¿Eres tú?
Por Carlos Hernández Bento (Publicado en Agora, suplemento cultural del Diario de Colima el 24 de mayo de 2020).
En una cabaña en el bosque vivía Julio de las Casas con su joven y único hijo, Marco. Julio había perdido a su esposa años atrás por un cáncer de páncreas y, para mayor desgracia, se había quedado completamente ciego en un accidente laboral.
Como era un poco de esperar, aquel lugar se le hacía pequeño a un chico que, desde que sacó el carné de conducir, ya no necesitaba esperar al paso del autobús para ir al pueblo. Así es que volaba del nido de vez en cuando, aunque sin desatender sus obligaciones de buen hijo.
Cierta fría tarde, Marco quiso ir a una competición de bolos con sus primos y así se lo anunció a su padre.
“Padre, voy al pueblo, que me llamó Tiburcio para la partida de los sábados con los chicos. Si se me hace muy tarde otra vez, me quedo en casa de alguno de ellos y ya entonces vuelvo por la mañana temprano”.
“Pues, cierra bien la puerta y déjalo todo ordenado, no sea que pueda tropezar con algo. No me molesta que vayas, hijo mío. Faltaría más. Aprovecha. Ve con tus primos a pasarlo bien. Pero se responsabilito tal y como te digo siempre. No pido más.”
“Padre poca cosa me pides, cuando sabes que en realidad a mí nunca ha hecho falta hablarme de tales cuestiones. Me vienen de serie y genética”.
“¡Bah!... Marcha, hijo mío. No te entretengas más, que te esperan. Y dale saludos a todos. ¡Ah!... y no me trates de padre. ¡Qué manía!”.
“Bueno, papá. Dados serán. ¿Te dejo encendida la radio?”
“Sí, claro. Sintonízame Radioonda que van a dar el programa ese de misterios de la historia, que a veces se alarga más que un día sin pan, y luego van las noticias. Si no regresas antes, supongo que con eso tengo para entretenerme hasta la noche. Gracias, hijo mío. Y hasta luego o hasta mañana”.
“Adiós, papá, que hasta pronto sea”.
Y así fue como quedó el ciego en soledad. Marco montó en aquel coche de pensionista, que hacía más ruido que un barco en un atraque, y se fue a disfrutar de una buena reunión con sus primos.
Julio siempre se sentía muy seguro con lo todo que hiciera ruido. Era un burdo sustitutivo de su sentido de la vista, pues le daba muchas pistas sobre lo que le rodeaba.
Por esta razón también, Marco, que era un chico de una nobleza extraordinaria y pese a la situación familiar de un carácter muy alegre, se acostumbró a vivir canturreando y silbando todo lo que podía; en buena parte para dar norte a su padre de donde estaba y que hacía en cada momento.
Con la radio ya puesta, Julio, se dispuso a disfrutar tal y como lo hacía desde que era joven. Era una de esas cosas que no habían cambiado mucho en toda su vida, antes o después de la ceguera.
Con cada sesión revivía uno de aquellos extraordinarios momentos de primera juventud junto a sus dos hermanos; cuando gozaban, como mozos que eran, de uno de los extraordinarios programas radiofónicos de la “Rosa de los vientos”.
Los ojos del entendimiento abiertos como faros en la oscuridad, la radio reina del dormitorio y el oído tras cada movimiento de las palabras de los contertulios. Las perlas de la ciencia, la historia o las leyendas; lo humano y lo divino; los reyes y los monstruos; los héroes y villanos, flotaban en la estancia y, en la sombra arropados, se iban dibujando sobre la imaginación alerta. ¡Qué gozada!
Y así Julio fue cayendo en el sueño. Como un niño que lo tiene todo, aunque le falten muchas cosas. Como quien va siendo arrastrado en un bote bajo el sol del verano. Y el sueño fue muy intenso, el sueño fue muy profundo, muy plácido y muy profundo.
No supo Julio lo que duró el reposo. Despertó cuando daban apresuradas noticias:
“¡Atención, atención! Un preso se ha escapado de la cárcel provincial. Se trata de un individuo muy peligroso. Es de estatura regular y de complexión muy fuerte. Tiene 36 años. De ojos oscuros, pelo rubio, media melena y bigote. Probablemente ahora mismo va vestido con unos vaqueros, camisa de cuadros rojos y negros, botas camperas y un abrigo marrón oscuro. Se trata de un hombre con múltiples crímenes de sangre a sus espaldas. Si alguien llega a localizarlo, se exige que dé parte inmediatamente a la Policía.”
Julio, aún atolondrado, lo siguiente que oyó fue un incomodísimo silencio tras el click de apagado de su radio y tres pasos hasta los pies de su cama. Entonces, una onda de escalofrío recorrió su espalda estallando en la raíz de sus cabellos. De sus muertos ojos brotaron dos lágrimas frías. Y su voz, colgando de un fino hilo, trémula de incertidumbre y espanto, sólo le alcanzó para balbucear:
“Marco… hijo mío… ¿Eres tú?”
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