Bruselas y su gastronomía

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Publicado en el Diario de Avisos el 20 de agosto de 2001).
 
 
 
          Ni un solo mendigo -¿sería por la gélida temperatura?-, ni móviles, ni excrementos caninos en esta 'Gran Bruselas', admirable por sus inteligentes soluciones urbanísticas y por su ambiente confortable, entre parques y estanques.
 
          En el centro de la capital, en los alrededores de la espectacular 'Gran Place' -una de las más bellas y justamente célebres de Europa- se observa el deambular de un turismo de calidad, luciendo las más refinadas y sofisticadas prendas de abrigo, desde gorros y gabardinas hasta bufandas y guantes. Estamos pisando la sede de los principales organismos de la Comunidad Económica Europea, el EURATOM, la CECA, y la OTAN. Y seguimos en la 'Grand Place', donde, como en La Orotava, se confeccionan primorosas y descomunales alfombras de flores. Allí, en la 'Gran Place', se alinean edificios erigidos en diferentes épocas, pero todos responden al modelo renacentista, donde los elementos italianizantes han sido interpretados libremente por el espíritu flamenco y traducidos con fantasía y abundancia de adornos, componiendo un cuadro de extraña elegancia.
 
          Pero existe otra Bruselas -casi un millón de habitantes- distinta a la de las piedras: es la del chocolate, la de las coles con el nombre de la ciudad, la del kriek, la de las galerías, la de la reina Fabiola, que terminará en los altares. Y, por supuesto, la gastronomía, vocablo que siempre, inevitablemente, nos hace recordar a nuestro erudito en el tema y viejo amigo, Manolo Iglesias. Al turista le será muy fácil entender por qué Bruselas -que significa "casa de los pantanos"- y que es una ciudad eminentemente burguesa, sigue siendo una de las capitales europeas pioneras en ese arte de preparar una buena comida y una buena mesa, si, por ejemplo, en los aledaños de la celebérrima 'Grand Place' usted se pierde entre las callejuelas que la rodean y comienza a leer el nombre de éstas: calle del Potaje de Verdura, de la Mantequilla, de la Carne y del Pan, de los Carniceros, de los Pescadores, de los Nabos, del Perejil, del Carbón... 
 
          Allí, en aquellas vías cuajadas de extraordinarios restaurantes hay también música, buena música, siempre orquestal, jamás chirriante. Y en las terrazas, sobre las mesas, multitud de manteles, limpios como patenas, almidonados, donde el rojo parece ser el color característico. Los sommeliers, los camareros, los encargados, los empleados, muy .emperchados unos, uniformados otros, saludan, sonríen, invitan a entrar con peculiar ceremonia de puro "marketing" dando, incluso, rápidas sugerencias, mostrando el menú, recreándose con sus sabrosos y apetitosos platos, donde el pescado, casi moviéndose, las ostras y los crustáceos revolucionan los jugos gástricos más reticentes. Cuando, tras la consumición, abandonamos el restaurante, el camarero, con versallesca reverencia, que lleva implícita la previa propina, te despide en la misma puerta del establecimiento. Y es allí, en el umbral, donde comienza la esplendorosa terraza, cuando descubrimos por qué el ambiente es agradable si en la calle el termómetro indica los cinco grados en la escala Celsius. Radiadores, estratégicamente ubicados, convierten la gelidez en calidez. Cabe recordar que en la capital  de la CEE la mayoría de las facturas viene expresada en casi todas las monedas europeas... menos en esa Cenicienta que responde por peseta. 
 
          En aquellos escaparates los manjares "entran por los ojos" y el arte parece infinito para presentar enormes medallones con toda clase de mariscos -donde el mejillón es la 'supervedette'-, verduras y ensaladas festoneadas con trocitos de hielo que le otorgan una visión especial. Al fondo de estas viandas de lujo, un pianista, un saxofonista, un acordeonista que, con suavidad, nunca estridencia, te invita a hacer la digestión deambulando por aquellas callejuelas de un tipismo y de unos olores que, en determinadas ocasiones, nos hacían recordar a las de Santiago de Compostela.
 
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