Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004) (II)

 
Por Antonio Salgado Pérez  (Retazos de su libro Bye, Bye, Vivencias de un tinerfeño en Inglaterra (1974-2004), publicado en 2006)
 
 
 
 
El navegante solitario
 
          En el estío de 1977, el gremio infantil y adolescente ya comenzó a explicarse en Barajas aquello de la carestía de vida: una Coca-Cola, 35 pesetas; un bocadillo, 125. Pero nadie dejó de beber ni de comer. Ante todo, eso sí, el estómago, que parecía no haber quedado muy satisfecho con el almuerzo brindado en el vuelo Tenerife- Madrid, a bordo del Ciudad de Barcelona.
 
          Allí, en Barajas, dejamos en “consigna” a un querubín de rizos de oro y diez primaveras que luego seguiría rumbo a Alemania dándole a la expedición toda una lección de espontaneidad e intrepidez, no sabemos ciertamente si por parte de él o de sus padres, que en Los Rodeos nos recalcaron: “ahí, con Vds., en ese avión, va toda nuestra vida”, si tenemos en cuenta que también, a Londres, íbamos en compañía de dos pequeñas hermanas del citado “navegante solitario”, que por su desparpajo y salero natural ya era sobradamente conocido en dicho aeropuerto por anteriores periplos al que siempre acompañaba una especie de enorme escapulario con sus señas personales y objetivos a cumplir.
 
          La verdad es que la expedición se impresionó un poco al observar que íbamos a realizar el vuelo Madrid-Londres en un impresionante DC-10 McDonnel Douglas, de Iberia, que para llegar a él teníamos que superar como unos cuarenta escalones desde la pista a las cabinas. El nudo se produjo al mencionarse, claro está, lo de “Yumbo”; ya saben, por aquello de los dos aviones de este tipo en nuestro inefable Los Rodeos, que batió trágico récord.
 
          Pero el nuestro no era, precisamente, un Yumbo, pero sí su hermano menor. Una especie de diplodocus metálico en cuyo generoso estómago se ubicaron cerca de cuatrocientos pasajeros, que rompían, sin pretenderlo, la proximidad y familiaridad que nos había proporcionado el recordado Ciudad de Barcelona, al que luego veríamos descansar en pista muy próximo a otro aparato que la noche anterior había tenido que sufrir una emergencia al fallarle el tren de aterrizaje y tener que tomar tierra con el fuselaje.
 
          Acomodados  -y nunca mejor empleado el vocablo- en aquel descomunal túnel con apariencia de psicodélico hospital por la blancura de sus paneles, el grupo estudiantil, antes de iniciarse la salida, no dejó de husmear los servicios, la delantera y trasera del salón; las pantallas cinematográficas -sólo usadas en vuelos más largos- el mando de luces y canales musicales de cada asiento, interesándose por el menú de la tarde, que consistía en tres lonchas de jamón serrano, un poco de queso y las protocolarias chucherías, por cierto tan inmovilistas como faltas de originalidad.
 
Vacíos los recipientes del mareo
 
          El londinense aeropuerto de Heathrow (Terminal 2) nos recibió con 21º grados; con túneles de piso suave y engomado; sus respetadísimas colas; sus impertérritos funcionarios de pasaportes, su riada de Babel…
 
          Un poco más allá, en la oscilante cremallera que nos devolvía bultos y maletas, la chiquillería veía abonado campo para la diversión con los “trolley”, esa especie de carrito de tres ruedas que sustituía al maletero, que prácticamente ya no existía en el citado aeropuerto.
 
          De momento, habían quedado atrás las azafatas, con sus estandarizadas sonrisas; los tripulantes, algunos de los cuales sólo estaban pendientes de vender alcohol y perfumes. Quedaron vacíos en el respaldo de los asientos aquellas  intranquilizadoras bolsas con el “utilícese como recipiente en caso de mareo”. Habíamos perdido de vista a aquel pariente del “Yumbo”,que acababa de vomitar de su tubular panza aproximadamente unos cuatrocientos pasajeros que habían visto consumirse casi dos horas en el vuelo Madrid-Londres, donde nuestros estudiantes pudieron darse perfecta cuenta de su despegue casi vertical y de su imperceptible toma de tierra, binomio aeronáutico que luego, al parar motores, nuestros jóvenes premiaron con sonoros aplausos a los más directos responsables de tan formidables operaciones. Aplausos sin el calor ni la familiaridad de los surgidos en el vuelo Tenerife-Madrid por la sencilla razón de que en el Ciudad de Barcelona, con sólo cien plazas, existió siempre más intimidad, sin mamparas ni pantallas que estorbaran una panorámica general.
 
          Sí; ahora estábamos inmersos en el bullicioso mundo del “trolley”, que nos lo proporcionaban, tras lucir risueño teclado de dientes marfileños, oriundos de Jamaica y cetrinos de Pakistán. Como no había “nada que declarar” o “no se quería declarar”, la Aduana en esta ocasión no existió para los miembros de nuestra expedición.
 
          A la salida, las guaguas, ahora “coaches”, que serían los mudos testigos de disgregar al hasta ahora alborozado grupo. Dieciocho niñas y ocho niños, con dirección a Clacton-on-Sea; para Hertford, doce niñas y siete niños. Hemos dicho al “hasta ahora alborozado grupo”. En efecto. Aunque para ninguno era un secreto esta división, la misma trajo, en tierras británicas, los primeros nudos; las primeras lágrimas, cierta tristeza y melancolía. Era la inevitable y nostálgica etapa de decirnos adiós. Eran exactamente las veinte horas. Y el sol brillaba, encandilaba y nos ofrecía tibieza en aquel marco de besos, abrazos, apretones de manos y flamear de algún que otro pañuelo y algunos que otros brazos en aspas. Porque este conjunto de juventud, sentía, padecía, gozaba y disfrutaba; se manifestaba con mucha más sinceridad y vehemencia, con sus propios compañeros y amigos, que con sus más íntimos familiares. Puede que todo fuese un espejismo. Pero así lo vimos en aquel  adiós a la salida del aeropuerto de Heathrow, en aquel atardecer del mes de junio de 1977.
 
El perro se llama Brandy; y su madre, Coñac
 
          Los llamaron por la tarde; estaba comenzando a oscurecer. La voz femenina era quejumbrosa:
 
          -La niña no es feliz. Está llorando. Convendría que viniesen ustedes a ver si logran calmarla.
 
          (Clacton-On-Sea nos pareció en aquel momento, y a nuestro modesto juicio, toda una obra de arte urbanístico. A lo largo de amplias y limpísimas calles, chalecitos, primorosos “cottages” de no más de dos plantas cada uno de ellos. Delante de todos, un jardín, que en algunas casas parecían diminutos invernaderos del mimo y cariño con que los cuidaban; detrás, una parcela para múltiples labores: tendido de ropa, garaje, sitio de expansión para los pequeños; huerta donde se cultivaban patatas, lechugas, acelgas, tomates, etc.)
 
          Al llegar, en lo alto de la escalera, una niña sentada, asustada, mirando fijamente los barrotes. Era una francesita que compartía la habitación con la afligida, que en aquel momento estaba con el matrimonio inglés al que acompañaban sus dos hijas, también de cortas edades. Nuestro personajillo, tinerfeña, aún mostraba el clásico “bico” de llanto; esa respiración entrecortada, como de saltitos, que puede ser preludio o epílogo de nuestro familiar “pucherito”. Al vernos pareció calmarse. Y cuando con mucho tacto comenzamos a preguntarle las cosas más insignificantes, comenzó a confesarnos:
 
          -Esta tarde la familia me ha dado arroz con carne. No tenía ganas de comer pero no dejé nada. Un poco antes había hablado por teléfono desde aquí con mis padres, que me llamaron desde Tacoronte. Les aseguro que no me puse nerviosa; que hablé mucho con ellos pero cuando me iba a despedir no pude aguantar la “llantina”. Lo paso muy bien con esta familia. Me gustan sus dos hijas. Pero no puedo hablar nada con ellos. Y apenas puedo jugar con las niñas porque no comprendo sus puzzles. Y la niña francesa me parece un poco extraña: siempre está mirándome fijamente y nunca me dice nada.
 
          -¿Pero, por qué lloras?
 
         -Porque me acuerdo, a cada instante, de mi abuelo. Pero pueden estar ustedes tranquilos. Cuando me llamen otra vez de Tenerife no volveré a llorar porque esta tarde, tras colgar el teléfono, pensé al instante lo preocupados que pude dejarles.
 
          La chiquilla tiene un rostro encantador. Su “bico” nos deshace el alma y cuando sus ojitos con esbozo de Shirley McLaine se humedecen uno no sabe cómo contener el nudo para evitar el contagio. Luego, sin lloros, siguió siendo lo que había sido hasta la fecha: una niña feliz y sonriente, que nos decía alborozada dos días más tarde:
 
          -Hablé con mis padres y supe contenerme. Ya charlo con la señora de la casa. Cuando está toda la familia unida es más difícil porque hablan entre ellos. Por la televisión, con los dibujos animados y espacios infantiles, me divierto mucho y entiendo algo de lo que dicen. ¡Ah!, a la francesita han venido a buscarla sus padres porque según Mrs. Aylott, que es la señora de la casa donde estoy, empezaron a salirle unas ronchitas en todo el cuerpo. Por las mañanas, en las clases, se me están dando muy bien los dictados.
 
          La experiencia en tierras extranjeras con estas criaturas ha sido todo un tratado de psicología infantil y juvenil. Hay unos casos que llaman más poderosamente la atención que otros. Pero, en el fondo, todos han tenido su interés y preferente atención.
 
          ¿Cómo explicarles el pequeño choque que sufrió una de ellas cuando a la acostumbrada hora de la merienda -que no existe en Inglaterra, ya que a las seis se suele cenar- no pudo probar bocado porque resultó “demasiada merienda” para más tarde cenar…?
 
          ¿O la llamada angustiosa de Débora, de apenas nueve años, que a través del hilo telefónico preguntaba cómo se decía en inglés “manzanilla”, ya que había vomitado la cena y no sabía cómo decirle a la familia que le preparara tal infusión?
 
          Otros expedicionarios creían que sólo habían venido a Inglaterra a divertirse; a bañarse en las larguísimas playas de Clacton o tirarse en las impecables alfombras de césped de Hertford; a montar en bicicleta o a gastar el tiempo y dinero en los “amusements”, auténticos paraísos para las diversiones juveniles, con un fascinante mundo de juegos electrónicos y tragaperras, anexos a otro mundo de norias, “cochitos locos”, delfinarios y piscinas cubiertas.
 
          Pero las normas eran estrictas. Y había que cumplirlas gustase o no gustase. De cinco a cinco y media de la tarde cada uno de estos estudiantes debía encontrarse en sus respectivos domicilios. Podía darse el caso de que los sábados y domingos fuese la propia familia anfitriona quien los llevase a disfrutar de los entretenimientos; o visitar la ciudad, si es que antes no lo habían hecho con excursiones y paseos que brindaba el propio centro docente.
 
          Los niños suelen ser muy comunicativos. Cuentan todo aquello que acontece a su alrededor.
 
          - ¿Sabe? -nos dijo uno de ellos-. En la casa donde estoy el perro se llama Brandy y su madre, Coñac.
 
          - Pues en la mía  -intervino otro- hay una niña de Toulouse que es tan nerviosa que acabó quitándose, una a una, sus pestañas, y ahora está pelándose la frente.
 
          - En la mía puedo tocar un órgano electrónico.
 
          -A mí me ha tocado vivir en un palacio. Los señores me quieren muchísimo. Incluso no me dejan pagar las conferencias. Van a decirles a mis padres si me puedo quedar con ellos todo este verano.
 
 
 
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