Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XXXII)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) publicado en 2006). 
 
 
 
UN  MUSEO  CON  SELLO  TRANSPORTISTA  Y  RURAL
 
 
          Stockwood es mucho más que una nostálgica colección de objetos y encantadores jardines en medio de una amplísima zona verde donde, inevitablemente, surge este tradicional césped que por aquel entonces, con las inesperadas lluvias de julio, estaba de un color indescriptible.
 
          El museo de Stockwood está ubicado en la localidad de Luton, donde tantísimos aviones entran de Tenerife y salen para ídem. Este museo está impregnado de un especial sello rural, que deja fiel constancia de todo aquello que ahora resulta obsoleto por el inexorable paso del tiempo y la irrupción de una agresiva y avanzada tecnología; cuando, con no disimulado escalofrío escrutábamos aquellos pesadísimos arados que antes eran la pesadilla de toros, vacas y caballos; cuando observábamos aquel interminable desfile de aperos de labranza que hoy los analizamos como piezas de otro mundo, en este museo tan pequeño como ameno, y tan tranquilo como bien distribuido, pues nos seguimos dando cuenta que todavía hay personas que, afortunadamente, siguen teniendo sensibilidad para que no se pierdan estas piezas y estos detalles que comportan la historia de nuestros días.
 
          Allí, en reposo, se nos muestran aquellos utensilios que antaño trajeron muchas fatigas y muchos sudores. Allí también se huele a madera, a carpintería. Y nos reencontramos con la garlopa y el serrucho.
 
          Pero nosotros, simples visitantes, estimamos que Stockwood se universaliza con su sección de vehículos tirados por caballos (horse- drawn), gracias a la entusiasta iniciativa de George Mossman que, a principios del siglo XX, y tras dejar sus estudios comenzó a trabajar en una carnicería, usando precisamente este medio de transporte para atender a los clientes. Y así como a otros les  ha dado por reunir sellos, monedas o rabitos de boina, a Mossman le entró la vena por adquirir, poco a poco, de aquí y de acullá, esta clase de vehículos. Y hoy, su colección es única. Y cuando usted vea una película donde el carruaje -del tipo que sea- vaya tirado por caballos, no olvide que, sin lugar a dudas, tal medio de transporte ha salido, provisionalmente, de este museo que recoge, incluso, piezas desde el siglo XVIII. 
 
          Una lección de sensibilidad. Toda una página de la historia del transporte.
 
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UN  CURA  EN  LA  MESA
 
 
          Lo mejor que podíamos descubrir en Gran Bretaña era su campiña; sus pueblos más recónditos, donde parecía que el tiempo había permanecido estático, con sus “cottagges”, fondas y tabernas (“pubs”), con carteles de variopintas figuras que servían, nos explicaban, como punto de referencia a los analfabetos de antaño.
 
          Contemplar aquellas amplias llanuras con aquel verdor sinónimo de frescura y vida nos hacía olvidar incluso aquella evidente monotonía cromática. Se olía a hierba fresca, a tierra húmeda, a fragancia de flores, que algunas veces percibíamos, en cortísimos intervalos de tiempo, cuando nos convertíamos en esporádicos y circunstanciales jardineros de nuestras macetas de terrazas provincianas. Se respiraba hondo para inundar unos pulmones sentenciados por varios olores y humos.
 
          Y en aquellas campiñas, incluso, y en determinadas ocasiones, hasta se comía bien. Alguien, muy ocurrente y con gran experiencia en la materia, nos lo explicó en este verso antológico:
 
                    "Si quieres comer bien, en una casa inglesa, invita a un cura a la mesa.
 
          Y con un sacerdote, compartiendo mesa y mantel, la familia británica “se excedía”. Parecía que ese día, domingo, había querido tirar la casa por la ventana. Había que quedar bien ante quien solía obnubilar con sus homilías. Y uno, como invitado, tenía la oportunidad de comprobar la exactitud del verso.
 
          Allí, sobre la mesa, estaba el “Sunday roast”, asado que se come tradicionalmente los domingos en Gran Bretaña acompañado de varias verduras, léase guisantes, zanahorias y habichuelas, sin olvidar, la papa que, horneada, resultaba exquisita. La presentación del plato, de mucho colorido, “entraba por los ojos y por el paladar”. El humillo que salía de la vianda le hacía como muy familiar, muy próximo. El vino, italiano, Lambrusco, ligeramente “sparkling” (con burbujas). Y, de postre, pues natillas calientes. Y como estábamos entre irlandeses, pues el inevitable “Irish coffee”, a base de café, whisky, nata y azúcar moreno, imprescindible éste para que “la nata flotase”, que era la meta más perseguida.
 
          Y en la sobremesa, pues tertulia sobre la esperanza, la compasión, la generosidad, la justicia, la paz, los gatos y el jardín. También se habló de Doñana y del Teide, ya que algunos ingleses se habían enterado, en los albores del año 1999, “que vomitaría lava en el año 2000”; se mencionó a aquel “teenager”, Justin Rose, que con sus diecisiete años venía revolucionado el golf británico; del “cricquet”, cada vez más difícil de entender para un español; y también se abordó, faltaría más, las inevitables críticas sobre los culebrones de la televisión británica, que allí se denominan “Soap opera”. Lo de “soap” (jabón) porque fueron estos productos quienes, en un principio, patrocinaron dichos espacios; y lo de “opera”, para darles un énfasis tan especial como extraño. Por cierto, el culebrón británico por excelencia era “Coronation Street” que emitía, dos veces por semana, la ITV. Había escalado la respetable cima de más de cuarenta años en pantalla. Le seguían en importancia “East Enders”, “Emmerdale”, “Neighbours”, “Brook side”, “Home and Away”, “Family Affairs”, “Hollyoaks”, etc.
 
          Y la tertulia se tuvo que interrumpir cuando la vecina le avisó a nuestra anfitriona que quitase la ropa que tenía tendida en el jardín porque estaba lloviendo...
 
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