Garachico a las puertas del infierno (Relatos del ayer - 35)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en la Revista NT de Binter en su número de mayo de 2019).
 
 
 
          Dormía la Villa de Garachico la madrugada del 5 de mayo de 1706. Aunque no todos los lugareños lo hacían. En el monasterio de la Inmaculada Concepción, las monjas acudían a maitines. Bernardo terminaba de acomodar la carga en el carro, mientras las dos mulas daban buena cuenta del heno fresco que su amo les había proporcionado; el arriero quería partir camino de San Cristóbal de La Laguna en cuanto asomase el sol. Gonzalo, su esposa Rosario y su hijo Manuel trabajaban en la panadería, ya a pleno rendimiento. Mercedes daba el pecho a su hija recién nacida, mientras Antonio, el esposo, que como ella no había pegado ojo, tomaba un cuenco de gofio y leche, sin prisas, para acudir luego al muelle, el más importante de la isla, donde trabajaba como peón de carga. Esa mañana estaba previsto embarcar una buena partida de barriles de vino en un galeón que había arribado a puerto hacía dos días, y que partiría rumbo a la Nueva España, en cuanto sus bodegas estuviesen al completo de tan preciada mercadería.
 
          Reinaba el silencio en Garachico, cuando de súbito, aquellos que madrugaban sintieron bajo sus pies el suelo temblar. Al instante, otro temblor aún más fuerte, una sacudida que hizo tambalearse los muebles y un ronco estruendo que llegaba de lo alto de Montaña Negra, al sur, a espaldas del pueblo. En el convento de la Inmaculada Concepción, las monjas callaron de súbito el rezo, estremecidas, mirando todas a la madre superiora. Las mulas de Bernardo tensaron los músculos, pateando el piso, emitiendo un gemido entre el rebuzno y el relincho propios de su especie. A Mercedes se le dispararon las palpitaciones, retiró al bebé del pecho y éste lloró desconsolado ante la súbita reacción de su madre. Los garachiquenses se echaron a la calle, dirigiendo la mirada hacia la montaña que abrigaba al pueblo, y, tan aterrados como aturdidos, presenciaron el cielo enrojecerse, oyeron el trueno de la tierra y el suelo estremecerse de nuevo. A gritos, algunos señalaron un reguero de lava, roja como el hierro en la fragua, asomar por el borde de la cumbre. No había tiempo que perder, más se apreciaba ahora el resplandor del fuego que desde las entrañas de la tierra amenazaba las vidas de los habitantes de la próspera localidad tinerfeña. 
 
          Del 5 al 14 de mayo estuvo el Trevejo vomitando lava.  Sobre el pueblo corrió un torrente de materia incandescente que se partió en dos brazos principales, reduciendo a cenizas todo lo que se encontraba a su paso. Un brazo de lava sepultó el muelle; el otro abrasó la iglesia parroquial, el convento de San Francisco, el monasterio de Santa Clara y toda la calle de arriba, donde estaban los edificios más suntuosos. Milagrosamente, el río incandescente bordeó el convento de la Inmaculada Concepción, librándose éste de sucumbir bajo las brasas del infierno. Hombres, mujeres, niños y ancianos huyeron hacia Icod, a pie, a caballo, en carruajes, con los enseres más preciados o necesarios. Gracias a Dios, no hubo víctimas mortales, pero sepultados por la lava el puerto, las viñas y medio pueblo, Garachico quedó sumido en la ruina. 
 
 
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