Unas Reales Ordenanzas que dejaron huella
A cargo de Emilio Abad Ripoll (Pronunciada en el salón de conferencias del Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias el 22 de octubre de 2018).
Queridos amigos:
Como saben ustedes, los codirectores de la Cátedra General Gutiérrez -con una persistencia en situarme en este atril que quizás mereciera un estudio psiquiátrico de ambos- me encomendaron hablar, de las viejas Ordenanzas de don Carlos III.
Y es que hoy, 22 de octubre de 2018, se cumplen exactamente 250 años desde que otro 22 de octubre, pero de 1768, Don Carlos III, por la gracia de Dios Rey a la sazón de España y de muchos más sitios, estampase su firma al pié de las denominadas Ordenanzas de Su Majestad para el régimen, disciplina, subordinación y servicio de sus Ejércitos.
ispuesto a ello con toda mi buena voluntad, empezamos la charla.
UNA INTRODUCCIÓN Y UN AGRADECIMIENTO
A lo largo (y valga la redundancia) de una larga vida militar uno ha tenido muchos superiores, agrupados en tres conjuntos, como decía el viejo Catecismo Ripalda de mi niñez: los que lo eran por edad (o sea, los más antiguos), por su saber (que en mi caso eran legión) y por su gobierno (es decir, los que llevaban más estrellas que yo en las hombreras). Y me considero muy afortunado (a lo mejor muchos de ustedes también piensan lo mismo) porque de la mayoría guardo enseñanzas sin fin y gratísimos recuerdos que han sido un componente importante en mi formación como persona y como militar.
No es el momento ahora de ponerme a desgranar nombres, aunque sí mencionaré a uno -superior a mí en los tres términos citados, y además maestro y amigo- pues aquella persona guarda una estrecha relación con el tema de la charla de hoy. Me refiero a quien llegó a ser general de brigada de Infantería don Hilario Martín Jiménez.
Nos conocimos a finales de 1979. Él, recién ascendido a teniente coronel, había sido destinado, allá por septiembre, como Jefe de Estado Mayor de la Jefatura de Tropas de Tenerife. Yo, también recién ascendido, pero a comandante, fui destinado en noviembre a ese mismo Cuartel General, por lo que estaba bajo sus directas órdenes. Pronto supe que mi JEM había formado parte de la Comisión encargada de redactar las RR. OO. de S. M. don Juan Carlos I, que, tan solo hacía meses, acababan de sustituir a las muy antiguas y veneradas de don Carlos III, cuya vigencia había llegado a los 210 años.
También pronto en nuestras conversaciones surgió el candente tema de esa sustitución. Y cuando digo candente aplico bien el adjetivo porque, lo recordarán quienes en esa época ya estaban en las filas del Ejército, muchos se hacían -nos hacíamos- con frecuencia la pregunta de si había sido necesario “cargarse” (era la expresión más usada) las venerables Ordenanzas de 1768.
De primera mano, los destinados en aquel pequeño y entrañable Cuartel General, conocimos los entresijos de los trabajos de la Comisión redactora de las nuevas Ordenanzas y, sobre todo, el afán de todos sus componentes por preservar lo que realmente era sustancial en las viejas, y reproducirlo en las que, a partir de ahora, serían la norma de conducta moral de nuestros Ejércitos.
Hilario sabía bien de lo que hablaba. Hacía tan solo dos años había sido galardonado con el Premio Ejército por su obra Ideología y política en las Fuerzas Armadas, un libro muy profundo, y hasta polémico, y en los momentos en que les hablo, principios de 1980, estaba culminando éste que tengo en las manos: Los valores morales de las Fuerzas Armadas en las RR. OO. de S. M. D. Juan Carlos I. Esta obra sería declarada, aquel mismo 1980, de utilidad para los Ejércitos y tuvo un amplio eco en el ambiente militar español. Por ejemplo, hace unos meses, nuestro TG. Palacios me hablaba del libro, que creo utilizaron en la Escuela de Estado Mayor.
Lo leí en aquel entonces, para complementar las charlas con mi teniente coronel, y les puedo asegurar que lo he abierto muchas otras veces, pues lo conservo como un tesoro de ideas al que acudir cuando uno necesita inyecciones cerebrales. Y este libro es el que me ha servido, en la ocasión que nos ocupa, para trazar las líneas principales de mi intervención. Por ello, muchas gracias Hilario, mi teniente coronel, mi general.
Pues bien, empezaremos con una pregunta fundamental:
¿QUÉ ES UNA ORDENANZA?
Una de las acepciones de la RAE, la 2ª, nos dice que Ordenanza es un “conjunto de preceptos referidos a una materia”, pero la 3ª se refiere en concreto a la Milicia al decir que es “la que está hecha para el régimen de los militares y buen gobierno de las tropas”. Pero yo creo que también podría definirse como “una norma relativa a la organización de algún asunto en concreto de la vida militar, empleándose el plural -Ordenanzas- cuando se refieren a varios temas.”
Profundizando un poco más en las antedichas definiciones, y sin salirnos del contexto militar en que estamos desenvolviendo la charla, podemos considerar que una Ordenanza:
-Es una regla o norma moral formativa, que especifica y distingue entre valores imperecederos, es decir, los que no “pasan”, y otros que por circunstancias (época, cambios…) deben incluirse en el momento de la redacción; y los mezcla, o funde, o combina, acomodándose a la situación, pero nunca en detrimento de la esencia.
-No es un tratado explicativo ni justificativo, pues no dice el “por qué”, sino el “qué” y el “cómo”.
-Debe ser capaz de transmitir a los hombres y mujeres que constituyen las FAS los principios básicos que forman su Esencia y sustentan su Existencia.
En España, en sus Ejércitos me refiero, existe una fuerte tradición ordenancista enfocada claramente a dos aspectos: el regulador de los temas militares (especialmente los trascendentes), y el de establecer una relación casi personal entre quien la promulga (el rey, un comandante en jefe…) y aquellos a quienes se dirige (sus soldados, su ejército…).
También nos podríamos preguntar, como en el caso del huevo y la gallina, si fue la Ordenanza la que dibujó el perfil psicológico del soldado, del guerrero, del hombre de armas o, por el contrario, fue la “forma de ser” y la “manera de actuar” de aquellos soldados, guerreros u hombres de armas, las que fueron constituyendo la Ordenanza, de modo que en ésta se recogieran, como normas o mandatos, aquellos comportamientos o aquel estilo. Sea como fuese, las Ordenanzas Militares han sido la herramienta que utilizaron grandes capitanes y muchos monarcas para hacer llegar a sus soldados el bagaje espiritual que constituye la esencia y la base y motivo de la existencia del Ejército.
LAS ORDENANZAS ANTECESORAS DE LA DE CARLOS III
Como puede deducirse de lo que acabo de decir, desde muy antiguo se hizo notar la necesidad de contar con una Ordenanza, con un texto legal en que el rey o el caudillo expresara a sus hombres de armas lo que de ellos esperaba y el modo como debían llenar esas expectativas.
Pero no podemos hablar de tan sólo unas Ordenanzas, aunque por antonomasia hayan sido las de Carlos III las que todos tenemos en la mente si se emplea esa palabra. ¿Y por qué causa no pudo contarse desde un principio con una Ordenanza permanente? Pues yo creo que porque no se ceñían únicamente a lo que acabamos de decir, es decir, a fijar unos principios formativos, sino que también incluían temas relacionados con aspectos que estaban sujetos a una natural evolución continuada, como los medios con que se contaba, el despliegue de las fuerzas o los aspectos organizativos, sin olvidar el escenario geográfico, fuerzas aliadas, etc. Ello daba a la Ordenanza un estilo o un carácter temporal, opuesto a una más que deseable intención de durabilidad o permanencia. Si además, como destacan algunos autores, la Ordenanza se editaba en un volumen único, del que era imposible segregar capítulos o apartados que hubiesen quedado desfasados por el tiempo o las circunstancias, lo más práctico parecía ser la implantación de unas nuevas.
Martín Jiménez nos dice que en tiempo de los visigodos, en el siglo VII, las cartas-pueblas o fueros dirigidos a los hombres de armas ya pueden considerarse “ordenanzas”. Así, el rey Wamba, en el año 674 promulgaba unas “Reglas” para los ejércitos del rey y la defensa de la “patria de los godos”. También es don José Almirante en su famosísimo Diccionario quien se inclina a asegurar que aquellos antiguos Fueros de los reinos españoles eran el primer brote de Ordenanzas, tal y como las entendemos hoy en día. Y a lo largo de los siglos siguientes los eruditos, como Menéndez Pidal, siguieron encontrando cartas y fueros de mayor o menor importancia, hasta que al llegar al XIII aparecen las hermosas recomendaciones contenidas en la Segunda de Las Siete Partidas promulgadas por Alfonso X el Sabio.
a) La Segunda Partida
Almirante nos dice que Alfonso X, con sus muchos defectos, entre los que señala su voluble carácter y “una ambición… tan irreflexiva y pueril que anhelaba el imperio de Alemania”, mientras mostraba “un desdén inmotivado hacia su propia tierra” descuella en la Historia como autor o compilador de Las Siete Partidas, redactadas entre 1256 y 1265. y a las que considera don José Almirante como “puro manantial de nuestra lengua, de nuestra Legislación y Ordenanza Militar”.
En realidad el nombre de la Segunda Partida es algo más largo: “Lo que conviene hacer a los reyes y emperadores, tanto por sí mismos como por los demás; lo que deben hacer para que valgan más, así como sus reinos, sus honras y sus tierras se acrecienten y guarden, y sus voluntades según derecho se junten con aquellos que fueren de su servicio.”
Se compone de 31 títulos, o capítulos, y 359 leyes. Trata del poder temporal de emperadores y reyes, que distingue y separa perfectamente del poder espiritual. Establece muy importantes disposiciones, como, por ejemplo, la de la sucesión en el trono, pero, en relación con lo que hoy nos interesa, define las relaciones de Mando y Obediencia, que se deben regir por la Fe y la Razón.
En el Título 10, Ley 19, aparece ya una mención a la defensa del reino y a los encargados de ello, pero en los Títulos que a continuación se relacionan es cuando se entra con mucha mayor profundidad en el tema.
- Título 21 (20 Leyes): “De los caballeros y de las cosas que les conviene hacer” (Cualidades morales y físicas, armamento, cabalgaduras, estandartes…).
- Título 22 (7 Leyes): “De los adalides, los almohades y los peones”.
- Título 23 (11 Leyes): “De la guerra y de las cosas necesarias que pertenecen a ella”.
- Título 27 (1 Ley): “De los galardones”.
- Título 28 (1 Ley): “De cómo han de ser castigados y escarmentados los hombres que andan en las guerras por los yerros que hicieren”.
Son, como ven, 40 leyes que ya componen un cuerpo jurídico dedicado especialmente a quienes debían defender al Rey y al reino.
b) Otras ¿Ordenanzas? y Ordenanzas
Desde aquellas décadas centrales del siglo XIII, siguieron apareciendo normas variadas que a veces, pocas, llevaron el nombre de “ordenanzas”, auque en realidad no fuesen más que meras disposiciones administrativas en su inmensa mayoría. Saltémoslas, pues hasta que, ¡cómo no!, nos topemos con las egregias figuras de Fernando e Isabel, o al revés que “tanto monta”.
Y, efectivamente, en el verano de 1503, el rey en Barcelona y la reina en Castilla, firman unas Disposiciones “para la buena gobernación de las gentes de sus guardas, artillería, y demás gentes de guerra y oficiales de ella”. Según Almirante no eran propiamente Ordenanzas, pues faltaba la materia prima, es decir, el Ejército permanente. Sin embargo, el coronel Fernando de Salas López, conocido tratadista militar del siglo XX, creía, y así lo expresaba en un trabajo titulado “El Ejército español y los Ejércitos hispanoamericanos”, publicado en el número 150 de la Revista de Política Internacional, que aquellas sí eran ya unas verdaderas Ordenanzas.
Sea como fuere, con una u otra denominación, son, desde luego, el origen inmediato, si no la primera de una larga serie de Ordenanzas Militares, aunque solo se refirieran, como argumenta Almirante, a Administración y Contabilidad, dejando aparte temas tan fundamentales como la Disciplina, la Organización o la Táctica.
También es innegable que en el siglo XVI tuvimos, pero siempre fuera de España, magníficos y casi invencibles ejércitos, con los mejores capitanes y soldados, pero no tuvimos unas Ordenanzas Generales. Sin embargo, sí es cierto que, a partir de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, cuando un Ejército se constituía para luchar donde fuera (Nápoles, América, Flandes…) su Comandante en Jefe dictaba unas Ordenanzas.
De algunas de ellas, por su enorme importancia, voy a hablar enseguida, pero antes quiero exponerles un relación con las Ordenanzas que he podido encontrar dictadas por los sucesivos monarcas españoles, hasta llegar a Fernando VI, en el que vale la pena que más tarde nos detengamos un poco por lo mucho que los trabajos al respecto que se hicieron en su reinado tuvieron que ver en la gestación de las de Carlos III.
- RR. CC. : 1503 y 1512
- Carlos I: 1525, 1536 y 1551
- Felipe II: 1560, 1562 y 1573. (Y otra del Duque de Alba en Portugal, 1580)
- Felipe III: 1598. 1603 y 1611 (y otra del Virrey del Perú en 1604)
- Carlos II: Recopilación de las Leyes de Indias, 1681)
- Felipe V: 1701, 1702, 1704, 1705, 1706, 1707, 1708, 1710, 1712 y 1728
- Fernando VI: 1748 (dedicada a la Armada), 1749 y 1750
Es de destacar que esas Ordenanzas, exceptuando la primera de los RR. CC., eran de carácter general, y en ellas se incluían las militares.
Y ahora, como les acabo de prometer, vamos a comentar algo sobre algunas Ordenanzas no firmadas por los Reyes, sino por algunos de sus mejores Capitanes, que fueron de gran importancia.
c) La Ordenanza de Hernán Cortés (1520)
De “Ordenanza suelta” califica Almirante estas disposiciones dictadas por Hernán Cortés en un momento difícil para sus fuerzas. Tras haber perdido la ciudad de Méjico, con el trágico episodio de la Noche Triste del 1 de julio de 1520, Cortés había conseguido reorganizar sus pocas unidades españolas y, con el apoyo de sus aliados taxclatecas, decidió recuperar la capital azteca.
El 26 de diciembre de aquel 1520 se celebraba un “alarde” o parada militar en las afueras de Tlascala y, por orden de Cortés, un pregonero público leía ante las unidades formadas, para que nadie pudiese alegar ignorancia en el tema, “las ordenanzas é costumbres por donde se rigieren é gobernaren aquellos que hubieren de seguir y ejercer el uso de la guerra, á los españoles que en mi compañía agora están o estuvieren…” y que como Capitán General y Justicia Mayor en aquella Nueva España del Mar Océano, había firmado cuatro días antes.
En su proemio, Cortés justificaba la necesidad de esas normas basándolas en la experiencia de que quienes han triunfado en la guerra lo han hecho en “buena ordenanza”, pero quienes no siguieron “la buena costumbre y orden que en la guerra se debe tener… sufrieron grandes infortunios, desgracias y muertes.” Además resaltaba que la circunstancia de enfrentarse a unos enemigos que son “la más belicosa y astuta gente en la guerra” con el añadido de que los nuestros son “tan pocos y tan apartados y destituidos de todo humano socorro” reforzaba la necesidad de “hacer las ordenanzas.”
Las Ordenanzas se comprenden en unos 5 folios, cuyos 19 artículos se inician con un extenso primero en el que Cortés expresa con claridad su intención y el motivo de la guerra, que no es otro que: “traer y reducir a los naturales al conocimiento de nuestra Santa Fe y creencias” así como para supeditarlos “al domino imperial y real de Su Sacra Majestad.”
Los artículos siguientes van dedicados a la prohibición de la blasfemia, de los juegos, de las reyertas entre españoles, de las burlas hacia otras Unidades propias, del alejamiento de los lugares de estacionamiento o aposento marcados (tanto por individuos como por Unidades) y a los castigos que se impondrían a los infractores.
Vienen luego otros artículos regulando la organización de las compañías (en “cuadrillas de 20 en 20 españoles, cada una con un cuadrillero o cabo de escuadra”), el modo de organizar las vigilancias, especialmente por la noche o la forma de reunir las compañías, con las sanciones que conllevaba su no cumplimiento. Destaca aquí, encuadrado en un apartado que hoy podríamos denominar “normas de mando y control” la estricta orden que se da a los capitanes de que no ataquen al enemigo “sin que previamente les sea por mí mandado”, cuyo incumplimiento era penado con la muerte.
Otro artículo importante se dedica a la necesidad de predicar con el ejemplo, tanto los mandos con sus tropas como los españoles ante los indígenas aliados. Y termina con unos artículos dando normas para evitar los saqueos indiscriminados y sin recibir orden para ello.
Evidentemente, como nos decía Almirante, no son unas Ordenanzas generales, pero su lectura da fe de las indiscutibles valía militar y capacidad de liderazgo de Hernán Cortés y refleja la estricta disciplina que imperaba en aquel reducido ejército que tantos sufrimientos arrostró, tantos éxitos alcanzó y tantas tierras conquistó.
d) El Discurso… de Sancho de Londoño (1568)
Y el propio Almirante nos asegura que la Ordenanza en el sentido que en el siglo XIX ya se le daba a esa palabra, tuvo su origen en el famoso Discurso sobre la forma de reducir la disciplina militar a mejor y antiguo estado redactado por el Maestre de Campo don Sancho de Londoño. Desgraciadamente, es más que posible que, incluso en su Rioja natal, su nombre sea más conocido por una Bodega que se denomina así que por su obra.
Al igual que hicimos en el caso de Cortés, vamos a repasar brevemente el “clima” en que nace esta reglamentación. Apenas se produce la abdicación de Carlos I en su hijo Felipe II (1556), las 17 provincias que constituyen los Estados de Flandes se declaran en rebeldía contra el nuevo rey. La gobernadora, Margarita de Parma, tiene que ser sustituida por don Fernando Álvarez de Toledo, Duque de Alba, quien a lo largo de más de seis años (1567-1573) intenta -manu militari- solucionar el conflicto, sin conseguirlo. Es en ese contexto, casi al inicio del período, cuando el Duque encarga a Sancho de Londoño redactar unas Ordenanzas para su Ejército en las guerras de Flandes.
¿Quién era aquel veterano soldado que en 1567, al frente del Tercio de Lombardía, había llegado a Flandes por el famoso “Camino Español? Por mi parte, no me resisto a copiar y leerles la descripción que de él hace Almirante:
“Londoño pertenecía a aquella raza de hombres de guerra del siglo XVI que, como Valdés, Mendoza, Colonna, etc., pudieran llamarse universales; pues lo mismo traducían y comentaban a César y Homero en sus respectivas lenguas, que tomaban una batería o daban una carga. Embajadores ostensibles unas veces, agentes secretos otras, negociaban con tino, exploraban con sagacidad, trastornaban y revolvían un Estado con travesura diplomática: y a vuelta de una misión política, de un certamen literario, si encontraban su Tercio a punto de combate, con él campaban, con él se batían, con él daban cima a sus atrevidas empresas; importándoles lo mismo acuchillar un escuadrón en campo raso, que subyugar un pueblo rebelde, que desarrollar laboriosas trincheras ante los orgullosos baluartes de una plaza fuerte. ¡Lástima que se rompiese el molde de aquellos inimitables soldados!”.
Londoño comienza su famoso discurso, bastante largo, pues en formato DIN A-4 actual ocupa nada menos que 36 hojas, en tamaño 12 e interlineado sencillo. En un breve preámbulo ensalza la marcha de 68 jornadas que, por el Camino Español, ha hecho el Duque con su ejército, compuesto por 9.000 infantes españoles y 1.000 caballos, de Italia (“mi ventura”) a Flandes (“mi sepultura”), pasando “por donde jamás se oyó que otro pasase; y lo que más es de maravillar, sin que se sintiese falta de nada ni se sintiese desorden alguno…”.
El Discurso… propiamente dicho comienza declarando indudable que “la larga paz y poco ejercicio del arte militar pone en olvido su buena disciplina (del Ejército)” y destaca, ya de entrada, que para recuperarla, “su principal fundamento es la obediencia”.
Tras detallar prolijamente derechos y deberes de todos los cargos y empleos, y dar normas relativas al empleo táctico de la unidades, incluyendo marchas y acantonamientos y uso de los materiales, comienza a relacionar los 70 artículos que constituyen el núcleo del Discurso, o de la Ordenanza, como le queramos llamar, no sin antes advertir que “sería andar por las ramas hacer ordenanzas y estatutos para enfrenar y tener a raya a los que han de obedecer, si no se introducen primero todos los necesarios para los que han de mandar”. Lógicamente, muchos artículos están más que desfasados o no tiene aplicación hoy en día, pues no en vano han pasado exactamente 450 años desde que se redactaron, pero, así y todo, algunos me llaman la atención porque, en determinados aspectos, los podíamos considerar “actuales”. Por poner tan solo un ejemplo, ahí va lo que dice el primero:
“Que todos los soldados… al tiempo de ser admitidos… con juramento solemne se obliguen a servir bien y fielmente a Su Majestad… a obedecer a todos sus superiores, a no partirse del ejército ni de su compañía sin licencia… de quien se la pudiera dar”
¿No les parece que en tierra de Flandes se oiría algo muy parecido al actual “¿Juráis por Dios o por vuestro honor y prometéis a España, besando con unción su Bandera, obedecer y respetar al Rey y a vuestros Jefes, no abandonarles nunca…"? Es de destacar el empeño que pone Londoño en resaltar que el comportamiento del militar, dentro y fuera de las Unidades, en paz, de servicio o en guerra debe ser exquisito. A mí me recuerda aquello que sospechaba Calderón cuando decía en su famosa poesía que “aquí”, en el Ejército, en las FAS, “el pecho adorna al vestido”.
e) La Ordenanza de Alejandro Farnesio (1587)
Así, en singular, la Ordenanza, porque en este caso se trata de unas normas dictadas para regular tan solo un tema: la actuación de la Justicia en el Ejército. Su importancia estriba en que, según palabras de Almirante, “abren el camino a la moderna Justicia Militar”. Un personaje de nuestra época, gran profesor e importantísimo político, don Manuel Fraga Iribarne, dijo de esta Ordenanza de Farnesio que “era la fuente más importante de todo el moderno Derecho Militar europeo, iniciando un sistema que, en su esencia, llega hasta nuestros mismos días”.
Volvamos al momento histórico. Hasta la propia Corte siente la influencia de la propaganda protestante contra la actuación de nuestros Tercios, dirigidos por el Duque de Alba en Flandes. Aquella tremenda operación propagandística es un capítulo muy importante de la Leyenda Negra (no hagan caso a mis palabras, pero lean a doña María Elvira Roca en su Imperiofobia y Leyenda Negra y, muy especialmente sobre este tema en particular, a nuestro ex - Capitán General de Canarias, el TG don César Muro en su libro Infantes con leyenda). Felipe II se cree las calumnias e influenciado por sus consejeros cambia de táctica y nombra Gobernador a don Luis de Requesens, quien obtiene aún peores resultados a través del diálogo y la negociación, instrumentos inútiles, como enseña la Historia y la Experiencia con los que no se puede convencer a quienes no quieren convencerse. Le sustituye el vencedor de Lepanto y hermanastro del rey, don Juan de Austria, con el que se vuelve de nuevo a la guerra contra los separatistas. Con un gran amigo a su lado, Alejandro Farnesio, obtiene algunos triunfos.
Y a la pronta muerte de don Juan, allá por 1578, será Farnesio quien le suceda en el mando de las tropas españolas y aliadas en Flandes. Alejandro Farnesio alcanzará resonantes victorias que culminarán con la capitulación de Amberes en 1585. También es por entonces cuando el rey halla “muy conveniente y necesario nombrar a un personaje letrado, sabio y experimentado en materia de justicia para ejercer (en el Ejército) el cargo y oficio de auditor general de campo”. Y designa para ello a don Baltasar de Ayala, que pasa a ser el asesor principal de Farnesio en “las materias concernientes a la justicia”.
Don Manuel Fraga opina que en la gestión de Ayala como Auditor se encuentra la raíz de la Ordenanza, pues, aunque muere muy joven y con menos de tres años en el puesto, en base a sus disposiciones Farnesio va a regular de manera definitiva la Justicia Militar con un edicto que lleva la fecha del 15 de mayo de 1587.
Una Ordenanza que era necesaria porque, como el propio Farnesio expresa en la justificación, “… no aviendo visto hasta agora instrucción u ordenanza ninguna de lo que toca al cargo de los Auditores de un exército, nos ha parecido hacer la presente… para remediar algunos abusos y que sepan hora y siempre lo que han de hacer, pues ansí conviene, y importa mucho, para la conservación de la buena orden y disciplina del exército.”
No voy a hablar más de esta Ordenanza, pues aparte de que soy totalmente lego en la materia de que trata, considero que lo dicho ha sido suficiente para destacar su enorme importancia. Y, una vez más, me atrevo a proponer algo a los Codirectores de la Cátedra: quizás fuese interesante que algún jurista nos ilustre en alguna ocasión de lo que la Ordenanza de Farnesio significó en el Derecho europeo de aquella época y la influencia que haya podido ejercer en la moderna Justicia Militar.
f) No hay que olvidar a muchos otros
Entre los siglos XVI y XVIII no fueron los de los citados los únicos nombres ilustres que aparecieron en el panorama del estudio del pensamiento militar. Merece destacarse, por ejemplo, Bernardino de Escalante, natural de Laredo, primero militar, luego universitario, clérigo, geógrafo, cartógrafo, etc., quien tras haber luchado en Flandes (era un enamorado de los Tercios) y posiblemente participado en 1557 en la batalla de San Quintín, dio a la imprenta en 1583 sus Diálogos del Arte Militar. Ni tampoco es digno del olvido un Mariscal de Campo con Felipe II que se llamó Francisco de Valdés, y cuya principal obra, Espejo y Disciplina militar, vio la luz en Bruselas en 1596. Así podemos llegar hasta 1730, en que don Álvaro Navia Osorio y Vigil, Marqués de Santa Cruz de Marcenado, publicó sus Reflexiones Militares.
Ellos, y otros más, apoyados en la obra de Londoño, debatieron sus ideas, ampliaron conceptos y, en definitiva, fueron a lo largo de aquellos siglos añadiendo frutos a la gran cesta del pensamiento militar que va a servir en la época de los Borbones para llegar a las más altas cotas ordenancistas, consolidándose así la tradición de que sea el Rey quien gobierne directamente a sus Ejércitos, un sistema jurídico que, en palabras de Martín Jiménez, era entrañablemente aceptado por los militares.
LAS REALES ORDENANZAS DE CARLOS III
a) Gestación y nacimiento
Recordarán que habíamos interrumpido la relación de Ordenanzas firmadas por los monarcas en Fernando VI, cuando les dije que era así para luego hablar con un poco más de detenimiento sobre la legislación militar de su época. Y a ello vamos.
Resulta que, reinando Fernando VI, un tal don Joseph Antonio Portugués, oficial mayor de la Secretaría de Despacho de la Guerra, había ido recopilando toda la documentación que obraba en el archivo de la Secretaría sobre disposiciones y ordenanzas militares que habían sido sancionadas entre 1551 y 1757 (recuerden, la última de Carlos I y el año en que se cerraba aquel trabajo). Conocedor de aquella enorme labor, aquel mismo 1757, Fernando VI ordenó a su Consejo de Guerra, compuesto por 4 personajes, que examinara la documentación recogida por el señor Portugués y estudiara la posibilidad de publicar una Colección General de las Ordenanzas Militares y demás Reales Resoluciones correspondientes a la jurisdicción de Guerra.
Así lo hizo el Consejo, y en julio de 1758 solicitaba del Rey la pertinente autorización para que se publicase la que debía llevar el nombre de Colección de Ordenanzas Militares. En septiembre S.M. accedía a lo solicitado, pero su muerte, meses después, bloqueó el proyecto.
Nombrado rey de España el que lo era de Nápoles, Carlos III, y pasado algún tiempo de su toma de posesión, el Consejo de Guerra reitera la solicitud. El nuevo monarca pide al Conde de Aranda, Capitán General del Ejército, que le informase al respecto y, ante lo favorable de la respuesta, en marzo de 1764 ordena que se publique. Aquel año, bajo la dirección de Portugués ve la luz la Colección General de las Ordenanzas Militares, sus innovaciones y aditamentos, dispuesta en 10 tomos con separación de clases, por don Joseph Antonio Portugués (1764), aunque, a modo de banco de pruebas, y para palpar sus resultados prácticos, solo se editaron tres tomos.
Aranda, y con él el propio Carlos III, deseaban que las Ordenanzas tuviesen un mayor componente espiritual, para lo que era necesario introducir nuevos conceptos morales de carácter permanente y de ámbito general. Por ello encomendaron a la Comisión o Junta de Guerra que extrajese lo primordial y necesario de la Colección, retocase lo que creyese susceptible de mejora e incluyese lo preciso para adaptarse los tiempos que corrían.
La Junta comenzó aquel arduo trabajo y 4 años después ponía a la firma del tercero de los monarcas españoles que llevaba el nombre de Carlos las tituladas Ordenanzas de Su Majestad para el régimen, disciplina, subordinación y servicio de sus Ejércitos.
Estaban divididas en tres tomos y, como estamos conmemorando esta tarde, su enorme valía, sobre todo de aquellos principios que al inicio califiqué como de inmutables o permanentes, las ha hecho perdurar en el tiempo, llegando su vigencia hasta nuestros días, pues, como bien conocen, más de uno de sus artículos están incluidos en las actuales Ordenanzas para las FAS españolas, y parte de su contenido se fue desglosando de ellas en forma de reglamentos de la más distinta índole, desde el orden cerrado a la táctica, desde los honores a la justicia, etc.
b) Aceptación y críticas
Sabemos que no fue fácil el proceso de la entrada en vigor o de aceptación de aquellas Ordenanzas recién implantadas. Pensemos por un momento en la época en que aparecen. Nos encontramos en Europa y en España en el momento en que están tomando cuerpo con mucha fuerza las ideas de la Ilustración. Buena parte de la oficialidad provenía de la aristocracia, por lo que en su conjunto no debía ser muy receptiva a las nuevas ideas liberales. Pero, como es muy conocido, una parte, minoritaria, sí, pero cualitativamente muy importante de los ofíciales del Ejército y la Armada estaban a la cabeza, a la vanguardia de las nuevas ideas. Lógicamente, se tuvo que producir una disensión importante entre unos y otros. Aquellos no estarían de acuerdo con el “progresismo” de algunos artículos, mientras que éstos tacharían de inmovilistas o incluso de cavernícolas a los primeros.
Ello llevó a que incluso apenas iniciado el XIX se pensara seriamente en sustituirlas por otras nuevas, pero las circunstancias históricas de aquellos momentos hacían muy difícil la realización de tamaño esfuerzo. Y así aparece en la obra de Francisco Villamartín, capitán de Infantería en 1862, cuando escribió su mejor obra Nociones del Arte Militar. E incluso sabemos que otro oficial de Infantería, don Antonio Vallecillo, uno de los grandes pensadores militares, no solo de aquel siglo, fue vocal de una Junta creada para encargarse de una nueva redacción, y que publicó en 1864 sus Comentarios históricos y eruditos a las Ordenanzas Militares expedidas el 22 de octubre de 1768, dedicados nada más y nada menos que al Duque de Tetuán, el TG O´Donnell, a la sazón, Presidente del Consejo de Ministros español. Clara señal, creo yo, de que aquel proyecto iba en serio.
c) Su vigencia
Pero lo cierto es que las Ordenanzas siguieron ejerciendo su influencia sobre generaciones y generaciones de militares. Posiblemente, los estudios críticos de Villamartín y Vallecillo contribuyeron a que se fueron podando ramitas inservibles y el árbol incrementara su vital fuerza.
Es difícil encontrar en cualquier legislación, nacional o extranjera, un duración en el tiempo, una longevidad, como la alcanzada por las Ordenanzas de Carlos III, un cuerpo jurídico al que, aún hoy en día, se considera la obra cumbre de la legislación militar española de todos los tiempos. ¿Y por qué? Vamos a estudiarlo brevemente.
En primer lugar por la amplitud de su contenido, ocho extensos y minuciosos Tratados, agrupados, como he dicho antes en tres gruesos tomos. Y luego, pero de mucha mayor importancia, porque en sus páginas se recogían los principios básicos, los pilares esenciales en que se fundamente la existencia del Ejército y la actuación de sus mandos.
Por eso, aún cuando con el paso del tiempo, al variar los medios, el entorno social, o como consecuencia de reorganizaciones internas, etc, muchos de sus artículos se fueron suprimiendo, mutilando o modificando, su prestigio aumentó porque los cambios sirvieron para resaltar lo que era inmutable, lo verdaderamente fundamental, lo que llamamos “el espíritu de la Ordenanza”.
d) Un aspecto curioso
Este librito que tengo en las manos, y cuya portada ven mejor ustedes en la pantalla, es uno de los que el primer día en la Academia General Militar, el 15 de septiembre de 1958, recibimos los flamantes y más que despistados Caballeros Cadetes de la 17 Promoción de la Tercera Época del aquel centro docente militar. Si lo observan con cierto detenimiento detectarán que por ninguna parte aparecen unas palabras que indiquen que se trata de un libro con marchamo oficial, editado, o al menos patrocinado, o avalado, por las FAS o por el Ejército de Tierra. Por el contrario, el de las Ordenanzas de don Juan Carlos I lleva en su portada el escudo de España y el del Ejército de Tierra, y en su interior se hace constar que está editado en los Talleres del Servicio Geográfico del Ejército. En el caso que nos ocupa, lo editó la Librería y Casa Editorial Hernando (S.A.). Fundada el año 1928. Arenal 1. 1955. Forma parte de la 19ª Edición y se hace constar en la portada que Estas materias están dispuestas de forma adecuada para el uso de la oficialidad y para la enseñanza de las Academias Militares.
Hilario Martín Jiménez añade que estos libros incluso violaban la expresa prohibición real de que “se vuelvan a imprimir estas Ordenanzas por otro impresor que el de mi Secretaría de Despacho de la Guerra, bajo la pena de perder los ejemplares y de ser multado y castigado cualquiera que lo ejecutara”.
Curioso o no, lo cierto es que en un libro como éste muchas generaciones de militares leímos por vez primera, y releímos una y otra vez los artículos que, a lo largo de una vida, nos sirvieron de guía y norma.
e) Lo que llegó de las RR. OO. de Carlos III hasta nuestros días
Prácticamente, lo que se conservó hasta nuestros días de las RR. OO. de Carlos III fue lo que contiene este libro, Y aún así, la mayoría de sus artículos estaban absolutamente desfasados. Les hablé de 8 Tratados, de los que en los años 70 del pasado siglo habían desaparecido por completo, derogados por sucesivas disposiciones, los que tienen en pantalla.
Lo principal que llegó hasta hace 40 años fue buena parte del Tratado Segundo, de lo esencial, como ya he dicho antes, y que conservaba una gran frescura y vitalidad, pese a su antigüedad.
Pero hubo otros, muchos, de los demás Tratados y de sus Títulos y Artículos que, sin que yo atisbe a conocer la causa (quizás la reluctancia a involucrarse en un trabajo de esa envergadura), habían permanecido, no sé como llamarlos, si vigentes o durmientes; y podía darse el caso -de hecho se daba- que alguien pensara que si un determinado artículo no estaba expresamente derogado, era una clara señal de que estaba en vigor, por muy anacrónico que pareciera. Me refiero muy en concreto al Tratado Sexto, del que habían desaparecido algunos de sus Títulos, pero del que estaban, vigentes o durmientes, otros más que obsoletos.
Esa ambigüedad podía dar lugar, como he dicho, a interpretaciones personalistas. No se podía negar su validez jurídica, pero tampoco se podía negar su anacronismo, que perturbaba, y a veces seriamente, la vida en los cuarteles. Más de uno de nosotros, los que éramos tenientes en los años 60, pasamos algún que otro innecesario mal rato en los servicios de guardia de prevención, de retenes o de semanas, si te “tocaba” algún superior “ordenancista” en el mal sentido de la palabra.
CONCLUSIÓN
Pero pese a ello, como nos decía mi maestro, el Tcol Martín Jiménez en aquellas conversaciones de las que hablé al principio, las Ordenanzas habían cumplido holgadamente su misión, y nos ponía a los que le escuchábamos como ejemplo de que ellas habían despertado en nosotros sentimientos de veneración y respeto. En nuestra mente, y en nuestros corazones estaban grabados a fuego artículos que, durante 200 años, habían ido guía o asidero de muchos. Aquellas frases realmente lapidarias, como "El oficial cuyo propio honor y espíritu no le estimulen a obrar siempre bien…" o "Todo servicio, en paz o en guerra…", o aquel conminatorio "… a toda costa lo hará", fueron las estrellas que nos marcaron el rumbo, un rumbo en que siempre tuvimos presente que "… en los lances dudosos debíamos elegir el más digno de nuestro espíritu y honor", como nos dejó escrito don Carlos III.
Para mí, que empecé la vida militar teniendo como libro de cabecera las RR. OO. de don Carlos III y la terminé con las RR. OO. de don Juan Carlos I, de 1978, representa una enorme alegría abrir nuestras Ordenanzas de hoy, las de 2009 y encontrarme con artículos de las más antiguas.
Y me sonrío porque estoy pensando en que, más de una vez, nuestras mujeres nos dicen que en cuanto nos juntamos tres o cuatro veteranos no sabemos hablar más que de aquellos ya lejanos tiempos de nuestros años en activo. Ellas quizás desconozcan que para nosotros, todavía, “el hablar pocas veces de la profesión militar” es una de las circunstancias que “suponen una gran desidia e ineptitud para la carrera de las armas”, como decía la vieja Ordenanza.
Y es por ello que, pese a lo que dije al inicio, debo daros las gracias, don Pedro y Fernando, mi general. Con la repetida confianza que depositáis en mí para que hable de cosas de la profesión militar, casi mantenéis mi aptitud para la carrera de las armas, es decir que casi me mantenéis en activo. Gracias, por lo tanto.
Y a todos mi agradecimiento también por la atención prestada.
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