La espuma sobre la escollera (Relatos del ayer-46)
Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en el número de julio de 2020 de la Revista NT de Binter).
Era la soleada tarde del 31 de julio de 1974, ese día cumplí 14 años, nada menos. Mari Carmen tenía vividas 12 primaveras, y primaveras eran sus ojos, su sonrisa y su voz. La recuerdo como si la hubiese visto hace un minuto, como si la viese cada día en un retrato que nunca envejece. Nos acabábamos de conocer. Éramos más niños que adolescentes, y aquella circunstancia favorecía el acercamiento, el «Hola, ¿cómo te llamas?»; y el «Mari Carmen. ¿Y tú?». El flechazo de cupido nos atravesó a los dos el corazón, en el mismo instante, apenas cruzamos las pupilas. «Estoy pasando unos días con mis padres y mi hermano, en casa de Luisa (una de las chiquillas de la pandilla de aquellos veranos), porque mis padres y los suyos son amigos…». De súbito sentí una felicidad diferente a ninguna otra experimentada en mis 14 años vividos: aún quedaba todo un agosto por delante, ¡aquellos veranos casi eternos! «Pero nos vamos mañana… El ferry sale temprano…», apenas terminaba la advertencia de la brevedad de aquel maravilloso encuentro, y al instante me invadió la decepción, la desolación más absoluta. Pero me repuse. Saqué fuerzas de flaqueza. Ni lo pensé, se me escapó como un estornudo.
—¿Quieres dar un paseo? —le dije, tratando de no ser oído por los demás.
Necesitaba estar con ella, hablar con ella, saber de ella. ¿Qué fuerza me podía? ¿Qué ansia me empujaba?
—Vale —me dijo sonriendo, encogiéndose de hombros.
Me temblaron las rodillas.
Alguien, inoportuno, preguntó: «¿Dónde van?». Yo ni miré atrás, no fuera que la pandilla en peso quisiera unirse al paseo, vaya faena me hubieran hecho, nos hubieran hecho. Mari Carmen tampoco miró atrás. Anduvimos varios pasos, escapándonos, fugándonos, como en una película. Hasta que escuchamos la voz infantil de Luisa, justo a nuestro lado: «Mari Carmen, que a las nueve ya sabes que vienen mis padres a recogernos…», decía y nos miraba a los ojos, escudriñando en ellos, cotilla, sorprendida de aquella circunstancia del todo inesperada. Los demás también nos miraban, y se miraban, y nos volvían a mirar.
Llevé a Mari Carmen a ver los viejos cañones que apuntaban al mar desde Paso Alto, estábamos cerca del lugar y yo necesitaba hablarle de algo diferente, quería sorprenderla.
—Este, ¿ves?, El Tigre —leí su nombre grabado en el corpachón de bronce—, de un disparo le arrancó el brazo a Nelson, presumí de saber mucho.
Ella desconocía quién era Nelson, yo tan solo que fue un famoso marino inglés que aquí se dejó el brazo y la soberbia, que ya era mucho. De allí paseamos, despacito, como si así alargásemos los minutos, hasta la plaza de España. Nos acercamos a la escollera que bañaba el Atlántico, y sobre la piedra nos acodamos, muy juntitos, y muy enamorados. Algunos chicharreros alargaban las cañas de pesca sobre las aguas chispeantes. «Qué bien se ve Las Palmas», me dijo ella, con los ojillos brillando. La espuma revoloteaba cerca, mientras la tarde se nos escapaba. Yo jamás había sentido nada igual. Tampoco ella. Me lo dijo. Y yo lo recordé, durante mucho tiempo.
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