La huella isleña en la Luisiana (Relatos del ayer - 40)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en la Revista NT de Binter el 1 de octubre de 2019).
 
  
          Desde la toldilla del navío San Ignacio de Loyola, fondeado en la rada de Santa Cruz de Tenerife, a media mañana, su capitán, don Félix de la Cruz, observa el comienzo del embarque de los 115 reclutas y sus familias, que suman 426 isleños, entre los que se encuentran 37 niños de pecho, todos a cargo del oficial Martín Palao. El buque zarpará ese atardecer del jueves 29 de octubre del año de Nuestro Señor de 1778, con destino a Nueva Orleáns, en la Luisiana (cuyo gobernador es el coronel Bernardo de Gálvez), provincia perteneciente a la Capitanía General de Cuba, en el Virreinato de la Nueva España. Por orden de S.M. Carlos III, desde Canarias partirían varias expediciones de isleños hacia aquellas tierras al norte de las Indias Occidentales, con el fin de ser pobladas y en ellas se ganaran la vida sus nuevos habitantes. 
 
          De la Cruz examina la lista de reclutas (que reforzarían la guarnición militar) y sus familiares. El contramaestre da cuentas al capitán de la carga ya efectuada, que comenzó dos días atrás, de cien quíntales de pan bizcocho, las partidas de gofio, papas, semillas para la siembra, pescado y carne salados y setenta pipas de agua; más ocho carneros, veinte machos cabríos castrados, seis cochinos y diez docenas de gallinas. Algún incidente causó un gorrino que saltó del bote al agua, y gran esfuerzo tuvieron que hacer los marineros para regresarlo a la embarcación. Ahora, el capitán observa a través del catalejo a las familias despedirse en el muelle. Hombres y mujeres abrazan a sus hijos y nietos en la partida, muchos con lágrimas en los ojos, a sabiendas de que no volverán a encontrarse. A la esperanza de una vida mejor la envuelve la incertidumbre de lo que hallarán en aquellas tierras lejanas. Y no es baladí la angustia que a la mayor parte de los que van a partir les suponen los, al menos, dos meses de navegación por ese mar inmenso al que llaman Atlántico, bajo cuyo manto azul viven criaturas capaces de engullir una vaca de un solo bocado, y en sus aguas levantarse olas por encima de los mástiles de los grandes navíos. 
 
          No es la primera expedición de canarios con destino a la Luisiana, esta es la tercera (y la segunda que hará la travesía sin arribar a La Habana, directo a Nueva Orleáns), también lo hizo el pasado 20 de octubre el navío La Victoria con 292 tinerfeños. Entre 1778 y 1779 zarparían desde Canarias a la Luisiana seis barcos con 2.021 isleños de Tenerife, Gran Canaria, Fuerteventura, Lanzarote y El Hierro. 
 
          Al sol lo oculta ya el imponente macizo de Anaga. Sobre la cubierta del barco, de la mejor manera posible, se acomodan algunas familias; otras lo hacen en la bodega, aunque mejor se está al aire libre, oliendo mar y no el tufo del ganado. Algunos niños lloran, otros lo dejan de hacer, amamantados por sus jóvenes madres.
 
          El San Ignacio de Loyola arribaría al puerto de Nueva Orleáns el 9 de enero de 1779, sin que se produjera ningún incidente de relevancia a bordo. Aún hoy, allí queda la huella isleña.
 
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