Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (XXII)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, bye. Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra /1974-2004) publicado en 2006).
 
 
 
 HARROD’S Y LA LIMOSNA DEL “CUP OF TEA”
 
 
          Parece como si estuviésemos en los platós donde se rodasen secuencias de “Dinastía” o “Falcon Crest”. Por ahí, un Porsche rojo descapotable; por allá, gente guapa y financiera; por allí un peculiar mundo de corbatas de seda italiana, de sofisticadas fragancias, de marqueses, de banqueros, de empresarios bronceados con el sol de Hawai. Se percibía, casi, casi, el olor a dinero y todas las camisas estaban planchadas. Allí estaban los futuros adoradores de la noche, los integrantes de aquella “jet society” que luego será carnaza en las revistas del corazón; que incluirá a algunas -no muchas- de esas minifaldas escuetas con el sonido de un enérgico tacón.
 
        Estamos en los alrededores de Knightsbrige (diga “Náibrich” y lo entenderán), donde Londres deja a un lado los pantalones vaqueros, la camiseta, la comodidad y las “crips” de la desenfadada Oxford Street.
 
          En Knightsbrige están los famosos almacenes Harrod’s, “donde se viste toda la aristocracia británica”, desde la mismísima Reina Isabel II, con su fortuna personal evaluada en casi 6.000 millones de dólares, lo que le hace seguir siendo la persona más rica del Reino Unido, hasta el Sultán de Brunei, el cabeza de la lista de los archimultimillonarios universales, que posee nada menos que 25.000 millones de dólares… (Recientes estadísticas muestran que en el Reino Unido hay siete fortunas que superan los 1.000 millones de libras, y que otras dieciocho personas poseen más de 250 millones de libras; el número de simples millonarios- con fortunas superiores a los 200 millones de pesetas- es de 20.000).
 
          Sí; en Harrod’s se viste la aristocracia y los petrodólares, pero también puede acceder todo quisque que se lo proponga, que observar también resulta ameno e interesante. Allí en Harrod’s, puede usted salir oliendo, simultáneamente, y tras la picardía “de la muestra”, desde Cacharel y Oscar de la Renta, hasta Ives Saint Lauren y Paco Rabanne, sin olvidar las novedades de Paloma Picasso y del propio Salvador Dalí, que también han empleado su nombre para aromas de elite. Y arriba, casi en la cúspide de tan característico edificio de una arquitectura que se nos antoja entre barroca y plateresca, podemos presenciar, en su intransitable bar-restaurante, a camareros “coloured” tocados de “canotiers”, que parecen invitarnos más a bailar claqué que ofrecernos el menú o la lista de artículos, siempre el doble de caros que en otro sitio. A este sombrerito que popularizó Maurice Chevalier le adorna una pajarita negra, un mandil blanco hasta las rodillas, un chaleco a rayas y una camisa blanca de manga corta. No se les ocurra ni ir tarde ni intentar descansar en el restaurante de Harrod’s, porque las butacas son de lo más incómodo y los camareros, cuando falta media hora para el cierre, casi ni le hacen caso ya que se encuentran ultimando detalles y retirando todo aquello que pueda acelerar los jugos gástricos del “customer” (cliente), situación que contrasta, en amabilidad y atención, lógicamente interesada, si por ejemplo, en dos plantas más abajo, pregunta, por preguntar, por el precio del “último grito” de un conjunto de falda y chaqueta en piel para su cónyuge, cuyo precio sólo dejaría tranquilo al Sultán de Brunei.
 
          En los alrededores de aquel escenario de “Dinastía” y “Falcon Crest”, ante aquel Porsche rojo, embozos árabes y gente guapa y financiera con bronceado hawaiano, no es difícil encontrar, empero, la estampa del mendigo, cochambroso y barbudo, que tras su inútil búsqueda en cubos y contenedores de basura, se vuelve hacia nosotros y con una inolvidable y escrutadora mirada de hulla nos implora unas monedas para tomarse el “cup of tea “. Evidentemente, era inglés.
 
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LOS RASTROS DE LONDRES: PORTOBELLO Y PETTITCOAT LANE
 
 
          Hacía años que no disfrutábamos de nuestro inolvidable Rastro madrileño, feria permanente de antigüedades, de objetos usados, curiosidades, muebles… Pero ahora, en Londres, primero, un sábado, y luego, un domingo, hemos tenido la oportunidad de visitar, respectivamente, Portobello y Pettitcoat Lane; es decir, los dos “Rastros londinenses” que son, en pocas palabras, auténticos espectáculos. Todos ellos, madrileño, británicos, tienen algo en común. Tienen algo de zoco árabe y la aventura se presenta  -como apuntó en su día César González Ruano- a cada paso para los coleccionistas, si bien éstos deben tener en cuenta que los vendedores de Portobello y Pettitcoat Lane no son unos ingenuos, sino que saben perfectamente lo que ofrecen en sus pintorescas tiendecillas y en sus puestos instalados en medio de aquellas calles y laterales que se convierten en interminables romerías de un público que podrá cansarse caminando pero jamás aburrirse ante aquel especial goce visual derivado de aquellos barrocos y amenos mercados que siempre han merecido la atención del turista, que sigue, sábados y domingos, inundando con sus presencias masivas y jacarandosas aquellas vías próximas al metro de Notting Hill Gate o de la ahora remodelada Liverpool Street Station.
 
          Portobello no se caracteriza, precisamente, por la ropa. Prolifera, eso sí, en cualquier esquina, en cualquier lugar, rogando la dádiva, el óbolo, la voluntad y la moneda de los visitantes, esos grupos musicales que uno tiene necesariamente que pararse a escuchar porque son como divos en situación de parados; o celebridades que se ven como tentados a confundirse en estas corrientes bohemias para captar insólitas experiencias en la intemperie. Allí es fácil extasiarse, emocionarse, con los sones de una trompeta, de una flauta, de una guitarra, de un violín, de un címbalo o de un saxofón. Allí sería pecado no ser generoso en la voluntad monetaria que depositamos en estrafalarios sombreros o en las carcomidas fundas de los respectivos instrumentos musicales que yacen en el suelo.
 
          Allí, en Portobello, barroco y aventurero, no es difícil encontrar un organillero galés que, adornado y presidido por un papagayo parlanchín, nos brinda el más castizo chotis que concita, divertido, al turista hispano.
 
          Allí, en Portobello, sabático y rumoroso, podemos presenciar sin taquilla ni butaca, la exótica danza oriental de una marioneta que se contonea al son de un rarísimo artilugio de cuerda tañido por un personaje cuajado de sorpresas acústicas.
 
          Allí, en Portobello, le pueden ofrecer a la entrada un zumo de naranja con la antigua exprimidora manual de cristal como queriendo mofarse del más sofisticado método exhibido en la puerta principal del aeropuerto de Heathrow. Y puede saciar su apetito, por una módica cantidad, saboreando desde un humeante “hot-dog”, pasando por los plátanos secos y la piña de millo a la brasa, que parecen haberla calcado de la Feria de La Guancha.
 
          De Portobello, inevitablemente, saldrá con algún “cacharrito”. No le podrán ofrecer como en Selfridges, “desde un alfiler a un elefante”, pero sí puede conseguir, entre otras santísimas cosas, una plancha de carbón, un “infiernillo”, un fonógrafo de la época de Edison o aquella diminuta máquina fotográfica con la que nuestros padres nos obnubilaron en unos Reyes Magos de la década de los cuarenta.
 
          En Portobello, espacio que los sábados se convierte en peatonal, en donde a cada paso se oyen frases y exclamaciones en español, también es posible que salga usted portando un cuadro, una pintura, una acuarela o un óleo, aunque después le remorderá la conciencia si al día siguiente, es decir, un domingo, tiene la gratísima oportunidad de visitar despacio, muy despacio, y con buen tiempo, la extraordinaria exposición que de estas características pictóricas se nos ofrece a lo largo de la luminosa Bayswater Road, calle que linda con Hyde Park, donde incluso se nos puede ofrecer inopinadamente el gracioso deambular de las ardillas.
 
          (Algo tiene este Portobello en común con aquel mercadillo que los domingos teníamos en la Avenida de Anaga santacrucera o, con el más clásico, por los aledaños de la Recova, visitado muchas veces por aquellos hercúleos tripulantes rusos a los que jamás vimos coger un taxi.)
 
          Y los domingos, a Pettitcoat Lane, angosto y tortuoso, que nos hizo recordar en determinados momentos, a aquella prueba de Carnavales en el callejón del Corynto, pero sin la samba ni los Caracas Boy’s. Aquel apretujamiento puede ser superado si la temperatura nos ayuda. Y en Londres, prácticamente, siempre ayuda el termómetro en verano con índices primaverales, nubosos y carentes de ese calor, de ese bochorno que haría casi imposible deambular por estas calles de “sardinas en lata”. En cualquier punto, en cualquier lugar, entre chaquetas de cuero de todos los colores, surge el vendedor furtivo que abre su pequeña maleta y encandila a determinada clientela con una mercería y bisutería que su farfulla parece convertir en plata y en oro, palabrería ahogada por la policía (“Bobby”) de turno cuya presencia -aún lejana- nos brinda un auténtico espectáculo de prestidigitación ya que aquel maletín y aquellos modestos bártulos desaparecen ante nosotros, como por encanto, en milésimas de segundos, mientras el “gancho” y confidente del charlatán esboza una sonrisa por la momentánea victoria del camuflaje, obtenida sobre aquel atildado agente del orden público que sigue como pavoneándose de su habitual desarme, ajeno, muy ajeno, del juego de enmascaramiento del pícaro furtivo que seguirá burlándose y esquivando el pago de las tasas municipales.
 
          Allá, en una amplia esquina, están los componentes de la “Cruzada del Milagro” que con sus pegadizos y vibrantes cánticos contagian el aplauso de sus cadencias a un público al que en cada momento, entre aquellas notas corales, se le recuerda “la oración para el enfermo”, “los regalos del espíritu” y “los elogios del trabajo”. Aquellos sones, entre lastimeros y esperanzadores, parecen como la despedida a este bullicioso y dominical Pettitcoat Lane, que en muchos puntos de su recorrido ostenta el siguiente y presuntuoso cartel: “En esta calle está el mayor mercado del mundo”.
 
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