Cómo perdió Nelson un brazo en Tenerife

Por Clennel Wilkinson  (Opúsculo, posiblemente un capítulo de su libro Nelson,  traducido del inglés por F. Villaverde. Publicado en la colección Biblioteca Canaria y editado por Libreria Hespérides (ca. 1930)

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I

            Hacía tiempo que el almirante lord St. Vincent y el contralmirante Horacio Nelson querían saber qué era de los barcos que traían ricos tesoros de Manila y de las Indias occidentales, esperando en Cádiz por aquellos días. ¿Qué harían cuando encontraran la flota británica entre ellos y España, y su propia escuadra vencida y bloqueada en el puerto? A lord St. Vincent y a Nelson, que discutían el caso por carta o ante una botella de vino de Oporto en el camarote del barco insignia, les parecía probable que tales barcos fondearan en el puerto de Santa Cruz de Tenerife. Consultado Troubridge, dió la misma opinión. Nelson obtuvo un informe sobre las defensas de Santa Cruz y lo entregó al comandante en jefe.

           Se les ofrecía, pues, un caso propio para una operación combinada, naval y militar, y la primera idea de Nelson fue que se tratara de obtener del general Burgh (que estaba en viaje de regreso de Elba, con escolta naval) el permiso para que la anterior guarnición de su mando se desviara hacia Tenerife. ¿Será necesario decir que se negó a ello? Inmediatamente acudieron a O’Hara, comandante de las tropas de Gibraltar, que era más emprendedor. Pero éste ni se atrevió a resolver nada, aunque accedió a prestar la artillería, ni aún la perspectiva de un buen botín hubiese conmovido a los soldados. En aquellos momentos se recibió la noticia de que había entrado en Santa Cruz un barco del Tesoro, probablemente de Manila. Lord St. Vincent no pudo ya contenerse. Resolvió atacar y, naturalmente, escogió los más activos de sus subordinados para este peligroso deber. Cuando Nelson supo que iba a mandar la expedición, saltó de gozo. Sus cartas están llenas de jocosidades sobre lo que iba a hacer de Santa Cruz de Tenerife. Llevó consigo a Troubridge y declaro que con el general Troubridge en tierra y yo a bordo tengo seguro el éxito. “En cuanto yo vea Santa Cruz, en diez horas se decidirá su suerte”

           Hizo esmerados planes. Se le permitió que escogiera barcos y tomó el Theseus (capitán Miller, antes del Captain), Culloden (capitán Troubridge), Zealous (capitán Samuel Hood), Leander (capitán Thompson), la Seahorse (capitán Fremantle), la Emerald (capitán Waller) y la Terpsichore (capitán R. Bowen). Conviene indicar que casi todos estos capitanes eran antiguos amigos,. Nelson envió de avanzadas las fragatas Seahorse, Therpsichore y Emerald, que llevaban a bordo las fuerzas de desembarco, compuestas de unos 1.000 hombres, mandados por Troubridge, incluyendo 250 marines al mando del capitán Oldfield. Iban acompañados de todas las lanchas de la sección, y llevaban escalas de sitio para usarlas en tierra. Se dieron instrucciones especiales, relativas a la ropa de verano para los hombres.

 II

            La ciudad de Santa Cruz está rodeada de eminencias, prácticamente inaccesibles hacia el Sudoeste, y que se elevan a mayor altura que la blanca ciudad; de manera es que una mitad de ella está inserta en una profunda sombra, Poe el otro lado, es decir a la derecha de los ingleses, conforme estos se acercaban, y a poca distancia de la ciudad, se levanta el fuerte, también rodeado de peñascos.

           La intención era llegar a la costa de noche y desembarcar antes del amanecer en la playa existente entre la ciudad y el fuerte. Entonces tomarían el fuerte y dirigirían sus cañones sobre la ciudad, que seguramente se rendiría. Pero la suerte le fue adversa a Nelson desde que se hizo a la vela. A media noche estaban las fragatas a unas tres millas de su objetivo; pero una corriente muy intensa contra ellas y un viento de costa las retuvieron de tal manera que cuando el sol se levantó por encima de las colinas detrás de Santa Cruz, allí estaban las naves inmóviles, a una milla del sitio designado para el desembarco. Los habitantes de la ciudad las descubrieron, estremecidos. En el acto volvió la plaza a la vida como un enjambre de abejas interrumpidas en su reposo. Detrás de las fragatas aparecieron a lo lejos los grandes barcos de línea. Entonces, Troubridge, que había estado escudriñando ansiosamente la costa con su anteojo, saltó a un bote y acompañado de Oldfield y de Bowen, remó hacia el Theseus, para consultar con Nelson, Pensaron que si pudieran coger las eminencias más altas que el fuerte, éste podría ser tomado por asalto desde allí. Para ello, Nelson acercaría dos barcos grandes, con intención de cañonear desde el mar las murallas de la ciudad y crear de este modo una diversión, mientras atacaba los fuerte. Pero, en primer lugar, se encontraron con que los navíos de línea, por causa de las corrientes, no podían estar a menos de tres millas de las murallas, y, en segundo lugar, que las colinas estaban ya cubiertas de hombres dispuestos a disputar la posesión de ellas. Hay que añadir que hubiera sido más probable la toma de las alturas si Troubridge hubiese conducido inmediatamente a tierra las fuerzas de desembarco, en lugar de volver atrás para consultar con el almirante. Demostró éste, por una vez en su vida, una desdichada carencia de iniciativa, que a Nelson, a juicio de cualquiera, le hubiera sido muy difícil de olvidar. En alguna parte observa que si él hubiese estado con las fragatas, el ataque hubiese sido inmediato, pero nunca censuró a Troubridge y continuó depositando gran confianza en él.

 III

           Nelson cambió de plan. Un de Burgh o un O’Hara hubieran abandonado enseguida la expedición, y en este caso los soldados hubiesen tenido razón. Pero en aquel tiempo había en la Armada un terco espíritu belicoso que se negaba a admitir otra derrota, y si Nelson era el ejemplo más notable de es espíritu, ahora que estamos recordando su primer fracaso serio, es justo indicar que, en su determinación de ir al ataque, parece que tuvo el afectuoso apoyo de todos los oficiales de su división naval. La nueva idea era atacar de noche a la ciudad misma. Los hombres que habían desembarcado en las cercanías del fuerte fueron reembarcados el 22 de julio; pero durante todo el día siguiente continuaron los barcos haciendo demostraciones contra el fuerte, disparando por elevación, como para dar la impresión de que aquel era todavía el objetivo. Nelson pasó el día ordenando su plan de ataque, labor que constituye un documento largo y admirablemente explícito. Las lanchas tenían que avanzar contra la ciudad en seis divisiones separadas, unas remando, otras remolcadas, de manera que cuando la gente desembarque se encuentren juntas las lanchas de cada barco. Debían ir hacia el muelle del centro del puerto. En cuanto se abra el fuego contra ellas, deben soltar las cuerdas de remolque y bogar separadamente, Nelson mismo estaría en el centro y tendría a su lado a Fremantle y a Bowen. El cúter Fox, mandado por el teniente Gibson y que llevaba 180 hombres, tenía que seguir a las lanchas. El ataque debía empezar a las once de la noche del día 24.

  IV

           Aquella noche fatal, no mucho antes de lo que ahora llamaríamos hora cero, Nelson y algunos de sus antiguos amigos de la escuadra, Troubridge, Miller y Fremantle se reunieron a cenar a bordo de la Seahorse, cuyo capitán era este último. Nelson había estado en su camarote, ocupado en revisar papeles y quemando cartas privadas, con la ayuda de su hijastro Josiah. “Ya creía que no iba a volver” dijo después a Jervis. Y aún indicó a Josiah que se quedara detrás, por la razón de que si los dos morían, no quedaría ninguno para cuidar a lady Nelson. Pero el muchacho había sido destinado a la sección de atacantes e insistió con vehemencia en que iría.

           El capitán de la Seahorse se había casado recientemente, durante el servicio de la escuadra en el Mediterráneo, y, disfrutando de la tolerancia de aquellos días, tenia su esposa a bordo. Hecho que constituía un atractivo magnífico. La joven presidió ruborosa la mesa, y es indudable que su presencia contribuyó en gran manera al éxito del banquete; pero la tensión nerviosa producida por aquellos deberes sociales en un momento en que su marido iba a emprender una lucha a vida y muerte, hubiera sido bastante para agitar aún a la mujer más fría de hoy. Así, pues, aquellos hombres, tostados por el sol, cenaron y disfrutaron indudablemente en la cena, y aún bebieron por el rey y por el éxito de la expedición. Salieron sosegadamente de aquel sitio unos cinco minutos antes de las once y fueron remolcados a sus respectivas estaciones en la línea irregular de barcas, ya flotando en la oscuridad. A una señal dada, toda la masa se puso silenciosamente en movimiento hacia delante y desapareció en dirección a la ciudad  La señora de Fremantle tuvo que esperar tres horas.

  V

            Todas las lanchas, como ya se ha dicho, tenían órdenes de ir a lo largo del muelle. ¿Qué hubiera sucedido si se hubieran podido llevar a cabo estas instrucciones? Difícil es decirlo, porque los españoles, como se vio después, tenían cañones apuntando sobre este sitio y una fuerza de grandes soldados en el extremo del muelle hacia tierra. Pero lo cierto es que la mayor parte de las lanchas no llegaron al muelle y se encontraron con que iban a tierra entre los rompientes, unas al Sudeste (derecha) y otras al Sudoeste (izquierda) de aquél. Según el memorándum que Nelson hizo de la acción, todas las lanchas que intentaron tomar tierra a la izquierda del muelle naufragaron, pero del informe de Troubridge a Nelson, fechado el 25 de julio, se deduce que aquella afirmación es exagerada. Troubridge mandaba las de la derecha. Nadie hubiera sospechado en él dotes periodísticas, pero su relato del desembarco en aquel lado es extraordinariamente vivo. Dice que muchas barcas viéndose enfrente de aquellas grandes rompientes, retrocedieron y volvieron a sus barcos. De las que tomaron tierra, la mayor parte fueron capturadas y toda la munición de armas pequeñas que llevaban los marinos quedó empapada de agua… De las escalas de asalto, ni una llevaron a tierra, Puede decirse que los invasores, más que desembarcar eran arrojados por las olas a la orilla, Pero Troubridge, con Waller, de la Emerald, que había desembarcado cerca de él, reunió a los hombres que pudo encontrar y avanzó por las calles de la ciudad a la plaza principal, que había sido anotada por Nelson como lugar de cita.

 VI

            Hay que verlos en la plaza de aquella ciudad española: unos pocos soldados de Marina, vestidos de rojo y una multitud de marineros, provistos de machetes, armas cortas y picas, esperando verse atacados de un momento a otro. Casi todos sus mosquetes estaban inservibles. Una hora hacía que esperaban, oyendo muy de cerca los cañonazos, (sin duda en el muelle), y Troubridge, que confiaba excesivamente en su fuerza y aún esperaba rendir a los españoles, envió a un sargento con dos caballeros de la ciudad a intimar la rendición de la ciudadela. Pero “temo que el sargento ha sido fusilado en el camino, porque no he vuelto a saber más de él”. Atacar la ciudadela sin escalas de asalto hubiera sido absurdo. Cuando Troubridge supo que los capitanes Hood y Miller habían desembarcado a la izquierda del muelle, marchó a unirse con ellos y al romper el alba se encontró otra vez en el centro de la ciudad, a la cabeza de unos 800 hombres y con cierta cantidad de munición seca, que había sido obtenida de prisioneros españoles. ¡Ni un hombre se había unido a ellos, procedente del muelle donde estaba Nelson!  Como la dilación era peligrosa, puso su pequeña fuerza en movimiento ”para ver que se podía hacer con la ciudadela sin escalas”; pero encontró "todas las calles tomadas por piezas de campaña y más de 8.000 españoles y 100 franceses armados, que se acercaban por todas las avenidas”. Aunque consideremos exagerado ese número, es lo cierto que la situación era desesperada, porque no tenían un bote que no estuviera roto, ni tenían provisiones, ni tiempo para procurárselas, ni órdenes del comandante en jefe, que, probablemente, estaría muerto.

           En tales circunstancias, Troubridge obró con laudable iniciativa. Envió una bandera de armisticio al gobernador español, declarando que incendiaría inmediatamente la ciudad y se retiraría luchando, si no se aceptaban sus condiciones, que eran éstas: los ingleses regresarían a sus barcos con todos los honores de la guerra; la escuadra británica se comprometía a no molestar más a Santa Cruz y canje de prisioneros. Desde luego, esto era pura baladronada, y como tal debía haber sido reconocida, pero el gobernador español no quiso llamarla así. Aceptó las condiciones. Hizo más. Puso todos los ingleses heridos en el hospital, donde fueron tratados de la mejor manera posible y provistos de todo lo necesario, y además hizo saber que lejos de apresurar que los huéspedes ingleses apresurasen la marcha, “los barcos británicos estaban en libertad de enviar gente a tierra y comprar cuantos refrigerios necesitan, durante el tiempo que estén frente a la isla”. “Noble y generosa conducta”, como dijo Nelson.

 VII

            Pero ¿qué había sucedido en el muelle? Éste fue el primer fracaso de la carrera de Nelson, y sus biógrafos se habían acostumbrado a pasar por él como por ascuas, es decir, a tratarlo sucintamente. Fue, en efecto, un fracaso, pero heroico, digno de ser clasificado en Zeebrugge. Nelson dice que no fueron descubiertos hasta que estuvieron “a tiro del desembarcadero”. Entonces, cuando silbó la primera descarga por encima de sus cabezas, dio a las lanchas la orden de que se desembarazasen unas de otras, lo que hicieron inmediatamente, y toda la flotilla se lanzó con ruidosa alegría hacia la costa. No pudo ver lo que ocurrió a la derecha ni a la izquierda de él; pero su propio bote, con los de Fremantle y Bowen y cuatro o cinco más, que estaban en el centro de la línea, llegaron directamente al muelle. Allí se concentró el fuego de 20 o 30 cañones, situados algunos de ellos en el muelle mismo; pero las lanchas avanzaron en línea recta, bajo las bocas de los cañones y los marineros y los soldados de Marina saltaron a tierra, se arrojaron contra los defensores y los ahuyentaron. Todos los cañones estaban clavados. Pero fue imposible avanzar otro paso. “Era tan nutrido el fuego de mosquetería y de metralla de la ciudadela y de las casas que estaban en la cabeza del muelle” -dice Nelson- “que no pudimos adelantar y casi todos estábamos muertos o heridos.” Bowen perdió la vida. Fremantle cayó. Ni un jefe quedó ileso.

           Nelson mismo, cuando salía del bote, una bala le atravesó el brazo derecho. Tenía el codo enteramente destrozado. Retrocedió y cayó en brazos de su hijastro Josiah. “Me han herido en el brazo”, exclamó, “soy hombre muerto.” Pero cuando se le cayó de la mano derecha, ya sin nervios, al fondo del bote, la espada, que en tan alto aprecio tenía, porque se la había regalado su tío Mauricio Suckling, se bajó apresuradamente para cogerla con la mano izquierda y la cogió… Éste fue el momento grande de Josiah. En ningún otro punto de la historia puede justificar algo el biógrafo de Nelson, relativo a este insignificante pariente. Pero ahora, Josiah, al ver la menuda figura de su padrastro y protector languideciendo en sus brazos, obró con una serenidad y una prontitud, reconocidas siempre por Nelson y que indudablemente le salvaron la vida. “El muchacho” -decía Nelson-  “me debía  atenciones, pero me las pagó sobradamente  trayéndome del muelle de Santa Cruz.” La sangre fluía libremente y observando que el verla aumentaba el abatimiento de Nelson, Josiah cubrió la herida con su sombrero y quitándose un pañuelo de seda que llevaba al cuello, ató fuertemente el brazo por encima de la herida. Un hombre llamado Lovell, de la tripulación de la falúa de Nelson, se rasgó la camisa en tiras y con ellas hizo un vendaje, Josiah cogió entonces un remo y rogó a la tripulación del bote que le ayudasen a pasar por debajo de los cañones de las baterías, que todavía les seguían haciendo fuego, de manera que los proyectiles pasaran por encima de sus cabezas. ¿Qué quedó de las dotaciones de lo otros botes que fueron desatracados al mismo tiempo? 

          Nelson estaba tendido en el fondo del bote. De pronto pidió que lo levantaran para ver lo que pasaba a su alrededor. Todavía era de noche, pero en la escena de destrucción de aquel puerto fatal (lanchas flotando con la quilla hacia arriba; otras remando desesperadamente para salvarse; carretes de las escalas perdidas sobre las aguas) pudo reconocer todas las señales de la derrota. Y en aquel momento, cuando aún estaban mirando alrededor, se oyó un grito general de la tripulación del Fox. Este cúter había recibido un proyectil a flor de agua y se hundió en un instante con toda su tripulación. Ahogáronse el teniente Gibson y 97 hombres. La falúa del Almirante se puso a un costado para ayudar en el trabajo de salvamento, y gran parte de la buena labor de Josiah se echó rápidamente a perder, porque Nelson insistió en situarse arriba y usar el brazo izquierdo para sacar del agua a los hombres que hacían inauditos esfuerzos para salvarse. Recogieron tantos que llenaron enteramente el bote, y entonces siguieron remando hacia los navíos inglese, todos tan lejos todavía… De aquello infelices hombres, mojados y vencidos, ni uno dejó de compadecerse sinceramente al ver a Nelson tendido entre ellos, pálido y doliente.

 VIII 

            Por fin llegaron a la nave que estaba delante de todas, pero cuando se disponían a subir a ella, Nelson la reconoció y se negó a salir de la falúa. Era la fragata Seahorse. “Antes morir”, exclamó, “que alarmar a la señora Fremantle al verme en este estado y sin poder darle noticia alguna de su marido.” (Fremantle fue traído después, herido también en el brazo derecho, pero de tal gravedad, que en todo un año no pudo prestar servicio ni asistió al combate de Aboukir). Ordenó que remaran hacia el Theseus. Cuando uno pidió una silla desde el penol de una verga, gritó impaciente que la falúa tenía que volver inmediatamente al lugar del combate y que echaran una cuerda por el costado. Así lo hicieron, y agarrándose a ella con el brazo sano, lo subieron tirando a cubierta, y allí dijo: “Dejadme solo. Todavía me quedan las dos piernas y un brazo. Decid al cirujano que venga pronto y traiga los instrumentos. Ya sé que pierdo el brazo derecho. Por consiguiente, cuanto antes lo corten, mejor.”

           Así es, lisa y llanamente, como se portó Nelson, después de la primera conmoción de haber sido herido, con aquella especie de heroísmo histriónico que era natural en él. Los gestos y las frases citados arriba proceden de Harrison o Clarke y Mac Arthur y han debido ser adornados un poco. Pero este último incluyó un relato del regreso de Nelson a su barco, escrito por su amigo el joven guardiamarina Hoste, que fue uno de los oficiales que habían quedado a bordo, en lugar de ir con la sección de desembarco. Dice Hoste:

           “A las dos de la madrugada volvió a bordo el almirante Nelson, terriblemente herido en el brazo derecho por un casco de metralla. Al juicio de usted dejo, señor, mi situación cuando ví acercarse nuestra falúa con la persona que, bien puedo decir, ha sido un segundo padre para mí, con el brazo derecho colgando por su costado, mientras subía con el izquierdo por el del barco, mostrando un valor que asombró a todos. Soportó la amputación con el mismo espíritu y la misma firmeza que siempre marcó su carácter.”

           El único recuerdo de Nelson de esta operación parece haber sido, digámoslo con sus mismas palabras, “la frialdad del cuchillo” cuando hizo el primer corte circular a través de los tegumentos y músculos. De esto se acordó toda su vida. Años después, estando en el Victory, el cirujano del barco, Magrath (después sir Jorge Magrath, inspector médico de hospitales y escuadras), habiendo oído hablar de este tema, adoptó como regla la costumbre de tener agua caliente en el sollado para sumergir en ella el cuchillo y otros instrumentos. Le cortaron muy alto, casi cerca del hombro, de manera que podemos suponer que el daño no estaba confinado en el codo o que se temía la gangrena. De todos modos, en lugar de arrancar unos pocos filamentos rotos, cortaron por la parte superior del brazo. Lo peor, aunque él no lo supo en aquel momento, fue que aplicaron la ligadura tan torpemente a la arteria humeral, que la herida no cicatrizó en muchos meses.

           Al mismo tiempo, Nelson continuó demostrando su asombroso estoicismo, El gobernador español, al saber que estaba herido, le envió dos botellones del mejor vino de Canarias, y él correspondió con cerveza inglesa y queso; una especien de último disparo antes de dejar la plaza. Menos de tres días después de que le aserraran el brazo cerca del hombro, con instrumentos no esterilizados, son anestésicos ni antisépticos, mientras a la pálida luz de una lámpara él se retorcía de dolor sobre una mesa que los guardias marinas habían usado probablemente un par de horas antes para cenar…; menos de tres días después estaba sentado en su camarote, perfectamente tranquilo y sosegado, garabateando pausadamente una de las primeras cartas que había escrito con la mano izquierda. Era una nota breve a lord St. Vincent; pero ¡cuánto tiempo le costó escribirla! Mencionaba la muerte del “pobre Bowen”, y pedía que era necesario se diera un ascenso a Josiah Nisbet. (Fue nombrado patrón y comandante). También escribió una laboriosa epístola a Fanny, dos o tres semanas después, mientras la expedición iba camino de Cádiz, de regreso de Tenerife:

           “Queridísima Fanny: Estoy tan convencido de tu cariño que sé que el placer que te producirá esta carta será igual estando escrita con mi mano izquierda que con la derecha. Ha sido cosa de la guerra y tengo mucha razón para estar agradecido. Sé que contribuirá mucho a tu placer el saber que Josiah, bajo la providencia de Dios, fue principal instrumento en la salvación de mi vida. De salud nunca he estado mejor (¡esto tres semanas después de la amputación!). Estoy mejor de lo que nadie podía esperar (y lo estaba efectivamente). A ti y a mi padre os ruego que no penséis mucho en esta desgracia.”

           Todos estuvieron muy cariñosos con él. Su comandante en jefe se lamentó mucho de su desventura y elogió su conducta. Fue enviado a Inglaterra directamente en la fragata Seahorse, donde la señora Fremantle dividió sus atenciones entre él y su marido. El 1 de septiembre de 1797 llegó a Spithead y siguió inmediatamente el camino de Bath, donde encontró a su padre, “que no había cambiado en nada”, y a su esposa, y adonde fueron a verle muchos otros amigos y parientes. Lord Spencer, primer lord del Almirantazgo, le escribió felicitándole por su “glorioso, aunque desafortunado, ataque”  y para expresarle la esperanza de que pronto tendría el placer de conocer personalmente “a quien durante tanto tiempo he tenido la costumbre de admirar” Pero al mismo tiempo escribió indignamente a St. Vincent diciéndole que “un almirante manco nunca sería de utilidad y, por consiguiente, cuanto antes vaya a una humilde casa de campo, mejor, y así dejará lugar a otro hombre más apto.”

  IX

            Los sufrimientos mentales de Nelson debían ser terribles. Temía, sin duda, que podía ser considerado como un inválido y que su carrera había terminado. Al mismo tiempo dirigió al Almirantazgo una instancia pidiendo una pensión de herido, indicando que había estado en cuatro combates navales, tres con fragatas, seis batallas contra baterías y diez expediciones ventajosas en lanchas; que había servido cuatro meses en tierra de Córcega y había perdido el ojo y el brazo derechos, y estaba seriamente herido y magullado en todo el cuerpo. Inmediatamente se le concedió la pensión de 712 libras al año, con los habituales descuentos.

           Pero su padecimiento físico era la verdadera cruz de la situación. Esperaba curarse pronto, pero el dolor que sentía en el muñón del brazo seguía atormentándole día y noche. Una semana después de su llegada a Bath, mientras la herida aún requería una cura diaria, su esposa escribió a mister William Suckling que Horacio solo podía dormir tomando opio. En octubre se trasladaron a Londres y tomaron habitaciones en la casa de un tal Mr. Jones, en la calle de Bond; pero Nelson seguía en continuo dolor. La amabilidad del rey, quien le recibió dos veces, le hizo cobrar ánimos, y escribió a St. Vincent: “En el momento en que me cure, le ofreceré mis servicios.” Pero era evidente que estaba muy lejos de curarse.

 X

            Se dice que aquel mismo mes de octubre ocurrió el célebre incidente relatado por Clarke y Mac Arthur. Llegó a Londres la noticia de la victoria del almirante Duncan en Camperdown, y cuando la manifestación patriótica iba calle de Bond abajo, excitada y alborotando, se sorprendió con disgusto al ver una casa, la única, que no tenía ninguna clase de iluminación. Acercándose a aquella mansión obscura y silenciosa “llamaron violenta y repetidamente a la puerta”. Un criado contestó a las llamadas, y como le preguntaran quién era su amo y por qué no había puesto luces en las ventanas por la victoria, replicó que su amo había tomado una dosis de láudano y  se había ido a la cama con la esperanza de dormir un poco y que su nombre era el de contralmirante Nelson. La multitud retrocedió avergonzada. De todos modos, historia o cuento, está “ben trovato”. Sabemos, como hecho cierto, que a Nelson le excitó mucho la victoria de Duncan. El primero a quien la oyó fue al coronel Drinkwater, a quien ya habíamos encontrado frente al cabo de San Vicente. Drinkwater fue a visitar a Nelson para enterarse de su salud y da el siguiente relato de lo sucedido:

           “Le dije que corría el rumor de que la escuadra británica había librado un combate con la de Holanda. Se levantó precipitadamente, según su manera enérgica y peculiar, y a pesar de los esfuerzos de Lady Nelson para aquietarlo, y, extendiendo su único brazo exclamó: “¡Drinkwater, daría este otro brazo por estar con Duncan en este momento!”

           Nelson supo al principio que había cogido un frío en la herida y eso impedía la curación; pero la verdad era que la ligadura estaba puesta de tal manera que cogía un nervio y, al parecer, ninguno de los distinguidos cirujanos que lo visitaron en Londres había dado en ello. La agonía que sufrió debió haber sido casi insoportable. Pero una mañana, hacia fines de noviembre, se despertó y notó que había dormido perfectamente toda la noche y que estaba enteramente libre de dolor. Mandó buscar al cirujano. La ligadura se soltó casi sin tocarla, y desde aquel momento cicatrizó la herida rápidamente.

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