225 años de la estancia en Santa Cruz del naturalista francés André-Pierre Ledrú

 
Por José Manuel Ledesma Alonso  (Publicado en La Opinión el 10 de junio de 2018).
 
 ANDRE PIERRE LEDRU Custom
André-Pierre Ledrú
 
 
          André-Pierre Ledru nació en Chantenay (Francia) en 1761, y falleció en Le Mans (Francia) en 1825.  Naturalista e historiador, fue miembro de la Real Sociedad de las Artes de Le Mans, de los Anticuarios de Francia, del Museo de Tours, y de la Sociedad Literaria de Nantes.
 
          Ordenado sacerdote en 1784, tuvo que dejar los hábitos en 1793, obligado por la política antirreligiosa de Robespierre, dedicándose a la Botánica en el recién inaugurado Museo Nacional de Historia Natural de París. 
 
          En 1796 se enroló como botánico en la expedición científica del capitán Baudin a las Antillas, siendo también el encargado de redactar la relación del viaje.
 
          Zarparon del puerto de Le Havre, el 30 de septiembre de 1796, en La Belle Angélique, con una tripulación de 108 marineros. Cuando navegaban entre Madeira y Azores les sorprendió una fuerte tormenta, ocurrida del 26 al 30 de octubre, que les rompió los mástiles y el timón, motivo por el que tuvieron que dirigirse al puerto de Tenerife para reparar la nave.
   
          Ledru aprovechó los cuatro meses de estancia para recorrer la isla y recopilar gran número de plantas, las cuales enviaría al Museo de Historia Natural de París. 
 
          Durante este tiempo llevó a cabo la primera relación científica de historia natural de las Islas Canarias (minerales, rocas, avifauna insular, etc.); redactó el catálogo de plantas del Jardín de Aclimatación de La Orotava; enumeró los 50 dragos existentes en Tegueste y estudió las características del bosque de Agua García; además, escribió una visión completísima de la vida, costumbres y características de Tenerife.
 
          A su regreso, en las calles de París se expusieron las 200 cajas con  objetos de Historia Natural que había reunido. El acto coincidió con el primer aniversario de la ejecución de Robespierre. 
 
          Sus últimos años los dedicó a crear en su casa un jardín botánico y un herbario con más de 6.000 especies que, en su testamento, donaba a la ciudad de Le Mans. 
 
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          En el capítulo IV de su libro: Viaje a las Antillas de la Belle Angélique, publicado en París en 1810, hace una descripción de Santa Cruz. 
 
               “En la rada de Santa Cruz conté once navíos mercantes, a saber: cuatro americanos, tres españoles, un danés y tres ingleses; estos últimos habían sido confiscados por orden de la Corte de Madrid, a partir de la declaración de guerra.
 
                La rada, situada al Nordeste de la isla, está al abrigo de los vientos Norte-Nordeste y del Oeste-Noroeste,  pero cuando soplan los del Norte o los del Sur los barcos se encuentran en peligro y sus comunicaciones con tierra se vuelven muy difíciles. Como el mar bate por todas partes en la costa, para facilitar el desembarco, los españoles han construido un muelle bastante cómodo sobre un banco de lavas graníticas, defendido por una batería de seis cañones de gran  calibre. Cuando se viene desde la rada a tierra hay que volver a enviar los botes mar adentro tan pronto como se ha desembarcado en este malecón; de lo contrario, los embates del mar contra los peldaños por donde se desembarca, los destrozarían muy pronto.
 
               Los navíos que vienen a Santa Cruz, después de haber doblado la punta de Anaga, al nordeste de la isla, deben mantenerse lo más cerca posible de tierra, con el fin de evitar bordear para llegar al fondeadero, pues los vientos soplan con bastante frecuencia del Nordeste al Noroeste, al menos durante el invierno. Maniobrando de diferente forma correrían el riesgo de caer bajo los vientos y de tardar varios días en llegar.
 
               Por algunas partes el fondo es de roca; por esto, los navíos no deben echar el ancla en el Noroeste, sino cuando hayan pasado la fortaleza del Santísimo Cristo de Paso Alto, situada más al Este, la que permanece al Nordeste del compás, a la distancia de un cuarto de legua. En esta posición, a 25 brazas de profundidad (41,75 m), se encuentra un buen fondo de arena negra cenagosa, y las anclas estarían allí bien aferradas, si la inclinación hacia alta mar fuese menos considerable. La segunda ancla, llevada al Sudeste, encontrará a 35 brazas (58,45 m) el mismo fondo, pero hay que echar fuera al menos un cable entero, con el fin de poder tener firme y que el navío esté bien amarrado.
 
               En efecto, cuando los vientos son del Sudeste o del Sur, el mar se vuelve rápidamente grueso y agitado. Después de haber amarrado con dos anclas se tiene la costumbre de tirar de los cables con las manos hasta los dos tercios de su atoaje y de situar a sotavento, de trecho en trecho, barricas vacías bien tapadas, que forman boyas necesarias para suspenderlas. De esta manera no se desgastan en el fondo y no corren peligro de estropearse.
 
               Los grandes navíos tienen dificultades para poder ser  reparados en Santa Cruz, pues esta ciudad no les ofrece ningún astillero bien surtido donde puedan encontrar arboladuras,  velas y cordajes de recambio. Pero pueden procurarse agua, vino, frutas, legumbres, bueyes, corderos, cochinos, aves de corral y pescado salado, todo de buena calidad. Tal es la abundancia y la baratura de los géneros que aquí se encuentran navíos europeos que emprenden largos viajes, siguiendo el consejo de tres ilustres viajeros, Cook, Macartney y La Billardièr, quienes recomiendan hacer escala en Santa Cruz, con preferencia a Madeira.
 
               Esta ciudad, la más importante de Tenerife por su riqueza y población, tiene alrededor de 1.364 metros de largo por 680 de ancho. Cuatro calles principales, amplias, limpias y bien aireadas, que la atraviesan de Norte a Sur, están cortadas en ángulo recto por otras diez calles pequeñas, que se prolongan de Este a Oeste.
 
               Cuenta con 800 ó 900 casas de dos pisos, la mayoría construidas con piedras, pintadas de blanco con cal de conchas, y donde sólo hay una chimenea, la de la cocina. 
 
               Normalmente, la gente rica tiene en sus casas un mirador o azotea, desde donde se divisa un amplio horizonte. Aquéllas viviendas que no tienen azotea la techumbre la forman con tejas acanaladas. 
 
               El empedrado de las calles no es muy cómodo, pues está formado por  pequeños guijarros de lava negra, aplanados, colocados en el suelo por su parte afilada. En algunas calles apartadas se camina sobre piedras de lava sin pulir, muy desiguales, que hacen imposible el uso de coches.
 
               Santa Cruz tiene dos paseos bonitos. Uno es la plaza del muelle y el otro está decorado con fuentes de mármol blanco y plantaciones agradables. La gran plaza, situada dentro de la ciudad, está adornada con una fuente de piedras de lava negra, en forma de pilón, y con un obelisco de mármol blanco dedicado a Nuestra Señora de Candelaria.
 
               Las fortificaciones de Santa Cruz, sin ser regulares y numerosas, están ventajosamente situadas, bien conservadas y provistas de artillería pesada. Sería inútil que alguien se apoderara de una de ellas, pues la posesión de un fuerte no le aseguraría la de los otros, ya que sería acosado vivamente y obligado a retirarse por el fuego cruzado de sus baterías que forman una línea temible al borde del mar."
 
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