La última sopa del Gran General (Relatos del ayer - 43)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en el número de enero de 2020 de la Revista NT de Binter).
 
H.D
 
 
          El anciano dejó atrás el hospital de Los Desamparados -donde en una humilde habitación vivía-.  A lentos pasos cansados, cruzó el puente que salvaba el barranco de Santos, siguió por la calle de la Iglesia y atravesó el puentecillo sobre el barranquillo del Aceite, en dirección a la Taberna de La Luna, en las Tiendas, casi haciendo esquina con la plaza de La Pila. Una vez a la semana se permitía visitar tan reputada casa de comidas, y aquel día 6 de enero de 1762, celebración de la Epifanía del Señor, con más razón. Era don Antonio el más anciano de Santa Cruz, quizá de la isla entera; había cumplido el pasado 8 de diciembre los 83 años de una vida apasionante.
 
          “Buenos días, don Antonio”, saludó Manuel, el dueño del negocio gastronómico. “Buenos días, Excelencia”, saludó también Rosario, esposa de Manuel, que admiraba especialmente a don Antonio, del que conocía, como ya todos en el pueblo, que había sido nada menos que gobernador y capitán general de la Florida, Veracruz y Yucatán, lejanas provincias de la Nueva España, y que además había contado con la amistad personal de S.M. Felipe V, a quien había salvado la vida en el transcurso de una trascendental batalla. Aunque era por su enorme generosidad y bondad por lo que más admiraban y apreciaban los chicharreros a don Antonio, por las muchas obras de caridad que habían beneficiado a los más necesitados lugareños. 
 
          Como en tantas otras ocasiones, el cojo Gerardo asomó la cara desde el umbral de la taberna, buscando a su benefactor, al que había visto dirigirse hacia el lugar. Don Antonio le hizo señas y Gerardo sonrió, mostrando las encías casi huérfanas de marfil. Al poco, Rocío, también como en tantas otras ocasiones, sirvió a los comensales la humeante y olorosa sopa de pescado, y dejó sobre la mesa una cuarta de vino de Acentejo y una generosa hogaza de pan recién horneado, que tanto gustaba al anciano mojar en el rico caldo. 
 
          El viejo general observaba cómo disfrutaba Gerardo de cada cucharada de sopa, y pensó que el muchacho debía tener su misma edad, cuando hacía 50 años dejó su pueblo natal, la norteña Villa de La Matanza de Acentejo, para embarcarse rumbo a La Habana, enrolado en el Ejército de S.M.  Había regresado a Tenerife, a sus 70 años, a mediados de 1749, luego de haber dedicado su vida al servicio de su rey y de su patria, abrazado siembre a su fe católica.
 
          Unos días después, el 9 de enero de 1762, el pueblo lloraba la muerte del Teniente General don Antonio Benavides Bazán y Molina que, vestido con los hábitos de la Orden Franciscana, como él dejó dicho, fue enterrado en la iglesia Matriz de Nuestra Señora de la Concepción. En la lápida, desgastada por el paso del tiempo, aun hoy se puede leer:
 
AQVI IACE
EL EX. S. D. ANTON. BENAVIDE.
TEN. GRAL. DE LOS R. EGERC.
NATL DE ESTA ISLA DE
TENERIFE.
VARON DE TANTA VIRTVD
QVANTA CABE POR ARTE Y
NATVRALEZA EN LA
CONDICIÔN MORTAL
FALLECIO
AÑO DE 1762
 
 
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