Escala de Magallanes en Tenerife. Aviso a los NO navegantes.
Por Luis García Rebollo (Publicado en El Día / La Prensa el 28 de abril de 2018).
De cara a la conmemoración del V Centenario de la primera vuelta al Mundo iniciada por Fernando de Magallanes y completada por Juan Sebastián de Elcano, para la que se ha creado una Comisión Nacional bajo la Presidencia de Honor de Sus Majestades los Reyes, y especialmente de la conmemoración de los actos que puedan tener lugar en Tenerife, por su histórica vinculación con aquella gesta, no estarían de más unos apuntes náuticos, quizás necesarios, para poder entender aquel acontecimiento extraordinario y, en particular la recalada en nuestra isla.
La primera circunstancia que deberíamos tener meridianamente clara es que si fuimos el mayor imperio global y marítimo de la historia de la humanidad, no fue por casualidad, como todavía sostienen algunos crédulos del hispanismo decimonónico y leyenda negrista de William Prescott, sino por el extraordinario nivel científico de nuestros pilotos, astrónomos y constructores navales, el oficio de nuestra gente de mar, el rigor de nuestras instituciones, la voluntad política de nuestros gobernantes, y el entusiasmo necesario para llevar a término una hazaña tan descomunal como esa.
Nuestros pilotos de entonces, además de su formación, debían tener una virtud fundamental e imprescindible: la discreción. La información náutica, las rutas, los vientos y corrientes, la localización de los recursos naturales de las distintas islas y territorios, eran secretos de Estado en los que se sustentaba la economía y soberanía del Imperio.
El gremio de pilotos de la Casa de Contratación de Sevilla era absolutamente confidencial, sus descubrimientos no se daban a la imprenta, sino que se guardaban manuscritos en cofres de tres llaves. La misma Casa de Contratación los utilizaba para actualizar el Padrón Real, confeccionar nuevas cartas de navegación y derroteros que se les facilitaba con la necesaria reserva en las siguientes expediciones. La escasa divulgación de todo este material cartográfico y científico es el motivo por el que una buena parte se haya perdido. Recordemos que durante la invasión napoleónica se quemaron bibliotecas enteras solo para calentar a la tropa francesa.
Sin embargo, aún se conservan valiosísimos tratados como los de Alonso de Chaves, que resume toda la experiencia acumulada por nuestros pilotos desde la fundación de la Casa de Contratación en el siglo XV hasta el primer tercio del siglo XVI, o los de Baltasar Vellerino de Villalobos y Juan de Escalante que lo hacen hasta pasada la primera mitad. Trabajos que nos pueden orientar sobre la navegación de Magallanes a Tenerife. Junto con los datos que nos aporta Pigafetta, que era persona noble, culta y curiosa, pero que no era piloto, ni podía manejar documentación náutica reservada, y sabía poco o nada de navegación, especialmente al principio del viaje cuando hizo escala en nuestra isla. Cosa que es conveniente tener en cuenta a la hora de interpretar su diario, que no suele transcribir coordenadas ni información náutica sensible, cómo sí hace el diario de Francisco de Albo, piloto de la nao Trinidad, que se conserva, aunque lamentablemente no recoja el paso por Tenerife.
Según la documentación para pilotos citada de la Casa de Contratación, el viaje desde Sanlúcar de Barrameda a Canarias comenzaba en las inmediaciones del bajo y rompiente de Calmedina (Salmedina) frente a Chipiona, en altura (latitud) de treinta y siete grados. Desde allí, en invierno, los pilotos debían navegar en demanda de la punta de Naga (Anaga) en Tenerife, “al sudueste quarta al sur hasta estar tanto avante con el cabo de cantin, en la costa de berbería, y desde allí al sudueste cuarta al oeste hasta la mesma punta de naga”. El motivo de acercarse a la costa africana era prevenir la posibilidad de ser sorprendidos por alguno de los temibles temporales que azotaban el llamado “golfo de las yeguas”, entre el estrecho de Gibraltar y los cabos San Vicente y Cantín, para en aguas más tranquilas correr el temporal hacia el Estrecho o la bahía de Cádiz, o bien escapar hacia el Sur si ya se había sobrepasado Cantín (en latitud de 32,5º N).
Pero Magallanes dejó Calmedina el día 20 de septiembre, aún verano, por lo que debía navegar al “sudueste” franco para “…apartar de la costa de berbería y no la ver ni reconocer, por causa de su calor en el tiempo de verano suele causar calmas y con ellas vientos mareros, travesias que causan pesadumbres diarios y disgustos, y demás desto… haver por allí algunas galeras y galeotas de enemigos que pretenden ofender a los que pueden haller”.
Para después de recorrer “dosientas y treinta leguas”, avistar la punta de Anaga que “esta en altura de veynte y ocho grados y medio … es alta y tajada, y encima della hase como una mesa pequeña con dos mogotillos q parescen dos bohíos o cabañas de pastores, y echa de si dos farellones en el mar…” .
Llegado a este punto, Magallanes habría recorrido más de setecientas millas náuticas en seis días, a una velocidad media de unos cinco nudos, que con aquellos barcos solo era posible con un alisio moderado, propio por otra parte de esa época del año. Y a la vista de la punta de Anaga tendría que elegir entre la ruta norte y sus puertos: Garachico y San Sebastián de La Gomera. O la sur con los suyos: Santa Cruz y el tenedero de Montaña Roja. Además, sabía perfectamente que la decisión era irreversible porque ningún barco podía navegar directamente contra el alisio moderado para desandar el camino. Eligió la costa sur.
La misma decisión había tomado cuatro años antes Juan Díaz de Solís, piloto mayor de la Casa de Contratación, con la misma misión que Magallanes: encontrar un paso entre el Atlántico y el Pacífico para llegar al Maluco y las islas de la especiería. Al mando de tres carabelas, con la máxima discreción, “porque el viaje que ha de hacer conviene que sea secreto por muchas causas…”, sobre todo para no alertar al rey de Portugal.
Juan Díaz de Solís fondeó en octubre de 1515 en Santa Cruz de Tenerife, que era Puerto Real desde 1506, donde se aprovisionó de agua, víveres y sobre todo de tablones de tea para proteger sus carenas de la broma. Su escala en nuestro puerto, igual que la de Magallanes, no figura en las actas del Cabildo, pero sí hay constancia de una carta secreta remitida al Adelantado Fernández de Lugo por Lope Conchillos, secretario del rey Fernando, exponiéndole la reserva con que debía tratarse la expedición y del aprovisionamiento necesario. Estos extremos ya nos los explicaba con detalle en 1958 el eminente catedrático de Historia de la Universidad de La Laguna, Elías Serra Ráfols.
Antonio de Herrera, cronista mayor de las Indias y de Castilla, también relaciona la escala de Juan Díaz de Solís en Santa Cruz de Tenerife. Quien meses más tarde llegaría a descubrir el Río de la Plata, donde lamentablemente fue asesinado, asado y devorado por indios caníbales. Pero la información náutica que había recopilado hasta su muerte resultó extremadamente útil para el cartógrafo Nuño García Torreño, de la Casa de Contratación, para confeccionar las cartas náuticas que llevaría la expedición de Magallanes.
Magallanes seguiría la estela de Solís, con cuyas cartas navegaba. Y fondearía el día 26 de septiembre de 1519 en Santa Cruz, aunque Pigafetta no identifique el fondeadero, el único puerto documentado por la Casa de Contratación después de Anaga, “… yr aluengo de tierra hasta ver las casas del pueblo y en llegando a dieciocho brazas debe surgir, porque estará en fondo limpio”. El único puerto capaz de aprovisionar una expedición secreta del Rey. Que con la misma discreción que a Solís le suministraría agua, carne y leña, durante tres días y medio. Después levantó el fondeo y navegó hasta el tenedero de Montaña Roja, en Granadilla, donde permaneció fondeado dos días más para completar la carga de pez y embarcar cuatro tripulantes. Hasta la medianoche del 2 al 3 de octubre en que leva siguiendo el alisio.
Porque las naves de aquella época no podían navegar contra el viento. Solo las carabelas tenían alguna capacidad de hacerlo, consecuencia de un avanzado diseño de carenas cuyas líneas de agua también se conservaban en secreto.
A principios del s. XVI, la Casa de Contratación establecía el punto de partida de la ruta trasatlántica en las inmediaciones del Hierro, “y siendo tanto adelante como la dicha isla del Hierro por la banda del sur…”. Isla bien conocida por nuestros pilotos, aunque Pigafetta sitúe el herreño árbol Garoé en Tenerife. Desde allí, Alonso de Chaves nos explica las distintas derrotas que debían tomar las naos para cruzar el Atlántico, refiriéndose ya entonces a lo que se conocería por loxodrómica y ortodrómica, sobre cartas de derrotas y de alturas, el antecedente de las conocidas proyecciones Mercator.
Sin embargo Magallanes puso rumbo Sur, siguiendo la estela de Juan Díaz de Solís, que a su vez seguía las bien conocidas rutas portuguesas a la Guinea para cruzar la línea equinoccial, atravesar las calmas ecuatoriales y encontrar los alisios del hemisferio austral para así bordear las posesiones portuguesas en Brasil sin ser descubierto, hasta el Rio de la Plata, donde proseguir la expedición en el punto que la había dejado Solís, cuya cartografía le habría sido sin duda imprescindible.
Es preciso mencionar que Juan Díaz de Solís, junto con Américo Vespucio, Yáñez Pinzón y el obispo de Fonseca, fue uno de los cuatro eminentes convocados por el rey Fernando en 1508 para levantar el plano del Mundo. Una tarea que heredó su nieto Carlos V. En la que Magallanes sucedió a Juan Díaz de Solís y Elcano a su vez a Magallanes.
Una progresión descubridora que ya en el siglo XIII aprovechaba la confluencia en la península ibérica de las culturas árabe, cristiana y judía, para iniciar un proceso de recopilación científica hasta entonces desconocido en Europa con la fundación por Alfonso X el sabio de la “Escuela de Traductores de Toledo”, en la que logra reunir al mejor equipo de científicos de la época, entre españoles y extranjeros.
A través de Toledo irrumpe en Europa la ciencia que judíos y musulmanes habían recogido del acervo de la cultura griega, barrida tras la caída del imperio romano y la invasión de los bárbaros. Desde Tales de Mileto que predice un eclipse de Sol. De Aristóteles que confirma la esfericidad de la Tierra, con sus polos, trópicos y ecuador. De Eratóstenes de Cirene en su tarea de medir el globo terráqueo. De Ptolomeo de Alejandría a quien debemos el Almagesto y la Geografía, y su concepción geocéntrica del universo. De otras muchas obras que fueron traducidas al árabe y del árabe al latín en Toledo. Se introducen los números arábigos en los cálculos astronómicos, lo que dispara el desarrollo de la trigonometría -se puede decir que la trigonometría actual se inventó en Toledo-; se escriben las Tablas Toledanas y las Alfonsíes, que tendrán vigencia durante varios siglos; se recopilan todos los conocimientos astronómicos de la época en los Libros del Saber de Astronomía, que permite a los navegantes españoles calcular la latitud por medio de la estrella Polar o de la altura meridiana del Sol, a través de unas tablas de declinación muy exactas, para cuya elaboración fue preciso el diseño y construcción de instrumentos complejos como el “astrolabio astronómico" y el “cuadrante”…
En el siglo XIV, nace la cartografía europea en Palma de Mallorca. Una ciencia que se desarrolla en las expediciones mallorquinas a las islas Canarias, entonces recientemente redescubiertas por Lancelotto de Mallocelo. En el siglo XV, se produce un florecimiento de las ciencias cosmográficas españolas. En Salamanca, Abraham Zacuto, catedrático de Astrología, escribe el Gran Tratado, traducido como el Almanach Perpetuum, que contiene todas las tablas y datos necesarios para resolver los problemas astronómicos de la navegación.
A finales de siglo, con los Reyes Católicos, el desarrollo de las ciencias astronómicas para la navegación de altura se concentran en la recientemente creada Casa de Contratación de Sevilla, al igual que la cartografía, la fabricación de astrolabios y ballestillas, y la formación de pilotos.
Nuestra construcción naval tampoco se queda atrás. La construcción de carabelas, urcas, naos, pinazas, cocas, chalupas, galibrazas o bateles, florece en todo el litoral. Sus tripulantes, expertos en la pesca de la sardina o del bocarte, en la guerra en la mar, o en las duras condiciones del comercio entre los puertos castellanos del Cantábrico con los de la Liga Hanseática, son tan buenos como los barcos que tripulan.
Es patente la buena fábrica de la nao Victoria, construida en Zarautz, entonces Castilla, que tomó la llamada vuelta de poniente hasta montar las Azores y recalar definitivamente en Cabo San Vicente. Y que después de dar la vuelta al mundo, aun llegó a cruzar el Atlántico tres veces más.
Magallanes descubrió el paso al Pacífico, pero cometió el mismo error, el mismo exceso de confianza, que Solís ante indios hostiles, que acabaron con su vida en la isla de Mactán. Y fue a Juan Sebastián de Elcano a quien correspondió terminar la primera circunnavegación del globo. La información que éste aportaría a la Casa de Contratación fue a su vez un paso más para abrir a los navegantes españoles las rutas del Pacífico, que llegaría a conocerse en todo el mundo como el Lago Español.
Un paso más entre los muchos que nos hicieron una gran nación, a la que pertenecemos. Pero no debemos olvidar que el primer paso en la ruta de los descubrimientos fue Santa Cruz, un puerto discreto, capaz de guardar el secreto de las grandes expediciones, y de aprovisionarlas. Puerto Real desde 1506, con fácil acceso a La Laguna y al interior de la isla que “es fértil y abundosa, porque en ella se cogen muchos vinos y otros mantenimientos”.
Y tenemos el derecho legítimo de celebrarlo y conmemorarlo. Y quizás también el deber de dejar testimonio para las generaciones venideras.
- - - - - - - - - - - - - - - - - - - -