"La Mutine" y los franceses el 25 de julio de 1797

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 27 de mayo de 2018).
 
 
 
          En torno a la batalla que Santa Cruz libró victoriosamente contra los británicos comandados por Nelson entre el 22 y el 25 de julio de 1797 -nuestra cada vez más conocida Gesta del 25 de Julio, de la que en este año cumpliremos 221 años-, se dieron muchas anécdotas y circunstancias, a cual más interesante y novelesca. Sin duda, una de estas historias fue la protagonizada por la tripulación de la corbeta de guerra francesa La Mutine.
 
          La Mutine, armada con 18 cañones y una tripulación de 148 hombres, al mando del capitán de fragata Louis Estanislao Xavier Pomies, arribó a puerto chicharrero la mañana del viernes 26 de mayo de 1797, procedente del puerto de Brest, al noroeste de Francia, del que había zarpado el 8 del mismo mes, con destino a la costa de Coromandel, en la lejana India. Por entonces, el Reino de España y la República francesa eran aliados en función del primer tratado de San Ildefonso (residuo de los Pactos de Familia), que firmó el funesto Godoy en 1796 con el Directorio francés, con el que se cerraba una alianza militar contra Gran Bretaña. Por tanto, los puertos españoles suponían un lugar seguro de descanso y avituallamiento para los barcos de la República gala. Después de 18 días de navegación sin tocar tierra, los franceses soñarían con la programada parada en el apacible puerto de Santa Cruz. Imagino que a ninguno de ellos se le pasó por la cabeza las desventuras que le aguardaban.
 
Personajes de excepción
 
          La primera curiosidad a la que me referiré tiene que ver con la presencia en el buque francés de un personaje tan peculiar como siniestro. Al propio capitán de Puerto, Carlos Adán, le llamó la atención aquel sujeto que desembarcó junto con Pomies, al que observó modales arrogantes y altivos. Preguntó por él al capitán de La Mutine, y éste, ante la sorpresa del español, le contó que se trataba de Jean Baptiste Drouet, el maestro de postas de la estación de Verennes que reconoció y mandó detener a Luis XVI y su familia, cuando la noche del 21 de junio de 1791 a punto estaban de atravesar la frontera con Austria, huyendo de la Revolución, en busca del amparo de la regia familia de su esposa María Antonieta. Por aquella acción, además de hacerse muy popular, Drouet fue muy reconocido por las autoridades revolucionarias, que lo nombraron diputado interino en la Asamblea Legislativa y le recompensaron con 30.000 francos, una fortuna para la época.
 
          Su ascenso social fue vertiginoso. Se hizo un exaltado jacobino, cercano al mismísimo Robespierre. Como bien sabemos, el 21 de enero de 1793 fue decapitado en París Luis XVI, y el 16 de octubre sufrió la misma suerte María Antonieta, calumniada por las matronas parisinas. En aquel proceso, Jean Baptiste Drouet se destacó entre los más enconados jacobinos empeñados en que la austríaca perdiese la cabeza en el cadalso. Este personaje vivió gran número de avatares, incluso pasó por la cárcel y a punto estuvo de ser ejecutado, hasta establecerse en Batavia (Países Bajos), donde se embarcó en La Mutine.
 
          Otra circunstancia peculiar acompañaba a la corbeta francesa. En ella viajaba un comisionado de la Convención Republicana de nombre Christian Julius Prediger, custodio de importantes documentos y desconocidos bienes que se guardaban en cofres blindados. Éste solicitó al capitán de puerto que los cofres fuesen puestos a buen recaudo, en lugar propicio donde hombres armados de su tripulación los vigilasen, solicitud atendida por el comandante general del Archipiélago, Antonio Gutiérrez. Prediger, que había nacido en Amsterdam en 1742, tomó un protagonismo muy importante en el levantamiento de los Países Bajos a favor de Francia, cuando en enero de 1795 las tropas galas invadieron aquel país, que quedó sometido a la República Francesa hasta 1813 (periodo de las guerras napoleónicas), convirtiéndose en República de Batavia (tal como llamaron los romanos esa zona de Europa, 2.000 años antes). Por aquel motivo, la Convención republicana le debió encomendar alguna labor diplomática en los antiguos Establecimientos Franceses de la India, que ocupaban parte de la Costa de la península Coromandel.
 
          ¿Qué contenían aquellos misteriosos cofres, cuya custodia solicitó el renegado holandés? Imagino que documentos necesarios para alguna negociación, y oro con el que pagar ciertas alianzas con señores del lugar que favorecieran el buen fin de la empresa encomendada, que podría ser el incitarles a revelarse contra los británicos. Desde el primer establecimiento francés en la India en 1673, Francia había mantenido con Gran Bretaña disputas por aquellos territorios, en manos de estos últimos por aquel año de 1797.
 
La desdicha de La Mutine
 
          A las dos de la tarde del día siguiente del arribo a puerto de la corbeta francesa, sábado 27, se observaron dos fragatas británicas frente a la costa, fuera del alcance de la artillería española. De una de ellas se botó al agua una lancha enarbolando bandera blanca, señal de petición de parlamento. Con el visto bueno de Gutiérrez, partió a su encuentro una pequeña embarcación con Carlos Adán y el capitán graduado de teniente coronel del batallón de infantería Juan Creagh, como parlamentarios. Las embarcaciones se hallaron más cerca de la costa que de las fragatas. La tripulación que había quedado de guardia en La Mutine, fondeada a tiro de mosquete del punto de encuentro, no perdía detalle del inesperado escenario.
 
          Un joven oficial británico entregó al capitán de Puerto un pliego en el que se informaba del motivo de la petición de parlamento, para que fuese entregado a la primera autoridad de la plaza. Adán instó al oficial a que se mantuviese en aquel punto hasta su regreso. De inmediato fue entregada la misiva al general Gutiérrez, quien se reunió en su propia casa con su plana mayor y las autoridades locales para analizar el contenido del documento. Entre tanto, los lugareños se reunieron en corros, en la playa de la Alameda, en el espigón y en la explanada frente al Castillo Principal de San Cristóbal, observando lo que sucedía en la bahía y preguntándose si aquellos buques de guerra ingleses serían los mismos que apresaron la fragata Príncipe Fernando, la madrugada del pasado 18 de abril.
 
          Se alargaba la reunión, cuando desde La Mutine se observó que el bote inglés, disimuladamente, se acercaba más a tierra y el oficial estudiaba la costa con su catalejo. De inmediato, los franceses les gritaron todo tipo de improperios, amenazando con abrir fuego sobre ellos, lo que obligó al británico espabilado a cejar en el empeño. Tal fue la bronca de los franceses, que llegó el estruendo al castillo, alertando a su guarnición. Por el momento, la sangre no llegó al río.
 
          En casa del general Gutiérrez se analizaba la carta del comandante de la expedición británica, el capitán Benjamin Hallowell, que solicitaba la entrega de los cautivos ingleses que se hallaban en Tenerife, asegurando que ellos habían liberado prisioneros españoles, trasbordados a buques de bandera neutral. Gutiérrez adivinó en la maniobra una argucia para examinar lo más cerca posible las defensas de costa de Santa Cruz. Bien sabía el comandante inglés que ningún gobernador en su sano juicio canjearía prisioneros en su poder por otros liberados sin más crédito que la palabra del enemigo. A las seis de la tarde, los mismos parlamentarios daban respuesta al oficial inglés: no entregarían prisioneros ingleses, sin recibir a los españoles al mismo tiempo. Ese atardecer, las fragatas enemigas se perdieron en el horizonte.
 
          El general Gutiérrez, gran conocedor de las malas artes de los de la Pérfida Albión, y en la mente el precedente del robo de la Príncipe Fernando, ordenó al capitán Creagh que reforzase la guardia de los castillos e instase a Pomies a que obrase de igual manera en su barco, teniendo a punto la artillería y los medios defensivos disponibles. Tal era la desconfianza del viejo y sabio general, que decidió pasar la noche en las dependencias del Castillo de San Cristóbal, ordenando a su plana mayor que hiciera lo mismo. Sin embargo, no debió tomar muy en serio las advertencias del comandante general el capitán de La Mutine, porque hizo caso omiso de las mismas, circunstancia que pagaría a un altísimo precio.
 
          Aquella noche, las mismas fragatas de guerra que en la tarde se habían acercado a la costa, la Minerva, de 44 cañones, y la Lively, de 38, navegaron de nuevo hacía la bahía santacrucera, pero en esta ocasión con sibilinas intenciones. La negrura de la atmósfera favorecía la consecución del objetivo que Hallowell se había propuesto. El éxito del capitán Bowen el pasado 18 de abril, cuando capturó en la misma rada la fragata española Príncipe Fernando, animó al oficial inglés a intentar lo mismo, esta vez sobre un barco de la República francesa. Si la oficialidad británica consideraba tanto a España como a Francia potencias enemigas por igual, más inquina sentía por los franceses, circunstancia que añadía un plus a la empresa. Sobre las tres de la madrugada, en silencio de sepulcro, dos lanchas por fragata fueron botadas al agua, sumando doscientos hombres armados con mosquetes, pistolas, puñales y hachas, y pertrechados de escalas y cabos con garfios, para el abordaje. A un cuarto de milla, presta la artillería, aguardaban las fragatas. A la media hora, desde los botes ya se apreciaba la popa de La Mutine.
 
          Cuando desde un pesquero -de los de ronda en la bahía-se avisó a tierra del avistamiento de unas lanchas en la rada, posiblemente enemigos, ya era demasiado tarde. Desde los cuatro botes, dos por banda, los infantes y marineros ingleses abordaron la corbeta con rápido oficio. Se estableció una lucha cuerpo a cuerpo con los franceses de guardia, luego de efectuar algunos disparos por cada bando. De la bodega subió una veintena de hombres que se unió al combate, pero la superioridad británica decantó la victoria de su parte. Entre tanto, dos botes con cien hombres emprendieron el acercamiento a la fragata Princesa, fondeada relativamente cerca. Pero desde el buque español, ya alertada su tripulación -que sí había seguido las instrucciones del general Gutiérrez- por los disparos y gritos procedentes de la corbeta gala, se recibió con una cerrada descarga de fusilería y metralla de cañón a los osados anglosajones que, sufriendo al menos quince bajas, viraron de inmediato, seguros del suicidio que supondría intentar un abordaje en aquellas condiciones.
 
          Desde la punta del muelle, Gutiérrez y varios oficiales observaban los destellos de la pólvora incendiada en cada disparo que iluminaba la bahía. Christian Julius Prediger llegó jadeante, detrás apareció el capitán Pomies, a la carrera, y ante la evidencia de la pérdida del barco a su mando, pidió al comandante general que la propia artillería española hiciera fuego sobre él. Mejor hundido que en manos enemigas. Se hizo fuego desde las baterías de la punta del muelle, desde Santo Domingo y desde San Pedro. Demasiado tarde. El rostro del capitán francés se tornó máscara de tragedia griega al contemplar su buque alejarse de la rada. ¿Por qué no hizo caso a las advertencias del gobernador español y reforzó seriamente la guardia de La Mutine? ¿Por qué no pasó la noche a bordo, como comandante del buque, al frente de su custodia, dados los precedentes que conocía del apresamiento en abril de la fragata de la Compañía de Filipinas, sabiendo que rondaba la costa aquella expedición británica? ¿Cómo permitió que la mayor parte de su tripulación pasara la jornada de taberna en taberna, ingiriendo alcohol, como así fue, dejando a bordo tan sólo unos treinta hombres? Además de la pérdida de la corbeta, se frustró, al menos por un tiempo, la misión encomendada por el Directorio a Christian Julius Prediger, lo que tuvo que acarrear serios problemas al imprudente comandante de La Mutine a su regreso a Francia.
 
          Los cañonazos llegaron hasta La Laguna, donde el coronel del Regimiento de Milicias, Fernando del Hoyo Solórzano, conde de Sietefuentes, mandó llamar al arma los campesinos, prestos a bajar a Santa Cruz. Gutiérrez le envió urgentemente el siguiente oficio que reproduzco literalmente:
 
Oficio del comandante general
 
                    "Con motivo de hacer Abordar un numero de lanchas enemigas a el Bergantin de Guerra francés que se hallava en esta Plaza se ha hecho el fuego posible p.ª defender que lo extraxesen lo q.e no se ha podido conseguir y haviendose alejado el Enemigo ha cesado el fuego de la Plaza y lo aviso a V.S. a fin de que si por haver oido cañones ha reunido la Tropa del Regimiento a su Cargo y gente de armas tomar, dispongo que se retiren a sus casas.
Dios gue a V.S. m.s a.s Sta Cruz 29 de Maio de 1.797. Don Antonio Gutierrez".
 
Revelador canje de prisioneros
 
          Al amanecer, exhaustos, después de nadar durante horas, aparecieron en la playa el contramaestre y dos marineros de La Mutine. El primero afirmó que luchó con bravura y acabó con la vida de seis o siete enemigos, y al ver ya el barco perdido sin remisión, antes de dejarse apresar, optó por lanzarse al agua, seguido de los otros dos, esquivando el fuego enemigo bajo las oscuras olas, salvando la vida de milagro. Aquella versión, a la que dieron poco crédito los oficiales españoles, fue desmentida por prisioneros franceses entregados más tarde en Santa Cruz, en un canje realizado del 4 al 7 de junio. Se canjearon la tripulación de La Mutine y los marineros de la Príncipe Fernando por los diez ingleses presos en la isla, en calabozos de San Cristóbal de La Laguna. No obstante, por hacer buena la presa, y dado que entre franceses y españoles entregados sumaban sesenta, por sólo diez británicos, Hallowell propuso retener a tres hombres por barco, incluido el segundo oficial francés Godefroy de Tregomain. El oficial francés, en carta entregada junto con la misiva del comandante británico, contó a Gutiérrez que a punto estuvo la artillería española de hundir la corbeta francesa, que tuvo que ser reparada en la costa de Los Cristianos. Asimismo desenmascaró al contramaestre y los otros dos marineros, afirmando el oficial que se tiraron al agua a las primeras de cambio, sin soltar un bofetón. No pudo imaginar el cobarde contramaestre que retornaran a Santa Cruz sus camaradas de La Mutine, ya en manos británicas, y que sería destapada su lamentable actuación.
 
El combate y la victoria
 
          Durante los combates mantenidos en suelo chicharrero las jornadas del 22 y 25 de julio, la mayor parte de los 110 tripulantes de La Mutine fueron destinados como refuerzo a servir los cañones de los baluartes. También algunos subieron a la cumbre de Paso Alto el 22 -junto con soldados del Batallón y campesinos del Regimiento de Milicias de La Laguna, sumando 200 defensores-, desde la que se mantuvo a raya a los británicos que en número de 900 desembarcaron por la playa del Bufadero. En la madrugada del 25 se unieron a las Milicias tinerfeñas, adjuntas a los cuatro destacamentos del Batallón de Infantería de Canarias, sabiamente posicionados por Gutiérrez en lugares estratégicos del pueblo. Según las crónicas, se batieron con valor. Dos de ellos resultaron muertos en combate, Jean Chibeaud y Paul Duare.
 
          El carácter irascible de los franceses a punto estuvo de armarla gorda, a última hora. Después de la firma de la capitulación británica -que se efectuó en las dependencias del Castillo de San Cristóbal, la mañana del 25 de julio-, las victoriosas fuerzas españolas, acompañadas de los combatientes franceses, formaron en la plaza de la Pila, ante la expectación de los chicharreros en las calles y asomados a los balcones y ventanas. Los cazadores provinciales y los franceses formaron en dos filas a lo largo de la plaza, a la derecha del castillo; el Batallón de Infantería con sus milicianos agregados y las banderas de La Habana y Cuba, a la izquierda; y en el centro, los rozadores y la banda de música del Batallón. Los 600 británicos vencidos, en cuatro hileras, emprendieron el desfile con los mosquetes y chuzos al hombro y una bandera desplegada, tal como se había acordado, al compás de los tambores, conducidos por un pelotón del Batallón, al mando del sargento mayor de la Plaza Marcelino Prat. Encabezando la tropa inglesa, los capitanes Troubridge y Hood y el resto de oficiales, a cual más abatido.
 
          Al llegar la cabeza de la formación a mitad de la plaza, alguien soltó un improperio desde las filas de la tripulación de La Mutine. Hood se quejó ante Prat, aduciendo que no desfilarían ante los franceses. Los improperios de los gabachos aumentaron y de inmediato fueron contestados por los ingleses. La tensión se elevó entre los hijos de la Gran Bretaña y los de la Revolución de 1789, que a poco estuvieron de llegar a las manos. Imponiendo su autoridad, Marcelino Prat exigió a Troubridge y Pomies que pusieran inmediato orden en sus filas, circunstancia que afortunadamente se restableció. Imagino que los franceses guardarían un rencor especial al ver desfilar frente a ellos no sólo al enemigo, sino también a los que les habían robado su barco y condenado a permanecer en un puerto extranjero hasta no sabían cuándo.
 
Los chovinistas informes del cónsul de Francia
 
          El cónsul de Francia en las Islas Canarias, el abate Pierre-François Clerget (nombrado el 20 de agosto de 1795), informó en carta fechada el 7 de Terminor, Año 5 de la República Francesa (es decir, el mismo 25 de julio de 1797), al ciudadano Charles de la Croix, ministro de Asuntos Extranjeros, sobre lo acaecido en Santa Cruz. Previamente, en carta fechada el 22 de julio, había informado del apresamiento de La Mutine. En aquella ocasión ya el cónsul mostró la intención de subestimar la diligencia de los españoles: "La captura había sido precedida en la misma rada por la de un galeón español ricamente cargado". El abate debía saber que la carga de la fragata Príncipe Fernando había sido llevada a tierra y puesta a buen recaudo (como se hizo con la que trasportaba La Princesa), por prudente orden del Comandante General, por lo que los ingleses no hallaron nada en sus bodegas.
 
          En el primer informe sobre el ataque británico, hace una exposición objetiva de los hechos, sin resistirse a engrandecer el protagonismo francés: "Una partida de Franceses, entre los cuales se encontraban el ciudadano Gros, vicecónsul y canciller de la Isla, el ciudadano Occident, secretario de este consulado y el ciudadano Durier, empleado en dicho consulado, ha recogido laureles hasta ahora desconocidos en estos lugares. Uno de ellos fue muerto (y) otros cuatro heridos". Dudo mucho de que el chovinista Clerget desconociese las victorias de Santa Cruz sobre el corsario Robert Blake el 30 de abril de 1657 y sobre John Jennings el 6 de noviembre de 1706, donde sobrada heroicidad mostraron los tinerfeños, dignos de altos laureles, así como en aquel ataque de Nelson.
 
          El 20 de septiembre de 1797, envía al ministro Charles de la Croix un segundo informe. En éste culpa a los españoles de no haber evitado el robo "de la corbeta de la República (La Mutine) que acababa de fondear hacía dos días, creyéndose a salvo bajo la protección de cinco castillos". Lo que omitió -sin duda muy a propósito- el cónsul gabacho es que el apresamiento se efectuó en la oscuridad de la noche, sin apenas resistencia de los tripulantes que dormían a pierna suelta en la corbeta, cuyo comandante desestimó las indicaciones del gobernador de Canarias en cuanto a reforzar la guardia a bordo, luego de la visita esa tarde de las dos fragatas británicas. ¿Reprocharía el cónsul a su paisano Pomies que se fuera esa noche de picos pardos, en vez de permanecer en el buque bajo su responsabilidad en aquellos momentos de tanta tensión, rondando las aguas cercanas barcos enemigos?
 
          También afirmó en la misiva que "la clase de los labradores, de los artesanos, y la que se denomina gente del pueblo, se ha pronunciado enteramente a favor de Francia, la manera cómo los Franceses se han portado últimamente desde el desembarco de los Ingleses ha despertado en el corazón del pueblo canario el deseo de verse eternizada la alianza de las dos naciones". Ciertamente, dudo mucho de que aquellos chicharreros de finales del siglo XVIII mostrasen interés alguno por que aquella alianza con los franceses se mantuviese, puesto que sólo nos trajo problemas. El autobombo del cónsul en aquella misiva al ciudadano ministro estuvo acompañada de un surtido de menosprecios a los españoles isleños, muy propio de los ilustrados maestros de la guillotina: "Tendría que hablar también del espíritu de la gente de la calle. Pero éste, si no es nulo, es al menos impenetrable; se reconocen en verdad algunos rasgos del viejo carácter español, pero lo que les distingue más es su despreocupación y su perfecta incuria de las cuales no cesan de dar pruebas, sobre todo con ocasión de los insultos que han recibido varias veces de parte de los ingleses". El petulante cónsul debió pensar que en su primer informe pudo echar de menos el ciudadano ministro pocos méritos en aquella tripulación que se dejó arrebatar su barco, por lo que hinchó de virtudes la huella francesa en los recientes acontecimientos.
 
          La mayor parte de los tripulantes de la malograda La Mutine abandonaron Tenerife el 21 de septiembre de 1797, en la goleta estadounidense La Ruthy, al mando del capitán Tomas Bourne. A esta expedición se sumaron también marineros de la urca La Bella Angélica, que había arribado a puerto y quedado en él dado lo irreparable de unas averías; y unos prisioneros entregados por los británicos, tripulación de los barcos Poisson Volant y Marsellés, apresados ambos por las fragatas Lively y Minerve, evidencia de las muchas actividades británicas por nuestras aguas.
 
          Sin duda, la estancia fugaz de La Mutine en Santa Cruz supuso toda una odisea para sus tripulantes.
 
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