayo de 1799, fallecía el general Gutiérrez. Le lloró el pueblo que tanto lo respetó y apreció. Aún le debe Santa Cruz un monumento, como Dios manda, a su memoria, y una calle, avenida o plaza a la altura de su victoria, que fue y sigue siendo la nuestra. 
 
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