Trisbaldo (Cuento)
Por Antonio Salgado Pérez (Publicado por primera vez en esta página el 26 de diciembre de 2019).
Allá afuera, al borde de aquel camino de herradura, la flor de Pascua lucía su exótico bermellón; allá arriba, los riscos, barnizados de verdor, parecían como retazos de un descomunal Belén.
Allí se juntaba las formaciones de caña de azúcar con la nieve chica de los almendros; y los pinos hacían sonar al viento sus hojas de alambre, decorándose esta eclosión vegetal con las dos típicas insignias florales de Canarias: el drago y la palmera. Un candelabro para encender el fuego de la leyenda y un plumero para limpiar nubes y brisas.
- ¡Sito, tráeme el carbón de piedra!
Los naturales de aquellos contornos decían que a Sito le “faltaban algunas agüitas”, “le faltaba un hervor”. Tenía veinte años y jugaba al trompo, a los boliches y a la piola. Respondía a guanajo, a bobo, a totele. Y a la voz áspera, ronca, de su padre, rémora del manubrio y de la fragua; amigo violento del yunque, la tenaza y el martillo; una especie de protagonista circense que dobla, retuerce y hace vibrar hierros sin espectadores de taquilla; sin público proclive al aplauso, sin admiraciones. Se llamaba Trisbaldo; le apodaban “Fueguito”, por aquello del pequeño infierno de su fogón o, quizá, por su temperamento, en ocasiones, iracundo, y, en otras, de rabo de lagartija, siempre moviéndose sobre grasa, herrumbre, cenizas...
- Aquí tiene el carbón, padre. ¿Cuándo compramos, turrones, marquesotes y rapaduras?
- ¡Quítate de mi vista, atontado!
Trisbaldo odiaba las Navidades, las Nochebuenas, los Fines de Año, los Reyes... Jamás había comprendido tales festejos . ¿Turrones? ¿Sidra? ¿Belenes? ¿Juguetes? Eran fiestas estúpidas creadas por los comerciantes de chucherías y por esta insoportable sociedad de consumo.- pensaba.
Trisbaldo tenía el gesto hosco y la mirada esquiva. Nunca cantaba, ni silbaba, ni reía. Tenía los ojos circuidos de lívidas manchas de ojeras. En el labio inferior le blanqueaba un cigarrillo.
¿Era lo suyo odio o indiferencia absoluta? Lo cierto es que por indiferente u odiosa que le resultasen todas aquellas manifestaciones de convivencia familiar, él, Trisbaldo, tenía su horizonte. Y ante la esbelta flor de Pascua, oyendo los cadenciosos villancicos, zumbándole descorches; y repiqueteando en sus tímpanos tiroteos infantiles, sólo pensaba y seguiría pensando en su tesoro...
- ¡Malimpriado! - decían , apenados, sus allegados.
- ¡Qué pena de hombre!- añadían los quejumbrosos
- ¡Está como un cencerro!- opinaban los más osados.
Y Trisbaldo, con su delantal de arpillera, con manos tatuadas por el oficio untuoso; boina negra con soletas que descubrían parcelas de un cabello canoso; camisa cosida y recosida, hacía oídos sordos a tales expresiones, que consideraba deberían ser sujetas a examen y contradicción.
Por aquellos días había llegado al pueblo un “indiano”; un antiguo peón de platanera que había marchado con maleta de cartón y regresaba ahora al volante de un “haiga”. Le contaron la historia de Trisbaldo. Y se interesó por aquélla y por él.
Los ojos vivaces del herrero escrutaron al extraño, que portaba chaqueta azul y pantalón blanco; y corbata dorada. Asomaban por el bolsillo superior de su chaqueta , el capuchón de una estilográfica, la contera de un lápiz, el alambre espiral de un block pequeño.
Los grandes pabellones auditivos de Trisbaldo, de chumbera apergaminada, captaron las palabras de bienvenida de aquel personaje que aún conservaba su nativa y melosa manera de hablar, que nos hace creer que de verdad somos hermanos.
- Buenas tardes, maestro Trisbaldo.
Trisbaldo respondió a la usanza:
- ¡Las dé Dios, cristiano!
-Pasaba por aquí y quise darme una vueltecita por la fragua-, le dijo el visitante
Trisbaldo, temperamental, violento, le espetó:
-No, amigo. Sea sincero. Usted ha venido aquí para recrearse con lo que dicen de mi locura; para reírse, en sus adentros, con mis historias. No es el primero que lo hace. Está perdiendo el tiempo. Y yo tengo mucho trabajo, ¿ o es que no lo ve?
Pero el “indiano” de grueso bigote y zapatos de crepé, habituado allá, en tierras venezolanas, a luchar contra todo tipo de adversidades, no estaba dispuesto a perder su batalla, sus buenos propósitos.
- Amigo- intentó apaciguarle- está usted equivocado.
Se tomó la libertad del asiento. Y cómodo, le explicó:
-Yo estoy aquí para ayudarle. Yo he venido de tierras lejanas no sólo para compartir estas señaladas fiestas con los míos, a los que hacía mucho tiempo no veía, sino a procurar oxigenar un espíritu no sé si intoxicado de petróleo o artificialidad, no sé si de sacrificio u orgullo... He venido a comer turrón, a volver a saborear nuestro queso de almendra, a beber sidra, a procurar canturrear villancicos, a juguetear con mis hijos. Allá, en estos últimos años, comprendí todo eso de calor hogareño, convivencia familiar, amor conyugal, apartándome de libertades, gestando el ahorro. La lejanía nos abre el recuerdo haciéndonos meditar que la ambición puede destruir toda intimidad. Soy amigo de la tranquilidad, la paz y armonía, la comprensión entre los seres humanos.
¿Comprensión ha dicho?-pensó Trisbaldo. ¿Será este hombre capaz de comprender mi historia? Sus palabras no se pueden improvisar así por las buenas.
La atención de Trisbaldo quedó cautivada.
- ¿Pero y de qué forma quiere ayudarme?-preguntó.
- En realidad, no sé. Confíe en mí y yo procuraré complacerle.
El herrero dejó el martillo y la tenaza sobre el yunque
- Verá usted, le dijo al “indiano”. Me gustaría que no interrumpiera mi relato
- No se preocupe , le contestó el visitante.
- Hace cuarenta años que marché a Cuba- comenzó explicándole Trisbaldo-. Allí hice de mozo, de criado. Me había embarcado en un barco francés, de máquina, con tres hélices. El pasaje me costó doscientas pesetas. Once días estuve en alta mar. Lo pasé bien. En La Habana oí muchas historias de piratas. Cuando a los tres años regresé a estas tierras me visitó “el difunto”, Diego Sánchez, capitán de un barco encantado que encalló cerca de estas costas. Cuando fue a verme a casa yo estaba solo, barbudo; me tiró del jergón; yo creía que era el propio diablo. Si es alma de otro mundo, que me diga lo que quiere; y si es cosa mala, al infierno, le grité.
Trisbaldo, en su narración, parecía acobardado. Era como un pájaro sin refugio perseguido por el azor.
El indiano parecía absorto con el relato. Y Trisbaldo, con ciertos nudos en su verbo, prosiguió:
- Palpablemente, no lo podía percibir; por señas, sí. Y me dijo: "No soy el diablo, sino el difunto. Y quiero confiarte el sitio donde se encuentra un fabuloso tesoro oculto". Me puse muy nervioso- confesó Trisbaldo- ¿Sería presa de una cruel pesadilla? Me pellizqué y me dolió. El difunto quiso materializar sus palabras haciendo volar una caja negra, de varios centímetros de larga. "¡Te creo, difunto, te creo! ¿Qué quieres de mí? ¿Dónde está tu tesoro?" Y el difunto me contestó: "Mi tesoro, no; tu tesoro, porque yo no soy materia sino espíritu; yo no podré gozarlo; tú, sí. Hay barras, rosarios, morocotas de cincuenta gramos la pieza. Hay alrededor de cuatrocientos kilos de oro, de oro puro. Será necesario que emplees un detector de metales ocultos. El tesoro está a metro y medio de la superficie, en medio del llano, en el tomadero viejo, debajo de una cepa de platanera..." "¿Y qué me pides tú a cambio, difunto", le dije; y él me contestó: "Sólo una cosa: que me hagas un funeral, sólo eso, que me hagas un funeral."
(Y Trisbaldo, forjador de hierros e ilusiones, con pico y pala, queriendo convertir aquel extraño mandato en realidad, sabiéndose singular intermediario de secretos piratas, aliado mental de los Drake y “Cabeza de Perro”, sorribó y sorribó durante treinta y cinco largos años; todas las tardes; todas las noches; en días de fiesta; jamás en sus horas de trabajo; con puntualidad cronométrica, metros y más metros de aquellas tierras, en búsqueda desesperada de un tesoro escondido. Hasta que un día...)
- Me araron el llano. Y era tierra baluta, improductiva. Puro erial. El tractor con sus fauces metálicas borró mis huellas, mis manchas, mis derroteros. Pero no desmayé. Y seguí buscando. Y sigo haciéndolo.
El crepúsculo ponía cresta de gallo a las cimas de los montes lejanos. El “indiano”, de chaqueta azul y pantalón blanco, de corbata dorada, modificó su estatuaria posición, se levantó, se dirigió a Trisbaldo, y le repitió:
- Procuraré complacerle.
Y se marchó.
Por aquellos caminos de herradura bordeados de flores de Pascua, el dueño del “haiga”, sacó una conclusión:
- Este hombre está loco.
Luego, meditó:
- Pero también es verdad que de la locura a la genialidad sólo hay un paso.
Mientras en las surtidas mesas se paladeaban, entre otras viandas, turrones, marquesotes y rapaduras, Trisbaldo rompía terrones con su pico y con su pala. Y la ventisca seguía siendo su villancico.
Las plataneras seguían mojando sus hojas en la espuma de aquella paz rodeada de mar por todas partes, donde sus habitantes, gladiadores de volcanes, auscultadores de aguas, seguían protegiendo con lavas sus cosechas. Dicen que una ciclópea oquedad vomitó allí su fuego antes del Diluvio, gestando cráteres como agujeros de un golf para dioses y titanes.
Cuando días después el campanario de la vieja ermita desgranó los doce sonidos, el jubiloso ¡Feliz Año Nuevo! fue para el herrero un rutinario “Mañana será otro día”
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El cartero del lugar jamás había sido portador de un paquete tan voluminoso y pesado. Era, según parecía, un pedido especial. Las señas indicaban que debía entregársele personalmente a Trisbaldo, el herrero.
En las callejuelas del pueblo, el bullicio infantil era estridente, producido por toda clase de ruidos, desprendidos de tambores, matasuegras, cornetas, metralletas, revólveres de mixtos, depositados la noche anterior en zapatos, lonas y alpargatas de niñez.
Los nudillos golpearon suavemente la puerta de Trisbaldo. Y salió Sito, legañoso, amarillento, que abrió desmesuradamente sus ojos de persiana ante aquel paquete que portaba el hombre de gorra de plato y visera.
- Es para tu padre-le indicó.
- ¡Padre, los Reyes Magos le han dejado un regalo- pronosticó, gritando, el muchacho.
Trisbaldo, moqueando, pasándose el dorso de la mano izquierda por la nariz, preguntó extrañado:
- ¿Qué es eso?
- Pues no lo sé. Ábralo- le aconsejó el cartero.
Trisbaldo, por primera vez en su vida, no tenía el gesto hosco ni la mirada esquiva. Esbozó una pícara, débil, inigualable sonrisa. Él, fiel protagonista de la alpargata de azabache grasiento, se sentía ahora como un niño con zapatos de charol. Estaba experimentando una nueva, una, para él, inexplicable imagen, sin realidad, sugerida por la imaginación. Era la ilusión.
- Ábralo, maestro Trisbaldo- insistió el cartero.
Pero aquel paquete estaba aferrado a sus manos como el hierro al rojo vivo en sus tenazas de fragua. En la cubierta de dicho paquete había una inscripción que el herrero no pudo descifrar : “Detector of metals.. Made in U.S.A.”
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