Un relato sobre la 1ª cabeza de león del escudo de Santa Cruz
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LA FLOTA DE INDIAS AMENAZADA (I)
ROBERT BLAKE, EL “NO ALMIRANTE” INGLÉS
La guerra abierta entre Inglaterra y España estaba alcanzando su punto álgido. El ataque inglés a La Española sólo había sido el comienzo pero Oliver Cromwell sabía que, si quería vencer a España, la Flota de Indias tenía que ser ‘objetivo de guerra’. Sobre todo porque necesitaba lo que transportaban.
Islas Madeira, Febrero de 1657
Sobre la cubierta del flamante buque insignia, el George de 54 cañones, el General observaba la impresionante flota que comandaba y que reposaba, con vaivén tranquilo, en las aguas del puerto.
En realidad era General del Mar, concretamente. Esa era su graduación. Y aún así sus propios subalternos le miraban con cierto desdén. A veces incluso con desprecio. Guardaban las formas, claro, al fin y al cabo era el máximo responsable de aquella impresionante flota de la incipiente Royal Navy. Había quien decía que utilizaba ese rango para evitar que los marineros profesionales se dirigieran a él como Almirante. Reservado ése nivel sólo para los marineros de carrera. Así evitaban, decían las malas lenguas, que los marinos se sintieran ninguneados al ser mandados por un militar de tierra.
Ciertamente había llegado hasta allí por sus victorias tanto en tierra (en las guerras civiles inglesas) como en mar (en la guerra naval contra Holanda). Sin embargo a nadie se le escapaba que ocupaba ese puesto por el apoyo incondicional que recibía de Cromwell, el Lord Protector (el, por entonces, ”jefe de estado” de Inglaterra y territorios englobados en lo que el propio Oliver Cromwell había dado en llamar la Commonwealth. Una suerte de república, unión de territorios que incluía Inglaterra con Gales, Irlanda y Escocia).
La verdad es que, mirado con perspectiva, pensaba el General, no les faltaba razón a esos altivos capitanes. Al fin y al cabo, la primera vez que me subí a un barco contaba con algo más de 47 años. Luego pasaría a capitanear uno y al poco a comandar una flota.
- No lo haré tan mal. Concluyó con cierta sorna y una media sonrisa.
Ahí estaba él, Robert Blake, a sus 59 años. Teniendo bajo su mando los treinta y seis navíos de guerra, que poblando con sus orgullosos mástiles la bahía, estaban preparados para cambiar el curso de la guerra que en aquellos momentos libraban Inglaterra y España.
Su objetivo principal era la captura de la Flota de Indias que saliendo de América llegaba a España cargada con metal precioso. Y en esas se encontraban. Esperando noticias sobre los movimientos españoles al respecto. Estaba ansioso Blake de quitarse el mal sabor de boca que le quedó del error mayúsculo cometido el año anterior. Esta vez no se le escaparía ni un solo ducado.
Londres, Inglaterra, Febrero de 1657
- ¡Y tomad el velero más veloz del puerto! urgía Cromwell a voz en grito al capitán que, con el sombrero en una mano y el documento en la otra, agachaba la cabeza a modo de respetuosa despedida mientras salía de la estancia caminando hacía atrás. Nada peor que dar la espalda al Lord Protector…
Sin embargo Cromwell ya no le miraba, estaba sumido en sus propios pensamientos.
- Dios estará de nuestra parte. Decía para sí.
Después del fiasco del año pasado con la Flota de Tierra Firme, que nuestros espías nos hagan llegar la información de que está presta a partir la Flota de Nueva España, es una gran noticia. Es un momento perfecto. A poco que haya buena mar, el mensaje que acabo de enviarle a Blake llegará con tiempo para que abandone las Madeiras y vaya a darles una calurosa bienvenida a los españoles a las puertas de Cádiz. Se relamía mientras se imaginaba la cara de angustia de Felipe IV al conocer la noticia del apresamiento de toda su Flota de Indias…
Necesito ese cargamento de plata. Ya lo necesitaba el año pasado cuando lo tuvimos al alcance de la mano… Se lamentó. Pero ahora…
La guerra que él había iniciado hacía dos años contra España, con el propósito de intentar desbancarla de sus tierras americanas, estaba fundiendo todos sus recursos económicos a una velocidad inusitada. Sin dinero no podría mantener un ejército que era el que, por otra parte, sostenía la situación de cierta calma dentro del país. Además, España debía ser el enemigo que hiciera olvidar las diferencias generadas por la creación de la Commonwealth y la fortaleciera… Que la República se hubiera convertido en una dictadura militar aderezada con un puritanismo intransigente era un mal necesario que le facilitaba las cosas.
Era la segunda vez que se enfrentaban a España… rememoró. La anterior vez, con la Reina Virgen al frente, la cosa acabó mal (Guerra de las Armadas). España sumió a Inglaterra en un pozo muy negro. Muy negro y muy profundo. Perdimos una flota mayor que su Gran Armada, lo que nos hundió también económicamente. Ellos se recuperaron gracias en gran medida al flujo de metales preciosos de América. Nosotros no. Y nos pasamos cincuenta años de luchas internas y guerras civiles sin fin. Durante todo ese tiempo hemos sido irrelevantes en Europa. Hasta la diminuta Holanda ha dominado nuestros mares a placer…
- Pero esta vez será diferente. Por eso atacamos a la Flota de Indias. Esta vez no se podrán recuperar.
Y es por eso que había transigido con el error imperdonable de Blake del año pasado. Porque la idea se había revelado acertada pero la ejecución había sido pésima. Y él, Blake, le había convencido de que aún fallando la primera vez, tenía claro cómo alcanzar el éxito:
- La superioridad numérica es fundamental para atrapar la Flota de Indias. Eso le había argumentado su General del Mar. Sólo con superioridad numérica incontestable que evite la lucha, se puede apresar la Flota española. Pero se puede hacer…
Eso tenía sentido. Y por eso le había dado lo que había pedido. Una flota imponente, bien armada y con tripulaciones apropiadas: 36 barcos, 1.100 cañones, 6.000 marineros. Cromwell sabía que Inglaterra no podría aguantar un esfuerzo así por más tiempo si no tenían éxito… era necesario atrapar la Flota de Nueva España que estaba presta a partir. Toda. Al completo. Ahora o nunca.
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LA FLOTA DE INDIAS AMENAZADA (II)
LA PRESA ANSIADA: LA FLOTA DE NUEVA ESPAÑA
Diego de Egües, Almirante de la Flota de Nueva España, no podía saber que Robert Blake estaba al frente de una impresionante Armada y que tenía como misión dar caza a todas las Flotas de Indias en su tránsito hacia España… Y aunque pleno conocedor del estado de guerra, no era consciente que sus barcos eran claves para que Inglaterra venciera a España.
9 meses antes… Veracruz, Junio de 1656
Diego de Egües daba las últimas indicaciones para que la flota entrara en formación en el puerto de San Juan de Ulúa (Veracruz, Nueva España). Un alivio infinito recorrió su cuerpo…
La Flota de Nueva España atracaba de nuevo en América. Un pequeño milagro de la logística y de la náutica volvía de nuevo a producirse.
- Cada vez tiene más de rutina y menos de milagro, eso es verdad, rumiaba el Almirante. Tantos años de comunicar la España peninsular con la americana es lo que tiene.
El puerto estaba a rebosar (abarrotao… que dirían otros). Durante las semanas precedentes, una vez corrida la voz de que llegaban, habían ido llegando a la ciudad comerciantes a recibir la carga que venía desde la Península. Especial atención recibían las largas caravanas de mulas que, cargadas en la Ciudad de México con el Quinto del Rey, llegaban a la costa para embarcar el preciado metal en los galeones. La ciudad tomaba un brío inusitado durante esas semanas porque venían gentes del todos los rincones de Nueva España a vender y comprar productos.
Durante semanas, las bodegas de los galeones eran un no parar. Primero se procedía a la descarga del género llegado de la Península y luego se procedía a la carga de todo tipo de productos venidos de los rincones conocidos del Continente. Un lugar principal en las bodegas de aquellos barcos era para el Quinto del Rey. Éste se almacenaba, con cien ojos vigilantes y todo lujo de contabilidades, firmas y sellos, junto con el dinero ganado por los comerciantes residentes en Nueva España que iban con destino a la Península.
Fiel a su costumbre de adelantar acontecimientos para estar prevenido, Diego de Egües Almirante General de la Flota de Nueva España, no había terminado de llegar a puerto y ya repasaba mentalmente lo que previsiblemente acontecería, si todo iba bien, en los próximos meses. Más de 10 millones de pesos (1) tenían la culpa de su desvelo.
- Después de la carga, que llevará su tiempo, llegaremos al puerto de La Habana en unos veinte días dependiendo del viento. A veces más, a veces menos. Meditaba…
Era de todos conocido que La Habana era paso obligado, tanto desde Veracruz (la Flota de Nueva España) como desde Portobello (La Flota de Tierra Firme). Las naves que debían atravesar el Atlántico hacían parada en el magnífico puerto de la isla de Cuba. Allí había un importante astillero, al nivel de los peninsulares, donde se hacían algunas reparaciones y se le daban los últimas mejoras a los veleros para la travesía oceánica (amén de excelentes barcos con maderas americanas, de mejor calidad y resistencia que las europeas).
- Desde La Habana, tomaremos rumbo norte para atravesar el estrecho entre Florida y las Bahamas, dejándonos arrastrar por la corriente marina del Golfo. Continuó imaginando sin dificultad lo que verían. Bordearemos la costa de Florida y, a la altura del cabo Medanoso (en la actual Carolina del Norte), viraremos al Este para tomar los vientos del Oeste que nos llevarán de vuelta a la Península.
Era ésta la parte más delicada del viaje por los abundantes bajos y los terribles huracanes que azotaban la región. Diego de Egües sabía de buena tinta la cantidad de galeones y marineros españoles que dormían el sueño de los justos en los fondos del estrecho de Florida. Es por eso cada vez que pasaban por allí las tripulaciones españolas tenían un recuerdo para todos aquellos compatriotas que reposaban allí.
El otro peligro de las flotas, mucho menor en proporción, era el que aparecía en las aguas europeas derivado de los enemigos que ambicionaban día sí día también tener lo que el Imperio Español había construido con tanto trabajo y esfuerzo. Para reforzar la Flota se enviaba, algunas veces, un escuadrón de escolta perteneciente a la Armada del Mar Océano que salía a su encuentro a la altura de las Azores y la acompañaba hasta Sanlúcar de Barrameda.
- En la situación actual, con guerras activas por doquier, haremos la ruta en solitario. Lo más probable es que no haya efectivos para darnos protección… se lamentaba.
El Almirante Egües sabía que la empresa que iban a iniciar en unas semanas nunca era fácil…Atravesar el Océano Atlántico en aquellos barcos, aún siendo los más grandes y estables construidos por el hombre, era tarea ardua. Todavía se hacía cruces cómo aquellas tres sencillas naves (La Pinta, La Niña y La Santa María) pudieron arribar a América… Ellos, en aquellas catedrales del mar que eran los galeones, se las veían tiesas para llegar sanos y salvos.
Mientras vigilaba las maniobras de los marineros para atracar el barco, la mente se le fue hacía el desgraciado incidente, del que había tenido reciente noticia por la carta de un buen amigo de la Armada: Una flota inglesa al mando de un tal Robert Blake, que Dios no acoja nunca en su seno, había interceptado la Flota de Tierra Firme…
Rememoró lo que había leído en la carta… la flota inglesa sorprendió y dio alcance a la flota de Tierra Firme (formada por dos galeones, tres urcas y un patache. 130 cañones en total) cerca de la costa de Huelva. Ante la resistencia de los españoles, que abrieron fuego en cuanto pudieron, los ingleses contestaron con todo lo que tenían (400 cañones repartidos en 8 navíos de guerra).
Dos de las embarcaciones escaparon. Las más ligeras. Los ingleses no tenían suficientes barcos, así que las dejaron ir, concentrándose en los galeones de carga. Algún que otro millón se salvaba con ellas y hacían camino a Cádiz.
Arreciaron los españoles su defensa desde las fabulosas atalayas que eran los galeones, que serían más pesados pero resistían bien los envites ingleses. Golpearon una y otra vez los hijos de Albión, en superioridad, sin alcanzar a entender que de nada les servían unos galeones cargados de plata… y hundidos en el fondo del mar.
Decía la carta que más de 300 buenos españoles descansaban en el fondo del Atlántico cerca de Cádiz rodeados de varios millones de pesos; que de aquel ataque los ingleses sólo pudieron sacar dos millones y que las tripulaciones de los barcos se cobraron la mitad.
También apuntaba, no sin cierta sorna, que los gritos de Cromwell se escuchaban nítidos a ambas orillas del Támesis… - ¿¿¡¡De qué me sirve un tesoro hundido!!??… dicen que gritaba Cromwell, rojo de ira, al oído del tal Robert Blake…
Mientras sonreía, por la ocurrencia del amigo y por imaginarse cómo le dolería el oído y el orgullo al tal Blake, le cruzó el terrible pensamiento que tal vez él, Robert Blake, le estuviera esperando con una flota de navíos a las puertas de Cádiz. Quiso deshacerse de la idea pero ya era tarde, esa nueva preocupación había echado raíces. Otra más.
- Necesito descansar, murmuró. Van a ser meses muy largos…
Mientras desembarcaba con paso firme, Diego de Egües, no podía saber que, al igual que ocurriera con su Flota hermana, la de Tierra Firme, Inglaterra había puesto sus ojos en la Flota de Nueva España. Tampoco que, entre los miles de personas que se apiñaban en la bulliciosa Veracruz, siempre había quien estaba dispuesto a dar algo de información interesante a cambio de unas monedas.
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(1) ‘Peso’ era el término indiano del ‘real de a ocho’. Desde finales del siglo XVI, el real de a ocho, el peso, la pieza de plata acuñada en Nueva España de ocho reales, de gran estabilidad y pureza, se convirtió en la divisa del sistema de pagos mundial.
PD: Nos hemos tomado una pequeña licencia para que Egües sepa un poco antes el desgraciado encuentro entre la Flota de Tierra Firme y los ingleses. Un acontecimiento que ocurrió en Septiembre, cuando lo situamos un poco antes en Julio sin que eso modifique el fondo de texto.
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LA FLOTA DE INDIAS AMENAZADA (III)
LA DIFÍCIL DECISIÓN DEL ALMIRANTE EGÜES
Para cuando el Almirante de la Flota de Indias se preparaba para salir de Cuba ya sabía que en la costa española le estaba esperando una flota inglesa para intentar capturar el precioso cargamento. Zarparía hacia España pero ¿y al llegar? ¿estarían los ingleses esperando?
Cuba, diciembre de 1566
El temor se había confirmado. Un despacho oficial con todos los lacres y sellos que la importancia y la urgencia reclamaba, le informaban a él, como Almirante de la Flota de Indias, que una poderosa armada inglesa se hallaba en las costas de Andalucía. En ese mismo documento le ordenaba que se dirigiera a las Canarias donde encontraría nuevas órdenes.
No era la primera vez, ni sería la última, pero de nuevo le asaltó el pensamiento de qué bendito momento fue aquel en que las Islas Canarias formaron parte del reino. Las islas eran el abrigo, el abrazo, la mano amiga antes de partir y, a la vuelta, el regazo, el refugio y la protección… y para los ingleses una de sus peores amenazas, porque podían bloquear Cádiz, pero las Canarias hacían que su mezquino esfuerzo fuera costoso, incierto y la inmensa mayoría de las veces infructuoso.
Volvió al escrito con la misma velocidad que se evadió de él porque daba información oficial sobre el triste acontecimiento, que ya le adelantara su amigo por carta, sobre el ataque inglés a la flota de Tierra Firme. El Almirante de la otra Flota de Indias, Marcos del Puerto, en contra de las órdenes que había recibido, no esperó a la flota que Egües comandaba para, juntas, abordar con más garantías la llegada a Cádiz. Al menos, se dijo Egües, se enfrentó valerosamente a los ingleses y les truncó el botín… Mientras, en el puerto, nada detenía el normal desarrollo de los acontecimientos allí en Cuba.
Por fin, el 24 de diciembre, víspera de Navidad, la flota de Nueva España soltaba amarras y se dirigía con parsimoniosidad hacia la boca del puerto. El buen viento permitió las maniobras necesarias y al poco la Capitana y la Almiranta surcaban el mar al frente de cuatro navíos de refuerzo, un patache y seis navíos de carga. En total trece velas que se adentraban en el Océano con la incertidumbre de una ruta plagada de riesgos para meterse en la boca del lobo.
Febrero de 1657, cerca de Madeira
- Este bajel es realmente rápido, pensó. Fantástico. Si tuviera dinero no dudaría en comprarlo. Lástima que el sueldo de capitán no dé para eso… ni para mucho menos. se lamentó.
Desde que saliera de Londres con el despacho casi no había descansado. Por fin podría hacerlo porque ya divisaba las islas atlánticas. No tardaría mucho en alcanzarlas y entregar el documento urgente que tenía como destino Robert Blake, General del Mar de la flota inglesa, que seguro esperaba noticias en el puerto portugués, que desde unos años a esta parte utilizaban como si fuera inglés-
El joven capitán no sabía, ni le importaba, cómo era posible que Portugal, que hasta hacía pocos años era rival (e incluso enemigo) ahora fuera aliado fiel de Inglaterra. Lo que sí sabía es que ahora reinaban los Braganza (que Francia e Inglaterra habían aupado al reinado portugués en detrimento de Felipe IV, rey legítimo) y éstos agradecidos le habían correspondido abriendo sus puertos a los ingleses. No sería el único pago. No tardarían en darse cuenta los portugueses, los intereses tan altos que cobran los ingleses por esos favores… A los pocos años, Portugal, no tendría ninguna relevancia en el comercio marítimo con Oriente porque perdería la mayoría de sus inmensos territorios en el Índico y el Pacífico. Sólo le quedaría Brasil.
En un gesto casi inconsciente se llevó la mano derecha al costado izquierdo. Allí buscó el tacto del despacho que entregaría al General del Mar. En él, Cromwell, de su puño y letra, informaba a Blake que la Flota de Nueva España había salido de La Habana; que debía dirigirse, con toda urgencia, a las costas de Cádiz y le recordaba lo vital que era para Inglaterra hacerse con el cargamento de metal precioso.
Febrero de 1657, cerca de la Isla de La Palma
Si no le esperara una flota enemiga de más de sesenta naves de guerra, estaría de lo más feliz. Pero lo cierto es que la preocupación no le había dejado disfrutar, como se merecía, del hecho de que la travesía atlántica hubiera transcurrido con tanta tranquilidad y ausencia de incidentes.
Cuando Diego de Egües, Almirante de la Flota de Nueva España, divisó la isla de La Palma dio orden de que todos los ojos disponibles se pusieran a otear el Océano para divisar posibles velas que aparecieran en el horizonte mientras recorrían las leguas que les separaban del puerto. Allí debía recibir instrucciones sobre qué derrota debía tomar la Flota de Indias en esas circunstancias tan delicadas.
Febrero de 1657, Puerto de La Palma
- ¿Es de octubre? … qué raro… se dijo Egües mientras abría el despacho que debía darles las instrucciones precisas sobre qué hacer con la flota. Leyó el documento con avidez. No podía ser. Lo volvió a releer: ¿¿¡¡Debía ir a la península!!??
Miró al secretario que bahía subido a la Almiranta para hacerle entrega del despacho con una mirada que reflejaba a partes iguales sorpresa e incredulidad.
- ¡10 millones de pesos que entregar con urgencia, una flota enemiga que me busca…! ¿¡y la instrucción es meterme en la boca del lobo…!? ¿¿Seguro que no ha llegado un despacho posterior??, inquirió al secretario.
- Seguro, Señor. Ese documento es el único que ha llegado para usted, respondió el secretario con voz un tanto trémula.
El Almirante ya no escuchaba. En realidad sabía la respuesta y sobre la marcha estaba ya decidiendo ir al importante puerto de Santa Cruz, en la isla de Tenerife, para recabar más información. Y ojalá que fuera más reciente, se dijo.
Todas las bienaventuranzas que habían tenido en la ruta hacía la Península se estaba tornando en adversidades, porque en el camino hacia la isla de Tenerife les sorprendió una tormenta que separó uno de los buques menores. Era el segundo que dejaba la flota. El patache había abandonado la formación antes de avistar La Palma.
En Santa Cruz le recibió Alonso Dávila, Capitán General de las Islas. Su amable bienvenida apaciguó por el momento la preocupación de Egües. Por el momento. Justo hasta que Dávila le informó que él también había recibido un despacho; que también era de octubre, y que básicamente decía lo mismo que el de Diego Egües: La Flota de Indias debía seguir hasta la Península.
La angustia del Almirante era palpable. Estaba claro que, si bien las órdenes de octubre eran seguir viaje, a tenor por la información de diciembre, la armada enemiga se interponía en su camino.
Alonso Dávila, era también militar, curtido en los Tercios de Flandes, así que no le costó mucho ver la carga de la responsabilidad a la que estaba sometido el Almirante. Le propuso que descargase la plata y esperase órdenes de Su Majestad, pero Egües, muy a su pesar, estaba decidido a cumplir las órdenes que tenía. Sin más, si bien con el formalismo que ambas figuras requerían, salió de la estancia.
Dávila lo dejó partir. Sabía, como el propio Almirante, que una intuición no es suficiente motivo para desobedecer una orden… Aunque sea que intuyes que caminas hacia la muerte segura.
- De esa pasta están hechos los héroes, aunque a veces nos parezcan locos, pensó Dávila.
El 26 de febrero salió la flota de Tenerife. Y bien sabe Dios que el Almirante se tuvo que emplear a fondo porque la tripulación, que conocía la situación, no estaba por la labor. Cuando los barcos apuntaban a mar abierto Diego Egües lo fiaba todo a sus galeones y la habilidad de su tripulación. Mientras se santiguaba, también solicitó la ayuda que pensaba les haría mucha falta.
- Que sea lo que Dios quiera…
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LA FLOTA DE INDIAS AMENAZADA (IV)
HACIA LA BOCA DEL LOBO
- De mal en peor… No es suficiente con meternos en la boca del lobo, ¡¡que encima arrecia un temporal!!, le gritaba un marinero a otro mientras amarraba las velas intentando guardar el equilibrio.
El Almirante Egües, que desde el puente oyó el comentario, intentó no pensar en ello mientras se concentraba en otear el horizonte. Misión casi imposible, por otra parte, por las pésimas condiciones climatológicas.
Un grito potente, firme, sin dudas, se sobrepuso a la lluvia y al golpear duro de las olas recias contra el casco…
- ¡¡Vela a estribor!! ¡¡Vela a estribor!!
Como por arte de magia salieron hombres a borbotones por escaleras y trampillas. Y por sus caras bien se podría decir que llevaban el corazón en un puño.
- ¿Una o varias?, preguntó con voz fuerte el Almirante.
- Una, señor, a unas 3 leguas. 4 a lo sumo, señor.
Al poco todos respiraron tranquilos. El bajel era amigo y venía directo hacia ellos. En unas horas ya les había dado alcance. Y no era para menos, porque el Gobernador Dávila tenía un despacho urgentísimo para el Almirante.
El Capitán del bajel pensó en las palabras del Gobernador mientras, aliviado, hacía entrega del despacho a Egües: Te va la vida, le había dicho. De dominio público era que Dávila no se andaba con chiquitas. Se las había enjuagado en los Tercios de Flandes durante años y no le gustaba ‘de tontear’… Nunca había forzado tanto su barco. Y éste se había comportado magníficamente, se dijo, orgulloso.
El Almirante leyó el despacho con rapidez. Miró a su subalterno y con voz firme y tranquila, dio orden de virar y dirigirse al puerto de Santa Cruz. Las órdenes no se hicieron esperar y menos aún las maniobras de los marineros. Una mirada y un ligero gesto de reconocimiento y gratitud con la cabeza, del Almirante hacia el capitán del bajel, relajaron el ambiente. Incluso apareció alguna tímida sonrisa. Al fin, algo de buena suerte… pensó.
O no. Porque el documento le informaba de que había llegado información a Dávila que una flota de más de sesenta naves inglesas, al mando de un tal Robert Blake, había partido de Madeira para bloquear las costas españolas y especialmente Andalucía. Dávila le exhortaba a volver a Tenerife y a asegurar la preciada carga.
El 1 de marzo Egües, con la Flota de Indias, recalaba de nuevo en el puerto de Santa Cruz.
La situación era grave y la primera decisión era hacer partícipe al Rey, Felipe IV, de ella. En la carta que escribió le contaba al monarca las vicisitudes de la flota hasta el momento y argumentaba la decisión que iba a tomar al respecto: Desembarcar la carga en el puerto de Santa Cruz y, con ayuda del Gobernador de la plaza, prepararse para su defensa (La carta tardaría 25 días de llegar al rey… luego la respuesta que tardaría lo mismo, más o menos,… Qué difícil se antojaba gobernar un imperio en esas condiciones).
El trabajo era descomunal. Las bodegas estaban llenas a rebosar, de plata sí, pero también de otros muchos productos de todo tipo. Se requerían de muchos brazos para descargarla, y más para hacerlo con la agilidad que demandaban las circunstancias. Luego había que llevarla, tierra adentro y cuesta arriba, hasta la ciudad de La Laguna (a 7 kilómetros de distancia). Como la población de Santa Cruz no aportaba suficientes almas para el menester, se requirió ayuda a otras poblaciones cercanas (personas, mulas, carretas,…).
La gente no escatimó solidaridad. En el fondo sabían cómo acaban estos ataques, que se parecían mucho a los que llevaban a cabo los piratas. Primero se atacaban los barcos, luego el puerto y finalmente, con toda la resistencia vencida, se arrasaban las poblaciones y a las personas.
Tanto el Gobernador de las Canarias, Alonso Dávila, como el Almirante de la Flota, Diego de Egües, sabían que el riesgo de desembarco era muy elevado. Estaban seguros de ello. Así que trazaron un plan de defensa de la Plaza. La avanzada edad de Dávila hizo que delegara en su Lugarteniente, Bartolomé Benítez de la Cueva, también experimentado soldado de los Tercios de Flandes, la materialización de la estrategia.
Éste no tardó mucho en informales de que ya estaban desembarcando los cañones que no fueran utilizados en los barcos para reforzar la plaza, y que había contabilizado un total de 99 cañones. Entre ellos, informó de la Cueva, uno de bronce que cargaba balas de 36 libras (unos 16 kilos…).
- El cañón Hércules, le llamamos, dijo con un punto de orgullo en la voz y dirigiéndose al Almirante con la mirada.
Alonso Dávila, que en su paso por las guerras europeas había oído hablar del tal Blake, pensó que tal vez algunas de las balas de ese cañón se le atragantaran al que llamaban General del Mar.
El bullicio en el puerto era notable. Más que eso. Nadie recordaba tanto movimiento de gentes en los muelles o de barcos pequeños descargando a los galeones. Con tanto trajín era difícil que alguien se fijara en un bajel que recorría la bahía con lentitud. Tampoco en su capitán que miraba distraídamente los preparativos de los españoles… Las descarga de las bodegas, el movimiento de las piezas de artillería…
Tal vez mirara distraídamente, pero mientras lo hacía, memorizaba las posiciones de los barcos, el número de cañones visibles, las defensas del puerto,… toda aquella información que pudiera ser de interés para alguien que él sabía que estaría encantado de recibirla… Aunque no sería gratis. Mientras desplegaba velas para salir definitivamente del puerto, pensaba en la cantidad que pediría por tan magnífica información. 100 libras esterlinas. Era mucho, sí, pero la información bien las valía, se dijo.
El bloqueo a la Bahía de Cádiz se mantuvo mientras esperaban la llegada de la Flota de Nueva España. Tensa espera que a medida que transcurrían las semanas obligaba a los mandos a entregarse a fondo para mantener la disciplina
Rompió la monotonía un bajel que se acercaba a los ingleses como un gatito se acerca una manada de hienas hambrientas. Con cuidado. Se aproximó al buque insignia sintiéndose amenazado por cien bocas negras dispuestas a devorarlo a la menor señal de debilidad.
El Capitán de la pequeña embarcación venía de Santa Cruz de Tenerife y estaba dispuesto a dar una magnífica información al Almirante de la Flota. Por cien libras. Eso se lo dijo a Robert Blake ya en persona y antes de empezar a dar la información. Sandlington, que así se llamaba el capitán, se guardó la abultada bolsa, y desdobló un papel donde había hecho un croquis del puerto de Santa Cruz con la posición de los navíos y cañones. Les contó con todo lujo de detalles cómo el cargamento había sido desembarcado y transportado y cómo la ciudad estaba presta a defenderse.
No esperarían más, decidió Blake. Ese mismo día zarparía buena parte de la flota británica rumbo a las Canarias. 22 navíos de guerra eran los elegidos: Speaker, Lyme, Lamport, Newbury, Bridgwater, Plymouth, Worcester, Newcastle, Foresight, Centurion, Winesby, Maidstone, George, Bristol, Colchester, Convert, Fairfax, Hampshire, Jersey, Nantwich, Swiftsure y Unicorn.
En el trayecto, que duró poco más de 5 días, se llevaron a cabo una serie de reuniones de trabajo para abordar las diferentes opciones de ataque con la información que tenían. No lo veían claro, pero Blake sí: Llegada al puerto, barrido general de los navíos y fortalezas con su superior potencia de fuego, desembarco, captura del tesoro allí donde esté y salida hacia tierras portuguesas y luego a Inglaterra. Fanfarria y alegría.
- España, decía Blake, tiene a sus flotas entretenidas. No podrá llegar a tiempo con refuerzos suficientes por mar. Y tampoco por tierra, por aquello de que es una isla. Sonrió al hacerle gracia su propio comentario…
El argumento principal de los disconformes se basaba en que la flota no tenía fuerzas de desembarco. No estaban preparados para ello. Blake no dio opciones. “Cromwell quiere el cargamento de la Flota de Indias y eso es lo que tendrá”. Él era un militar de tierra y sabía cómo dirigir un desembarco incluso en aquellas condiciones. ¡¡Si hasta había escrito libros al respecto!!
Los navíos Plymouth y Nantwich, se adelantaron con el fin de comprobar la presencia de la Flota de Indias en Santa Cruz, así como la disposición física de ésta. Las conclusiones que se extrajeron de esa comprobación marcaron la estrategia a seguir: Utilizaremos la misma táctica que en Puerto Fariñas (Port Farinas, le llamaban ellos…) contra la Berbería hace un par de años.
En Puerto Fariñas (actual Túnez) el ataque se inició a las 8 de la mañana. Una primera línea entró en puerto y atacó los barcos amarrados allí; poco después una segunda línea inglesa hizo su entrada para anular las fortificaciones costeras. A las 11 de la mañana, en tres horas escasas, la plaza era inglesa.
Los españoles, sin embargo, habían dispuesto dos hileras de barcos que protegían la bahía junto con la línea de fortalezas, una, con los barcos más pequeños y muy pegada a la costa y la otra, dispuesta más adelante, conformada por los barcos de más porte y mayor potencia de fuego, para defender el conjunto. “Aún así”, pensó Blake, “son 100 bocas de cañón contra 1.100. No tienen nada que hacer”.
Tal vez debería haber pensado Blake que España protegía costas en cuatro continentes desde hacía más de siglo y medio de gente como él. O que los que poblaban y defendían la isla no eran ni tunecinos, ni holandeses, ni ingleses… Eran españoles, canarios para más datos, y no era la primera vez que les atacaban.
Ninguna de las dos ideas acertó a pasar por su cabeza. Por eso pasó lo que pasó…
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LA FLOTA DE INDIAS AMENAZADA (y V)
LA ÉPICA BATALLA DE SANTA CRUZ
El desenlace es inminente. La magnífica flota de Blake está próxima a Santa Cruz donde los españoles, con Alonso Dávila al frente, han planteado una defensa con todos los recursos disponibles, que en una isla y con tan poco tiempo, no pueden ser muchos.
La carrera desde el muelle hasta el puesto de mando le había llegado exhausto. Sin aliento. Pero no podía esperar a recuperarse… debía decirlo ya.
- Vienen… los… ingleses…
No fue ninguna sorpresa, la verdad. Tanto Alonso Dávila y Bartolomé Benítez de la Cueva (BBC para los amigos), como Diego de Egües y José Centeno, lo esperaban de un momento a otro. Cuando el soldado retomó el fuelle siguió con la explicación. Ellos lo escucharon con suma atención mientras las caras reflejaban una preocupación que aumentaba a cada información dada: Un pequeño barco mercante que venía hacia Santa Cruz había visto una flota imponente de barcos de guerra que venía en la misma dirección. Treinta velas, tal vez más. Todos artillados. Entre los 40 y los 60 cañones cada uno.
Eso arrojaba más de 1.000 cañones disponibles para el ataque y una tripulación de más de 6000 hombres. El silencio se hizo en la sala. Fue Dávila quien rompió la tensión del momento dando orden de que reforzaran la vigilancia. No veía probable que atacaran de noche, tarde como era, explicó, pero por si acaso.
Egües y Dávila coincidieron que el momento más propicio era al punto de la mañana. Todo empezaría entonces. Se miraron. Sabían lo que tenían que hacer. Se desearon suerte y Egües y Centeno salieron de la estancia para dirigirse a sus respectivos galeones.
Dávila y de la Cueva se quedaron a ultimar detalles. Mientras los veía alejarse, Dávila, no pudo más que reiterar la impresión que Egües le dio la primera vez que habló con él. Un héroe o un loco. Y más cuando había sido él mismo, Dávila, el que le pidió que sacrificara a toda su flota, y seguramente a él con ella, para defender la isla. Que Egües y el mismo Centeno aceptaran el destino fatal de su flota con tanta entereza no dejó de sorprenderle...
La hora estaba a punto de llegar. La estrategia española era sencilla y clara. Todo se había preparado para llevarla a cabo.
En el puerto había 16 navíos españoles. Once pertenecían a la Flota de Nueva España. De ellos sólo dos eran galeones de guerra: el Jesús María que servía de Capitana a Diego de Egües, y el Concepción, cuyo almirante era José Centeno. El resto de la Flota, nueve mercantes, y por lo tanto poco artillados, eran navíos habituales en el comercio de Indias. Los otros cinco eran barcos menores. Una flota de bajo interés militar si no fuese por lo que hasta hacía poco contenía en sus bodegas.
Todos los barcos habían sido dispuestos entre el Castillo de San Cristóbal y el de Paso Alto que protegían la bahía semicircular que era propiamente el puerto de Santa Cruz.
Los de menor tonelaje habían sido situados en línea cercanos a la costa. Los mayores, al ancla, fondeados también en línea a la distancia justa para evitar en lo posible el fuego amigo. Ambas hileras fueron colocadas uniendo proa con popa y formando dos líneas defensivas. En los extremos de la formación naval los castillos cerraban el conjunto.
A su vez, el Castillo de San Cristóbal y el de Paso Alto, estaban conectados por una muralla defensiva, construida diez años antes, de mediana altura y con un espesor de unos tres metros y medio que seguía las sinuosidades del terreno. Tal vez no fuera la mejor muralla del mundo pero, para el que quería desembarcar a la fuerza, las cosas se verían de otra manera. Era la tercera línea de defensa.
De los barcos se habían bajado varios cañones para reforzar las fortalezas que ahora contaban con unas 40 bocas. El número total de cañones entre los de tierra y los de mar nos superaban los 100. En la muralla defensiva se apostarían los 1.000 arcabuces y los 300 mosquetes de los que disponían entre aquellos que supieran dispararlos. Habían conseguido reunir a 10.000 hombres pero muy pocos tenían formación militar y menos aún experiencia de combate. Si los ingleses pisaban playa…
Y eso era todo. Bueno todo no. Alonso Dávila no era de los que gustaba dejar cosas al azar.
La flota se avistó en el horizonte en la mañana del lunes 30 de abril. Los buques en formación irradiaban gallardía y elegancia. Era una estampa magnífica. Terrible para aquellos que iban a ser atacados pero espléndida al fin y al cabo. Descendían desde el Norte por los Roques de Anaga siguiendo la costa en dos filas paralelas: La primera encabezada por el George (54 cañones) capitaneada por Blake y la segunda por el Speaker (64 cañones) capitaneada por Stayner. Sólo esos dos barcos ya superaban la potencia de fuego del puerto de Santa Cruz y aún faltaba el resto… los ingleses sonreían, los españoles apretaban los dientes.
El ataque comenzó a las 9 en punto de la mañana. Hora del meridiano de Tenerife.
Las dos líneas inglesas se separaron progresivamente mientras se acercaban a la bahía. Los españoles pudieron apreciar la maestría con la que la división de Stayner maniobraba, con todos sus elementos en línea, para ir a colarse entre las dos líneas de defensa naval española. El Castillo de Paso Alto fue el primero en disparar con toda la cadencia que le era posible al ver cómo los buques ingleses pasaban por delante suyo y entraban entre la formación naval española. No respondió Stayner. No hasta que la formación hubiera entrado completamente.
Sin duda con arrojo, y también con pericia, los barcos ingleses fueron entrando entre la posición española, mientras recibían las primeras andanadas. El silencio fue su respuesta. Sólo cuando desde el Speaker se pudo comprobar que toda la formación inglesa estaba desplegada en línea entre las dos líneas españolas, echó el ancla. Con él todos los demás. Y entonces sí, respondieron. Y la salva fue brutal. Devastadora.
Al poco ya se extendía por toda la zona una nube de humo que dificultaba la visión provocada por los fogonazos de cañones y de fusiles que ya disparaban con cadencia mortal. También se empezó a sumar a la nube el humo provocado por los conatos de incendio que no tardaron en producirse.
La fila comandada por Blake entraba ya en la bahía. Su objetivo eran las fortalezas. Había que acallarlas para facilitar el desembarco. Él no lo sabía pero no lo iban a tener tan fácil como en Puerto Fariñas. No tardaría en darse cuenta.
La defensa planteada por los españoles permitió que la fila de navíos inglesa se colase entre las líneas españolas, cosa que había ejecutado magistralmente Stayner, pero la distancia a la que había dejado el Almirante Egües sus galeones con respecto a la primera línea española, tenía como objetivo que la formación que comandaba Blake quedara al alcance de sus cañones si los ingleses querían batir a su vez las baterías terrestres españolas con garantías para poder desembarcar. Todos en un suspiro.
Para cuando la línea de Blake estaba echando el ancla para fijar la posición, la línea exterior española, formada por los galeones de Egües y Centeno, ya les estaba dando la bienvenida. Mientras, por la otra borda, los españoles hacían lo posible por encajar los cañonazos de la línea de Stayner, respondiéndolos con todo el acierto del que eran capaces. Todos contra todos.
- ¡Echen el ancla! gritó Blake con fuerza.
Ya estaban en posición. Miró a los buques que le seguían para comprobar que ejecutaban la misma maniobra y, sin atender a las bolas de cañón que provenían tanto de la flota española como desde la fortaleza de San Cristóbal buscando sus barcos, gritó:
- ¡Fuego!
Los más de doscientos cañones de la línea de Blake batieron inmisericordemente la formación de galeones y fortalezas españolas. No durarán mucho, pensó Blake, la diferencia es abrumadora.
Sin embargo, mientras observaba la línea española con el catalejo para comprobar el destrozo ocasionado, algo acertó a llamar su atención. El vaivén de barco, el humo, la imprecisión del mismo aparato no le permitía acertar a ver exactamente qué era…
- Qué demonios es eso…
Aguzó la vista…
- Los galeones están… ¿¡atados!?
- ¡¡¡Booooooooooooooooom!!!
Un fogonazo del mil demonios salió de la boca de aquel invento del averno. Temblaba hasta el misterio. Incluso Dávila, templado a fuego lento en Flandes, se sorprendía de lo poderoso que llegaba a ser aquel cañón. Hércules le llamaban. ¡Y qué ruido mete!, se decía.
Las balas de 36 libras llegaban claramente a la segunda línea inglesa. Al barco que toque lo hunde de cuajo, se dijo, mientras intentaba, por enésima vez, ver dónde caía esta vez la bala, de nuevo, sin conseguirlo. Ésta atravesaba la nube de humo encima de las líneas de barcos formadas por Stayner y Egües y entonces perdía la trayectoria. Maldita sea.
El despliegue inglés ha estado bien, se dijo Dávila, mientras oteaba la formación inglesa. Pero no ha sido perfecto. Sus líneas se han colado entre las nuestras pero no de manera homogénea. Con el catalejo pudo apreciar cómo había más concentración de barcos ingleses cerca del Castillo de Paso Alto que cerca del de San Cristóbal donde él estaba. De la Cueva se va a poner las botas.
- ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego! ¡¡Recargad!! ¡¡¡Rápido!!!
Lástima que no tengamos más cañones, se lamentaba. No iba a quedar ni uno. Nos pondríamos las botas. Sí, nos están dando de lo lindo, se dijo. Tanto barco de guerra junto es lo que tiene: Muchos cañones. Pero la efectividad de nuestros disparos está siendo altísima. Los estamos machacando.
La primera línea española, formada por los barcos de bajo tonelaje, había soportado más de lo esperado el envite inglés. Pero eran los galeones los que estaban resistiendo lo indecible.
- Es imposible, se decía Stayner. No se hunden… su formación no se deshace…
La humareda, la tensión del momento no le había dejado ver que la línea de barcos españoles se mantenía unida porque los buques estaban unidos proa con popa por gruesas maromas. Los galeones se estabilizaban unos a otros y el conjunto se mantenía a flote aún estando diezmado. Stayner comprendió la maniobra y ordenó que los abordaran para romper esas uniones y que aquellos barcos que estaban ya muy maltrechos se hundieran para abrir la línea y debilitar más la posición española…
Pero las fuerzas ya no eran las del inicio. La cadencia fulgurante inicial ralentizó su ritmo porque tanto los hombres como los cañones necesitaban descanso… buena parte de las dotaciones inglesas estaban dedicadas a achicar agua o a tratar a los heridos, si no es que eran ellos los heridos o muertos. Cada vez menos cañones estaban disponibles o alineados y a los barcos les costaba maniobrar. La batalla se alargaba…
- Maldita sea. Cuatro horas largas de combate y la Flota aún resiste. Se lamentaba Blake mientras observaba la lucha encarnizada que tenía lugar entre Stayner y Egües.
Un fogonazo de mil demonios se oyó en la distancia. A los pocos segundos una mano gigante agitó el George como si de un barco de juguete se tratara. Un choque violentísimo que hizo volar miles de astillas por toda la cubierta.
Habían transcurrido más de cuatro horas de duro combate y la derrota de la flota española no llegaba. Y si la flota no caía, no se podían arriesgar a desembarcar. Le sacó de su pensamiento que le intentaran quitar la casaca a lo que él reaccionó con un gesto brusco de defensa. Su médico le estaba señalando la elaborada casaca que se estaba empapando de sangre. Estaba herido. Tal vez de un astillazo, quien sabe. No era grave, así que lo despidió y se concentró de nuevo en la batalla naval que no se desarrollaba, ni de lejos, como él había pensado.
Para más complicaciones inglesas, la línea española más cercana a la costa había sucumbido finalmente a los cañones ingleses y se había hundido; eso era bueno pero había dejado a las fortalezas y la muralla la posibilidad de disparar con vía libre en el flanco de tierra de la línea de Stayner. Y eso era malo, muy malo. Y seguía quedando en pie la línea de galeones de Egües y Centeno que resistía contra viento y marea…
Los galeones desarbolados, hombres heridos y muertos por doquier. La inmensa mayoría de los cañones inutilizados. La línea de barcos se mantenía a duras penas, pero en breve ni eso. Las lanchas inglesas estaban abordando los barcos para cortar las maromas que los mantenían unidos… y a flote. Hasta aquí hemos llegado, Dávila. Sin más, dio la orden.
A duras penas se fue transmitiendo la señal convenida entre las cubiertas de los barcos. Todas las tripulaciones de los barcos sabían lo que tenían que hacer.
- Por Dios, Almirante, hágalo ya…! Rogó Dávila mientras observaba con el catalejo cómo las barcas inglesas intentaban abordar los galeones españoles.
La explosión los dejó a todos conmocionados. El polvorín del galeón Jesús María había saltado por los aires. La tripulación, a órdenes de Egües, había abandonado el barco instantes antes. Y en poco tiempo el resto de barcos españoles repetía la escena. En un tiempo récord la Flota de Nueva España había sido tragada por el agua.
Cuando el mar calmó su hambre, en la superficie de la bahía sólo quedaban barcos ingleses. Todos con muchísimos desperfectos, algunos ya inservibles. Con tripulaciones diezmadas y exhaustas por tantas horas de dura lucha. Muertos a cientos y cientos de heridos… No sin sorpresa, los ingleses vieron con satisfacción que por fin habían terminado con la flota española, aunque la hubieran hundido en parte ellos mismos.
Una descarga cerrada de todas las baterías terrestres les despertó de la brevísima calma después de las explosiones.
- ¡¡Fuego, fuego, fuego!! Gritó Dávila desde San Cristóbal.
- ¡¡Fuego, fuego, fuego!! Gritó de la Cueva desde Paso Alto.
Los españoles sonrieron. Los ingleses apretaron los dientes…
Inmediatamente Blake cayó en la cuenta. Y con él la flota inglesa. Sería una carnicería concluyó Blake. La estrategia española había sido todo un éxito: utilizar la astucia de unir los barcos con maromas, resistir lo indecible, causar el mayor estrago posible y por último sacrificar y hundir la Flota de Indias para, desde tierra, tener un jaque-mate nítido, como el que ahora se abría en la bahía de Santa Cruz, con la flota inglesa a merced de las baterías españolas.
En esta situación, si intentaban desembarcar el coste sería inasumible y no se podría garantizar, ni de lejos, que pudieran hacerse con el cargamento de la Flota de Indias. Antes seguramente perdería entera su ya diezmada flota.
Mientras seguían silbando las balas españolas buscando madera inglesa que astillar, Blake tomó la decisión de virar en redondo. Se iban. Ya no tenían nada que hacer nada allí. Dos galeones, nueve barcos de transporte hundidos, volver con las manos vacías y la flota seriamente agujereada, no era un gran botín para tan magnífico despliegue. Más bien todo lo contrario… A ver cómo se lo cuento a Cromwell, se dijo.
Desde tierra, tanto de la Cueva como Dávila, pudieron ver con claridad cómo los barcos hacían maniobras para retirarse. Desde las baterías se seguía disparando con toda la cadencia que los cañones permitían mientras se alejaban a todo trapo los barcos ingleses.
Un último fogonazo de mil demonios salió desde un cañón de la fortaleza San Cristóbal. Era el Hércules que despedía a la flota inglesa que ya se alejaba lamiéndose las heridas, por el mismo sitio por donde vino pero con menos elegancia y gallardía con la que llegó… mucha, mucha menos.
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PD: Diego de Egües, Bartolomé Benítez de la Cueva y Centeno salieron vivos de la épica batalla. Fueron condecorados.
Sobre el Tesoro de la Flota de Indias, en cuanto pisó tierras canarias ya estaba siendo negociado. Se contrató una flota neutral para trasladarlo y así evitar el ataque inglés.
Felipe IV agradeció y premió a los vecinos de Santa Cruz por la defensa que habían llevado a cabo. En su bandera hay tres cabezas de león cortadas. Una de ellas es por Blake.
En Inglaterra la Batalla de Santa Cruz se vendió como un victoria inglesa. Sin comentarios.
Blake murió a los dos meses. Dicen los ingleses que de escorbuto pero a estas alturas ¿quien se lo cree? Otras fuentes indican que de fiebres y otras de unas viejas heridas…. por ejemplo las provocadas en la batalla de Santa Cruz y que fueron mal curadas, pensamos nosotros y que tiene todo el sentido.
La inmensa flota inglesa desplegada para atrapar la Flota de Indias se fue con viento fresco a los pocos meses desbloqueando la costa gaditana. El coste de la empresa había sido altísimo y había generado un agujero mayúsculo en las arcas inglesas. El ROI (retorno de la inversión) del proyecto de hacerse con las Flotas de Indias resultó un fiasco de dimensiones colosales.
Cromwell tras fracasar en el intento de que el Parlamento aprobara volver a financiar la guerra contra España, lo disolvió. Murió al año siguiente, le sucedió su hijo… y un nuevo periodo de inestabilidades surgió en Inglaterra. La república inglesa se desmoronaba… La guerra contra España había sido un fracaso en todos los sentidos y había acelerado su caída. Durante unos años, Inglaterra volvió a desaparecer del mapa político internacional.
No lo decimos nosotros, lo dice la Historia: A Inglaterra no le sientan nada bien las guerras contra España.
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