Los ataques contra Fuerteventura de 1740

Por Carlos Hernández Bento (Publicado en el mejicano Diario de Colima el 26 de abril de 2020).


          La Guerra hispano-inglesa de 1739 a 1748 tuvo su origen en los sucesivos tratados entre España e Inglaterra, que se venían firmando desde mediados de la centuria anterior. Estos fueron incapaces de dar solución a problemas fundamentales entre las dos naciones europeas; especialmente los relacionados con el grado de permisividad que tenían los británicos para comerciar con las colonias hispanas.

          Durante todo el reinado de Felipe V la situación tendió a ser cada vez más conflictiva, hasta que, finalmente, el 23 de octubre de 1739, el gobierno del rey Jorge II de Gran Bretaña acabó por declarar la guerra a España, “con repique de campanas y algarabía en las calles de Londres”.

          Este enfrentamiento, llamado por los ingleses Guerra de la Oreja de Jenkins, fue precipitado por un incidente que tuvo lugar en 1738, cuando el capitán Robert Jenkins se presentó ante la Cámara de los Comunes mostrando la que alegó ser su propia oreja, amputada en abril de 1731 por unos guardacostas en América, que abordaron su barco. Según testimonio del propio Jenkins, Julio León Fandiño, el capitán español que apresó la nave, al tiempo que le cortaba la oreja, le gritaba por la otra: “¡Ve y dile a tu rey, que lo mismo le haré, si a lo mismo se atreve!”.

          El pueblo inglés ya se había sentido ofendido por este tipo de ataques a sus barcos en las costas hispanoamericanas, y este episodio fue explotado por los miembros del Parlamento que estaban en oposición al primer ministro sir Robert Walpole, defensor de la no beligerancia de su país. “¡Es su guerra!”, comentó airado Walpole, a lo que añadió: “¡Espero que la disfrute!” Muy poco después dimitió de su cargo y el conflicto continuo su curso.

          Los episodios principales de aquella campaña fueron: la captura de Portobello, el ataque a Cartagena de Indias, el intento de invasión de Cuba y la batalla de Toulon (Francia), frente a las costas de esta última ciudad.

          El rey Felipe V, fallecido en 1746, no llegaría a ver el final de aquella guerra, que concluiría en la Paz de Aquisgrán de 1748. Eso sí, a su muerte los tronos borbónicos de España e Italia quedaron bien asegurados y los intereses atlánticos menos amenazados.

          En el ámbito de Canarias, el estallido de la Guerra en octubre de 1739, produjo gran inquietud y disgusto, incrementados tras la fuerte presencia inglesa que se dio desde el año siguiente. Ante el peligro que ya estaba representando la contienda para las Islas, en enero de 1741, el gobierno español envió al mariscal de campo don Andrés Bonito Pignatelli para ocupar el puesto de comandante general del Archipiélago, con la esperanza de erradicar a los ingleses de nuestras aguas y costas; ignorante, según se comprende, de que éstos conocían perfectamente la ruta hasta Canarias y lo mal defendidas que estaban. De esta forma, el enemigo seguiría presentándose en distintos puntos del Archipiélago durante el resto de la guerra.

          En julio de 1741, Fuerteventura tenía 6.377 habitantes, de los que 1.435 eran hombres de armas. Era una isla sin regadío, sin montes y sin apenas vegetación. A pesar de esto, alguien la definió como fértil y buena por su abundancia en trigo, cebada y maíz, y por la presencia de algunos árboles frutales y viñas, que los naturales estaban empezando a plantar, al objeto de producir vino. Había mucha ganadería, parte de la cual era silvestre, sus aguas eran salobres y no existían molinos de viento o agua, usándose solamente los de tracción animal. La madera y el carbón se obtenían gracias al comercio externo.

          La Isla tenía muchos puertos y desembarcaderos sin defensa alguna de artillería, lo que da idea de la enorme sensación de inseguridad que de siempre sufrieron los majoreros, habitantes de una tierra generosamente extendida sobre el Atlántico y abierta de par en par al mismo, a través de sus infinitas playas de arena. Esta sensación se agudizaba, por la carencia casi absoluta de armas cortas, denunciada en su momento al comandante general de Canarias.

          Por lo demás, la Isla estaba gobernada por un alcalde mayor acompañado en sus funciones por un cierto número de regidores y, para las cosas de la guerra, por un sargento de provisión de Su Majestad.

          Los ataques contra Fuerteventura fueron realizados por corsarios procedentes del otro lado del Atlántico, de las, por entonces, colonias americanas de Gran Bretaña. En concreto de Newport (Rhode Island) y de la ciudad de Boston.

         Por esta época, las colonias de Norteamérica no tenían embarcaciones públicas armadas y sólo controlaban los que usualmente eran llamados “barcos de guerra privados”, en su idioma privateers. Continuamente enviaban fuera muchos de estos milicianos del mar, los cuales realizaban valiosos servicios. Se encontraban, por entonces, en la cúspide de su lealtad a la “Madre Patria”, contando con activos puertos comerciales, cuyos mercaderes estaban llenos de determinación y de espíritu de aventura, y sus marineros ansiosos por combatir en el conflicto.

          Así las cosas, Willes, capitán del corsario Vernon de Boston, pasó el océano Atlántico y estuvo navegando por las Islas Canarias durante el otoño de 1740. Fue en una de sus maniobras, el 13 de octubre y con las últimas luces del día, cuando alcanzó la arenosa bahía de Gran Tarajal en Fuerteventura.

          Esperó al abrigo de la noche para desembarcar 53 hombres, muy bien armados con escopetas, pistolas y granadas, que caminaron en dirección a Tuineje, una población hacia el interior. La oscuridad y el desconocimiento del terreno los llevaron primero al pago de Casilla Blanca -a 3 km de su objetivo-, donde encontraron gente a la que obligaron a guiarles. Una vez en Tuineje, saquearon a los más ricos del lugar y profanaron la iglesia, robando sus objetos de valor y arrastrando a la Virgen por el pelo.

          Con los claros del día, los invasores advirtieron el movimiento de dos destacamentos isleños en las afueras del pueblo, y en lugar de continuar hacia Betancuria, capital de Fuerteventura situada en unas montañas mucho más al interior, decidieron por pura precaución, iniciar la retirada hacia Gran Tarajal, formando en columna, tocando caja y clarín de guerra y escudados en siete rehenes.

          Majoreros de los alrededores, comandados por el teniente coronel D. José Sánchez Umpiérrez, marcharon en paralelo por la izquierda del enemigo, con una recua de camellos. A la altura del Lomo del Cuchillete, lugar situado a media distancia entre Tuineje y la playa del Gran Tarajal, Umpiérrez ordenó cargar contra el invasor, antes de que lograran alcanzar la protección de la artillería de su barco.

          Brillantemente, se utilizaron los camellos como trinchera móvil, de forma que esta recibió la primera descarga de las armas enemigas, y desbarató la formación inglesa en su enloquecida huida. La endiablada habilidad de los canarios en el manejo de sus primitivas armas de palo y su tradicional destreza para esquivar golpes hicieron el resto. De esta suerte, provocaron 22 bajas entre los invasores, quienes, ya en franca inferioridad numérica, huyeron hacia su barco para salvar su pellejo, trocándose el combate en una auténtica cacería humana. En menos de dos horas desde el ataque inicial, todo había terminado.

          Cegados de rabia y éxito, los majoreros estuvieron a punto de matar a todos los ingleses, pero el comandante Umpiérrez lo evitó, dejando a veinte de ellos con vida. Las bajas locales fueron solamente tres y los fusiles, pistolas y chafarotes de los ingleses desaparecieron, como por arte de magia, ante la falta de armas de la que siempre adolecieron en la Isla.

          Pero, aquí no acabaron los sobresaltos para estas buenas gentes. Tras este ataque habría un segundo encabezado por Charles Davidson, capitán del balandro St. Andrew, el cual procedía, esta vez, de la ciudad de Newport, en Rhode Island.

          En el mes de noviembre, este corsario desembarcó a un grupo de sus hombres en Fuerteventura para saquear a sus naturales. La expedición se llevó a cabo por petición de la propia tripulación.

          Richard Ross, intendente del St. Andrew, fue puesto al mando de una balandra apresada, y se mantuvo navegando a lo largo de la costa para prevenir un ataque repentino de los españoles. Mientras, 66 de sus compatriotas marchaban hacia el interior.

          Los hombres de Davidson salvaron los 14 km que hay de Gran Tarajal a Tuineje, volviendo a saquear y profanar la iglesia. Pero cuando contemplaron como se acercaban los milicianos, emprendieron la retirada.

          Esta vez los majoreros estaban mucho mejor preparados. Así que anticiparon el ataque contra sus enemigos en un descampado. El enfrentamiento que se produjo fue de rápida solución, con menor diferencia de armamento, una superioridad numérica aplastante de paisanos y algo de caballería. Los resultados fueron así mucho más mortíferos, ya que literalmente mataron a todos y cada uno de sus oponentes.

          Mientras tanto, en la St. Andrew, la tripulación esperó ansiosa durante tres días por noticias de sus camaradas. Entonces, temiendo lo peor, ofrecieron un intercambio de prisioneros al gobernador de la Isla, pero éste les replicó con una rotunda negativa.

          Y así fue como, no viendo la forma de ayudar a sus amigos, finalmente iniciaron la vuelta a su país. Empresa que no pudo ser en nada agradable.

(Continuará con nuevos episodios)

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