El verano en que Canarias pudo ser otro Gibraltar (La tercera cabeza de león) (Capítulo 1)

 

Por Emilio Abad Ripoll (Publicado en la página web del Observatorio CISDE el 14 de septiembre de 2013).

 

CAPÍTULO  1

 

ANTECEDENTES, PREPARATIVOS Y PRIMEROS INTENTOS INGLESES

 

 

Antecedentes

          Se vislumbraba ya el final del siglo XVIII,  y, una vez más, España, aliada de Francia como consecuencia de la firma del Tratado de San Ildefonso, había entrado en guerra contra Inglaterra.

          En febrero de aquel 1797 se había desarrollado el combate naval del cabo de San Vicente, en el que una escuadra española había sufrido una clara derrota ante otra de la Royal Navy mandada por el almirante John Jervis. En la lucha había destacado un intrépido y ambicioso capitán de navío llamado Horacio Nelson, lo que le valdría, semanas después, el ascenso a contralmirante. Tras el enfrentamiento, la flota española se refugió en Cádiz, mientras que la inglesa establecía un fuerte bloqueo de la bahía gaditana.

 

La idea de Nelson

          Pasaban las semanas y los meses, y Nelson, cuya ambición no podía soportar la inacción, propuso a su superior, el citado Jervis, un formidable plan: atacar las Islas Canarias, más indefensas ahora que nunca, pues era imposible que la flota española pudiera acudir en su auxilio.

          De las carencias defensivas del Archipiélago daban fe el que sólo existiera una Plaza Fuerte -el Lugar y Puerto de Santa Cruz de Tenerife- y que de su misma rada hubieran sido “sacados” en aquellos abril y mayo un galeón español y una corbeta francesa, en sucesivas acciones efectuadas únicamente por dos fragatas inglesas, sin que las baterías españolas hubieran podido impedirlo.

          Nelson estaba convencido -y así se refleja en la correspondencia que mantuvo con Jervis- de que se les presentaba una ocasión inmejorable para asestar a España un durísimo golpe del que difícilmente podría recuperarse, al tiempo que encumbraría a Inglaterra al punto más alto de su trayectoria histórica. Ocupar Canarias significaba, ni más ni menos, que cortar el cordón umbilical que unía la España de Europa con la España de América, pues en los puertos canarios tocaban forzosamente, impulsadas por los vientos alisios, las flotas españolas en su viaje de ida al Nuevo Mundo.

          Propuso al almirante ponerse al frente de la fuerza encargada de la operación, pidiéndole le asignara 3.700 hombres “que harán el trabajo en tres días”. Jervis aceptó que Nelson fuese el jefe de la expedición y, aunque no accedió a poner a su disposición tal contingente, sí le situó al mando de una escuadra compuesta por 4 navíos de línea, 3 fragatas, 1 cúter y 1 bombarda, con una potente unidad de Infantería de Marina embarcada.

 

La situación en Tenerife

          En Canarias crecía la inquietud conforme iban llegando noticias de la guerra. En las islas estaban más que escarmentados, desde el siglo XV, de la aparición de inquietantes velámenes en el horizonte. Unas veces habían sido piratas -berberiscos, portugueses, franceses, ingleses, holandeses,…-, otras, flotas de mayor o menor importancia en cuyos mástiles ondeaban las enseñas de Francia, Holanda o Inglaterra. En ocasiones se trató de simples incursiones para robar bienes y ganado o apresar gentes, con el fin de pedir rescates o venderlas como esclavos en otros lugares; pero en otras los objetivos fueron mucho más amplios, como ocurrió con los ataques de Van der Does, Blake, Jennings, Pata de Palo, etc. Pero siempre, unas humildes Unidades, las Milicias Canarias, habían sabido dar la réplica y mantener incólumes la libertad de sus tierras y la unión con aquel lejano y casi quimérico ente que se denominaba España.

          La isla de Tenerife estaba defendida por 5 Regimientos de Milicias Provinciales, con cabeceras en diversas localidades (Abona, Güimar, La Laguna, La Orotava y Garachico). Cada Regimiento se componía de 8 Compañías de fusileros, 1 de Granaderos y 1 de Cazadores, con unos 1.000 hombres en plantilla. Sus componentes (en un principio todos los hombres útiles de la zona respectiva de entre 16 y 60 años de edad, y desde hacía pocas décadas de entre 18 y 40 años) tan sólo se ejercitaban una vez al mes (en domingo), muchos carecían de armamento y acudían a las alarmas con azadas, chuzos o el primer instrumento contundente que encontrasen a mano. Sus mandos tampoco tenían una formación militar muy adecuada, pero, como se dijo más arriba, esas Unidades, y los otros 8 Regimientos distribuidos por el Archipiélago, habían sabido defender las Canarias durante varios siglos.

          Desde hacía muy pocos años se contaba también con la primera unidad del Ejército regular: el Batallón de Infantería de Canarias, con sede en Santa Cruz de Tenerife y sus 6 compañías de 100 hombres cada una, aunque rara vez estaban cubiertas las plantillas. En él efectuaban prácticas los mandos de las Unidades milicianas. Con apenas dos años de existencia, el Batallón y varias Compañías de Granaderos de los isleños Regimientos de Milicias, habían sido “proyectados”, como se dice hoy en día, a la Guerra del Rosellón (1793), por lo que ya contaban con una importante experiencia de combate.

          Y no podemos olvidar las defensas costeras. Ciñéndonos al Lugar de Santa Cruz de Tenerife, en aquellos meses de 1797 su litoral estaba protegido por 3 castillos, 2 fuertes y 9 baterías, lo que la hacía ser, como se ha citado, la única Plaza Fuerte del Archipiélago.

          Era Comandante General de las Islas un veterano Teniente General, don Antonio Gutiérrez de Otero, natural de Aranda de Duero (Burgos) y hombre de amplia experiencia militar, que en varias ocasiones se había batido ya contra los ingleses: estando destinado en Montevideo, al frente de su Batallón desalojó a los británicos de la Gran Malvina, y mandando un Regimiento sitió Gibraltar y participó en la reconquista de Menorca, siendo su Comandante Militar antes de ocupar la Comandancia General de Baleares, desde donde, hacía 6 años, había llegado a Canarias.

          Apenas conocida la Declaración de Guerra contra Inglaterra, activó un Plan de Defensa que había preparado hacía algún tiempo, cuando Francia era la enemiga.  Para defender Santa Cruz se contaba desde febrero, al aplicar el Plan, con el Batallón de Infantería de Canarias (completada en parte su plantilla con milicianos), las Compañías de Granaderos de los 5 Regimientos de Milicias de la isla y las Banderas de Cuba y La Habana (una especie de centros de reclutamiento o banderines de enganche para los Regimientos que llevaban los mismos nombres) con unos 30 hombres cada una. En junio ese contingente de Infantería se vio incrementado con 110 marineros de la corbeta francesa La Mutine, robada como hemos dicho semanas antes, a los que se unirían los pilotos y marineros de los buques mercantes surtos en la rada y paisanos voluntarios. Y se sustituirían las Unidades de Granaderos por las de Cazadores, pues los componentes de aquellas llevaban fuera de sus residencias más del tiempo preceptuado. En total, los efectivos alcanzaban un total de 1.669 hombres, de los que 387 eran artilleros.

 

Se acerca la tormenta

          El Cabildo de la Isla (el único Ayuntamiento que existía entonces), con sede en La Laguna, la capital de Tenerife en aquellos momentos, y las autoridades del Lugar, Puerto y Plaza Fuerte de Santa Cruz, siguiendo las instrucciones del General Gutiérrez, empezaron también los preparativos, conscientes todos, paisanos y militares, de que si los ingleses decidían atacar Canarias, la hipótesis más probable -y a la vez la más peligrosa- era que la acción principal se desencadenase contra Santa Cruz de Tenerife, pues su caída supondría, casi con total seguridad, la pérdida de todo el Archipiélago. Esos temores se acrecentaron ante las noticias de la derrota de San Vicente y el bloqueo de nuestra flota en Cádiz, pues ello dejaba bien patente la imposibilidad de un socorro o un refuerzo a Canarias, que debería defenderse con lo (poco) que contaba.

          A primeros de julio Jervis aprobaba el plan de Nelson, y éste se disponía a la acción poniendo rumbo a Canarias semanas después. El día 21 de julio los atalayeros tinerfeños avisaban de la presencia de velas en el horizonte que pronto desaparecerían.

 

Los dos primeros intentos ingleses

          Pero en la madrugada del 22 los peores augurios se hicieron realidad. En plena oscuridad los ingleses intentaron un desembarco por Valleseco, desembocadura de un barranco al norte del Castillo de Paso Alto, que se frustró por dos razones. La primera fue la presencia de una fuerte corriente de costa a mar que dificultó mucho la progresión de las lanchas que transportaban a unos 900 hombres; y la segunda, el providencial aviso que una campesina dio a los centinelas de aquella fortaleza alertándoles sobre la cercanía de muchos botes cargados de hombres. Desde el castillo se dispararon algunos cañonazos que pusieron en pie de guerra a la guarnición e hicieron dar la vuelta a las barcas, que regresaron a sus buques.

          Horas después, concretamente a eso de las 9 de la mañana, unos cientos de metros más al norte, fuera ya del alcance de los cañones de Paso Alto y en la zona conocida como El Bufadero, reiteraban los ingleses el intento, logrando desembarcar unos 900 hombres, que inmediatamente comenzaron una penosa ascensión a una montaña cercana, la del Ramonal, con la intención de girar hacia el sur, pasar Valleseco y desde la otra vertiente, la Montaña de la Altura, caer de revés sobre Paso Alto.

          Pero Gutiérrez había comprendido la maniobra y se anticipó situando poco más de un centenar de hombres (con el apoyo de 4 cañoncitos de 40 mm. de calibre llamados “violentos”) en La Altura, de modo que fijaron a los ingleses, que no pudieron moverse de El Ramonal. Fue aquel un día de intensísimo calor que afectó mucho más a los invasores -cuyas cantimploras si contenían algún líquido no era precisamente agua- que a los defensores, mejor suministrados, e incluso auxiliados por las aguadoras del Lugar de Santa Cruz, que aquella mañana decidieron olvidarse de sus clientes habituales y servir el vital elemento a sus soldados.

          Al caer la noche, los ingleses reembarcaron en las lanchas y de nuevo volvieron a sus barcos, dejando atrás un par de muertos. Había fracasado el segundo intento y al orgulloso Nelson le hervía la sangre.

 

El intento definitivo. Las horas previas

          Al amanecer del día 23 no se podían divisar los barcos ingleses, que parecían haber desaparecido del horizonte, pero en las primeras horas del 24 ya se dejaron ver de nuevo frente a Santa Cruz. Se agruparon casi en el mismo lugar donde lo hicieran en la noche del 21, a unas pocas millas al norte de la Plaza.

          A ésta continuaban llegando refuerzos de milicianos de los Regimientos más lejanos, muchos incluso descalzos por la larga caminata, y bastantes sin armas de fuego; se les suministró lo que se pudo de las exiguas reservas. Se activó también el Plan de Rondas, diseñado semanas antes y que consistía en un apoyo logístico (sanidad, contra incendios, seguridad de propiedades, auxilios religiosos…) que dirigía el propio alcalde del Lugar y se llevaba a cabo con la colaboración de los vecinos.

          Los barcos propios o aliados anclados en la bahía (ninguno de guerra) se acercaron lo que pudieron a la costa, teniendo buen cuidado de no estorbar la posible acción de las baterías de la defensa.

           Sobre las siete de la tarde de aquel 24 de julio, la bombarda inglesa se situó frente a Paso Alto y empezó a bombardear la fortaleza, pero las 43 bombas de 9 pulgadas que arrojó hicieron poco daño. El fuego fue contestado desde Paso Alto y el aledaño fuerte de San Miguel, a unos escasos 200 metros de aquel en dirección Sur.

          Aquel bombardeo, cual si fuera una neutralización previa a una acción de desembarco, parecía indicar que el ataque se produciría por el mismo lugar que el día 22, la zona de El Bufadero, al norte de Paso Alto, pero el General Gutiérrez pensaba, y acertó, que por el contrario se dirigiría al centro de la población, al muelle y una playa cercana. Otra vez falló Nelson, que con aquella maniobra de distracción sólo buscaba detraer fuerzas defensoras del lugar elegido para desembarcar: el mismo previsto por Gutiérrez.

          A bordo de los buques ingleses volvía a reinar el optimismo. Recuperados del mal trago del día 22, conscientes de su propia preparación, y conocedores de que los españoles eran pocos y mal armados (lo que les corroboró un desertor, un alemán criado del cónsul francés, quien aseguró a Nelson que sólo se contaba para la defensa con “300 hombres de fuerzas regulares y el resto paisanos temblando de miedo”), seguían pensando que el problema se resolvería apenas con unos cuantos disparos, una vez pusieran pie en tierra.

          Pero el fracaso, o los fracasos, del día 22 habían hecho mella en el ánimo de Nelson, quien parece ser que consideró que, una vez perdido el efecto sorpresa, lo más conveniente era regresar a Cádiz. Insinuada esta idea ante sus capitanes, uno de ellos, Bowen, disintió totalmente y pidió al contralmirante que le confiriera el mando de tan sólo dos fragatas para llevar a cabo el ataque. Herido en su orgullo, posiblemente ésta fue la causa de que Nelson decidiera intentarlo de nuevo, pero en esta ocasión, en lugar de permanecer como hubiera sido lógico en su puesto de mando, el navío insignia Theseus, decidiese asumir la responsabilidad de participar personalmente en la primera oleada de asalto a la Plaza.

          Y cuando anochecía el 24 de julio escribía a su superior, el almirante Jervis:

          “No entraré en el asunto de por qué no estamos en posesión de Santa Cruz; su parcialidad le hará creer que se ha hecho hasta el momento todo lo posible, pero sin efecto. Esta noche yo, humilde como soy, tomaré el mando de todas las fuerzas destinadas a desembarcar bajo las baterías del pueblo, y mañana mi cabeza será coronada probablemente de laureles o de cipreses”.

          Como veremos estuvo muy lejos de lo primero, pero muy cerca de lo segundo.

 

El intento definitivo. Preparativos por ambos bandos

          El Comandante General, don Antonio Gutiérrez, había basado su estrategia en la confianza en la acción temprana de las baterías costeras, que tratarían de impedir o dificultar los desembarcos enemigos. Pero, por si ocurría lo peor y los ingleses ponían pie en tierra, había desplegado en los lugares en que los desembarcos eran posibles a las fuerzas de los Regimientos de Milicias y de las Banderas de Cuba y La Habana; había reforzado las exiguas guarniciones de los baluartes artilleros con milicianos y los franceses de La Mutine; y se había guardado el as de su baraja: el Batallón de Infantería de Canarias, al que emplearía cuando hiciese falta y donde fuese necesario. Y, como vimos, no había caído en la trampa tendida por Nelson en la tarde del 24 para hacerle retirar fuerzas de la Plaza y enviarlas hacia la zona de Paso Alto. Además le estaba favoreciendo la suerte, pues la meteorología impedía que los barcos ingleses se acercasen mucho a tierra y Santa Cruz cayese dentro del alcance de la poderosa artillería embarcada.

          Era muy oscura la noche del 24 al 25 de julio de 1797. Pudiera ser que desde el mar se lograran divisar algunas luces en tierra (una fogata en los montes, quizás un hachón en el Lugar) o el perfil de la montuosa isla… y poco más, pero desde Santa Cruz, por mucho que se aguzase la vista desde las plataformas de las baterías o la modesta muralla de protección, sólo parecía vislumbrarse un oscuro manto que cubría cielo y mar.

          A las 23 horas, una treintena de botes, atestados de marineros e infantes de marina, se reunían en torno al Theseus, el buque insigne de Nelson. En su Diario el contralmirante cifra en 960 los hombres que los ocupaban, sin contar a oficiales y auxiliares, lo que elevaría el total a más de 1.200.

          Divididos los botes en 6 grupos, la flotilla, que iba encabezada por una barca en la que viajaba el propio Nelson, empezaba a remar en el mayor silencio hacia Santa Cruz, pues incluso los remos estaban forrados con trapos para evitar en lo posible el ruido del chapoteo. En lucha con las corrientes que los derivaban hacia el Sur, alejándolos del rumbo previsto, a las 01:30 del ya 25 de julio se encontraban apenas “a medio tiro de cañón”, según el Diario del contralmirante, de la costa, lo que nos lleva a deducir que entre las 02:00 y las 02:15 de la madrugada se empezarían a escuchar los primeros disparos.

 

El intento definitivo. El desembarco

          Dicen los cronistas que fue desde uno de los barcos mercantes españoles arrimados a la costa de donde partió la voz que quebró el profundo silencio: “¡Lanchas al muelle!”; enseguida la alarma se extendió a lo largo de todo el frente marítimo de Santa Cruz, y a la luz de los primeros fogonazos (de disparos seguramente hechos un poco al azar) se empezaron a divisar las siluetas del enjambre de amenazadoras embarcaciones que estaban ya muy próximas.

          Del estudio de las órdenes de Nelson se puede deducir que éste intentaba llevar a cabo un ataque directamente contra el corazón del sistema defensivo de la Plaza: el Castillo Principal o de San Cristóbal, constituido en el Puesto de Mando del general Gutiérrez, pues con su caída y el apresamiento del Comandante General y sus más inmediatos colaboradores, podía darse por segura la victoria. Por tanto, los lugares idóneos para desembarcar eran el pequeño muelle de la población, aledaño a la fortaleza, y una playa cercana, apenas unos metros al Norte, la de la Alameda. Por lo que respecta al muelle existía un grave inconveniente para los invasores: a él se accedía desde el mar únicamente por una estrecha escalera, por lo que se necesitaría mucho tiempo para que pusiese pie en tierra un contingente importante. Y, además, para salir del muelle hacia la población había que recorrer al descubierto unos angostos 80 metros, batidos por el fuego de al menos 3 baterías, para encontrarse al final con una puerta de acceso (el “boquete” se la denominaba) desde donde con fuego de fusil se les podría hacer mucho daño.

          Lo más lógico es, pues, que el contralmirante pensara que la playa de la Alameda era fundamental para sus intenciones,  pero lo cierto es que sus planes -si es que esa era la idea de Nelson- se cumplieron por muy pocas embarcaciones, pues apenas 5 de ellas llegaron a las inmediaciones del muelle y la citada playa. Los documentos ingleses achacan este hecho a la ya mencionada fuerza de las corrientes marinas y, sobre todo, a la oscuridad de la noche, que es citada por Horacio Nelson y por el jefe de las fuerzas de desembarco, el capitán Troubridge, quién escribió que debido a esta circunstancia “no encontré inmediatamente el muelle”.

          Pero no hay que olvidar otro factor, que quizás fuese el decisivo para esa dispersión: el violento fuego que las barcas comenzaron a recibir desde tierra (“de los más intensos de los que yo haya sido testigo”, escribirá un guardiamarina del Theseus, William Hoste). Esa aseveración es corroborada por el propio Nelson en su Diario: “30 ó 40 piezas de cañón con fusilería de un extremo de la población al otro se dispararon sobre nosotros”.

          Lo cierto fue que la mayoría de los botes derivaron hacia el Sur del muelle y del objetivo fundamental del ataque, el Castillo de San Cristóbal, tocando tierra (algunas barcas se destrozarán contra las rocas) en dos o tres lugares accesibles en un tramo de unos 500 metros.

          Al muelle en sí tuvo que llegar un solo bote, con cerca de 40 hombres, que encontraron abandonada la batería de 7 cañones allí emplazada, pues sus sirvientes huyeron apenas se percataron de la cercanía del enemigo. Inmediatamente, los ingleses “clavaron” 5 de las 7 piezas, pero cuando intentaron progresar a lo largo del muelle para acceder al Lugar, un pelotón de milicianos apostados junto al citado “boquete” los frenó en seco, ocasionándoles muchos muertos y heridos y haciendo prisioneros al resto.

Continuará...

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