"Nueve horas en Santa Cruz de Tenerife" de Benito Pérez Galdós

 
Por José Manuel Ledesma Alonso  (Publicado en La Opinión el 20 de mayo de 2018).
 
 
 
          El 14 de septiembre de 1864, procedente de Las Palmas y con destino a Cádiz, hizo escala en el puerto de Santa Cruz de Tenerife el vapor Almogávar para recoger pasaje, rellenar carboneras y hacer la aguada.
 
          Uno de sus pasajeros, Benito Pérez Galdós (1), aprovechando los largos días de travesía escribe Un Viaje de Impresiones, un relato real, iniciado en Las Palmas y terminado en Madrid. Del libro sólo hemos encontrado el capítulo primero y segundo, aunque al comienzo del mismo se detallan los demás (2).
 
          Benito ya había estado varias veces en Santa Cruz de Tenerife. La primera con 18 años, para examinarse de Revalida de Bachillerato, en el Instituto de La Laguna. Volvería al año siguiente cuando se trasladaba a Madrid para estudiar Derecho, carrera que abandonó para dedicarse a la labor literaria y, ahora con 21 años, en su definitivo viaje a la capital de España, después de haber pasado las vacaciones escolares de verano en la finca del Monte Lentiscal.
 
Benito Custom
 
Benito Pérez Galdós
 
 
CAPITULO 1º.- UNA NOCHE A BORDO
 
          El mar está hinchado, revuelto y tan inquieto como los que vamos a entregarnos a él. Nuestro espíritu está lleno de abatimiento porque el despedirse para un largo viaje es lo más desabrido y fastidioso que pueda imaginarse.
Bajamos los escalones del muelle. Si estos crueles escalones se subieran en vez de bajarse me parecería que subía a un patíbulo pues la guillotina no me causa más horror que un mar revuelto.
 
          Sentado en el banquillo de la lancha que me lleva al barco me siento como un ajusticiado. Al pasar la barra del muelle, los movimientos eran tan repetidos y bruscos que me impedía ver los pañuelos blancos que manos amigas agitaban en el muelle. No tengo manos sino para asirme fuertemente a la borda de la embarcación; no tengo boca sino para escupir una saliva amarga y pegajosa; no tengo ojos sino para medir la distancia que me separa del buque.
 
          Al fin llegamos al vapor, subimos la escalerilla con trabajo, nos señalaron nuestro camarote, arreglamos nuestros equipajes y subimos a cubierta. Entonces principia una terrible lucha entre el estómago y la imaginación; el estómago que quiere salirse de sus quicios y la imaginación que se empeña en tranquilizarlo.
 
          Saco fuerzas de flaqueza, me incorporo y trato de sostener diálogo con una amable señorita de Tenerife que venía en nuestra compañía. Era graciosa, bonita, diminuta; uno de esos tipos espirituales, sencillos, llenos de candidez y agudeza, de inocencia y coquetería. La conversación giraba sobre música y como este majadero se empeñó en que cantara una malagueña, la infeliz muchacha se preparaba a complacernos cuando la máquina del buque comienza a batir su interminable compás.
 
          El barco comienza a navegar y se agita como una batuta en manos de un director de orquesta y nuestros oídos principian a oír la atronadora sinfonía. El viento, el vapor, las cuerdas, la máquina, el timón, todo se sujeta a un misterioso ritmo produciendo la más extraña de las armonías.
 
          Bajamos a la cámara, verdadero calabozo destinado a ser teatro de nuestro sufrimiento, cada uno se encaminó a su camarote con ánimo de dormir y propósito firme de no marear. Encajonado en aquella especie de ataúd malsano, estrecho, sobre aquel jergón duro, me daba yo a los mil diablos sudando gotas de sudor tan gordas como avellanas. En aquel chiribitil me revolvía sin poder conciliar el apetecido sueño.
 
          Yo, en semejantes situaciones acostumbro a traer a la imaginación lo más bello, lo más pintoresco, lo más incompatible según mi modo de ver con el mar y sus dolorosas peripecias. Para mí, las delicias del campo son diametralmente opuestas al espectáculo del mar, por poético que aparezca algunas veces. Así es que cerraba los ojos y componía un delicioso cuadro donde yo me consideraba habitante de un paraíso formado por una casita de campo, un árbol frondoso, unas cuantas flores, una vaquita, un perro, etc. Procuraba engañar mis sentidos con aromas imaginados, con sonidos producidos en mi cerebro. Todos los esfuerzos de mi imaginación fueron inútiles porque un ruido estrepitoso en la cámara hizo que el letargo en que principiaba a sumergirme desapareciera ante un cielo que se movía y un piso que parecía huir de nuestros pies.
 
          Regularmente se cree que un libro es el mejor amigo y que no hay nada tan propio para dejar el hastío que produce un viaje como ir pasando sucesivamente las hojas de papel donde han vaciado sus pensamientos para esclavizar el nuestro y enredarle en el laberinto de sus ideas. De semejante entretenimiento puedo decir que todas las veces que he llevado conmigo un libro para seguir el consejo, apenas he podido sujetar mi imaginación a ideas extrañas, y cuando maquinalmente he vuelto media docena de hojas, me he encontrado tan lejos del libro como metido dentro del mismo.
 
          Para mí, el gran amigo del viajero, el más propio para distraer el ánimo y alegrarle hasta el exceso de preferir la vida tranquila de la tierra, es un inglés. Un inglés es un libro vivo y palpitante, donde puede estudiarse toda la vida de un pueblo, donde puede seguirse los más extraños pensamientos que agitando el cerebro carbonizado de un hijo de la nebulosa Albión, salen a posarse en las extrañas arrugas que un cincel maestro parece ir trazando progresivamente en una cara de hierro.
 
          Por fin pasó aquella desastrosa noche y el Almogávar fondeó en el puerto de Santa Cruz de Tenerife. Saltamos a tierra alegres pero pensando que, dentro de nueve horas, tendríamos que realizar una travesía más larga y penosa.
 
          Santa Cruz, con sus espaciosas calles y su numerosa concurrencia absorbió completamente nuestra atención.
 
 
CAPITULO 2º.- NUEVE HORAS EN SANTA CRUZ DE TENERIFE
 
          Yo no sé si necesito describir a mis lectores lo que es el puerto de Santa Cruz y su muelle para que puedan formar una justa idea de lo que es la capital de las Canarias por fuera y lo que podrá ser vista de dentro, pero, de todos modos, allá va.
 
          El puerto de Santa Cruz no es otra cosa que una rada abierta a todos los vientos menos al norte y oeste, de los cuales aquel es el reinante en semejantes latitudes. La Punta de Anaga, elevada sierra de rocas volcánicas, se extiende naciendo de la isla en dirección nordeste, deteniendo las nubes en su encrespada cima, siendo esta la causa que hace que el cielo esté casi constantemente despejado, diáfana la atmósfera, y radiante el sol en los calmosos meses del estío.
 
          Aquellas rocas salvajes, donde apenas crecen algunas plantas silvestres de raquítica vegetación, descienden precipitadamente en el mar hasta producir un fondeadero bastante respetable por su profundidad, y donde los buques necesitan no pocas brazas para llegar a asegurar sus anclas sin peligro. Esto, y al mismo tiempo la oblicuidad de las capas de lava que en muchas partes visiblemente muestran las rocas de Anaga, han hecho concebir la idea de que el puerto de Santa Cruz no es otra cosa que el cráter de un volcán, cuya antigüedad se pierde en la noche de los siglos. Opinión que tiene en su abono la multitud de cráteres que a cada paso se encuentran en las islas Canarias, y cuyos vestigios aparecen en las superficies y en las profundidades de todos los terrenos, con más o menos visos de antigüedad.
 
          Al sur de esta cordillera y a la misma lengua del agua se levanta la población rodeada de algunas huertas, donde crecen como por lujoso artificio, en un terreno de naturaleza calcárea, algunos pobres árboles que quieren esforzarse inútilmente por dar las gracias a su cuidadoso dueño, prestándole la escasa sombra de sus mustias hojas.
 
          Un muelle que se prolonga a pesar del fondo, convida al cansado viajero a echar pie a tierra e introducirse en la población que está pronta a recibirlo con aquella franqueza que caracteriza a los hijos de las Canarias.
 
          En medio de los abrazos de nuestros amigos saltamos nosotros, más deseosos de descanso que de simpáticas demostraciones. Así que nuestro primer cuidado fue atravesar el muelle y la espaciosa plaza de la Constitución, sin parar mientes en el triunfo que se levanta al naciente, trofeo de blanco mármol que recuerda la rendición de la isla de Tenerife y sus cuatro Menceyes al valor de las armas españolas.
 
          Nos dirigimos a la Fonda del Inglés, en la calle San Francisco nº 11, y mientras nos preparaban el almuerzo, los siete amigos (3) charlábamos amistosamente recordando los últimos instantes de nuestra partida de Gran Canaria y proyectando motivos de distracción para alejar la monotonía que siempre lleva consigo un viaje por mar, aún cuando sea breve. Cuando nos llamaron a almorzar, ya lo deseábamos, nuestros pobres estómagos estaban tan escuálidos del viaje que, apenas el sirviente se retiró, nos dirigimos atropelladamente al comedor. Nos levantamos satisfechos del menú que nos sirvieron: un plato de huevos, pescado, carne, fruta, todo regado con un buen vino de la tierra y un buen café.
 
          Apenas habíamos concluido de almorzar le pregunté a mis compañeros que adónde íbamos a ir, pues ustedes no pensarán pasar mano sobre mano estas cuantas horas que nos quedan para embarcar. No, no, contestaron unánimemente, yo voy a comprar baratijas, yo a hacer dos visitas, y yo a ver a los amigos. Pues señores, los que no tengan nada que hacer que me acompañen al Casino; así es que, mis tres amigos y yo, atravesamos la plaza, doblamos la esquina de la Marina, y entramos en la ilustre Sociedad tinerfeña (4).
 
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NOTAS
 
(1) Benito Pérez Galdós nació en Las Palmas de Gran Canaria el 10 de mayo de 1843, y murió en Madrid, el 4 de enero de 1920. Fue un gran novelista, dramaturgo, cronista, y político. Propuesto en tres ocasiones al Premio Nobel.
 
(2).- Capitulo 3º.- Adiós a nuestra patria. Capítulo 4º.- Todo un inglés a bordo de un buque español. Capitulo 5º.- Cielo y agua. Capítulo 6º.- Unas variaciones de Tamberlick en medio del océano. Capítulo 7º.- A los tres días, en el mar. Capítulo 8º.- Un bifteck y una banca en la cámara. Capítulo 9º.- Los últimos destellos de la patria. Capítulo 10º.- Cádiz al despuntar el día. Capítulo 11º.- Un obstáculo imprevisto. Capítulo 12º.- Una visita a Cádiz. Capítulo 13º.- Al tren. Capítulo 14º.- El ferrocarril y el telégrafo. Capítulo 15º.- Lo que puede verse y lo que no puede verse desde un vagón. Capítulo 16º.- La perla de Andalucía a la luz del gas. Capítulo 17º.- Tres días en Sevilla. Capítulo 18º.- De Sevilla a Córdoba. Capítulo 19º.- A la diligencia. Capítulo 20º.- Vamos a Madrid. Capítulo 21º.-Vivimos en Madrid. Capítulo 22º.- ¡Quien estuviera en Canarias!
 
(3).- Los amigos que menciona eran: Andrés Navarro Torrent, que llegaría a ser una eminente figura de la medicina; Fernando Inglott, sería profesor del Colegio San Agustín; Teófilo Martínez, viajaba a Sevilla a leer su tesis doctoral; Juan Ravina, era el ingeniero que dirigió el cable telegráfico de Santa Cruz con la Península; Diego Costa, ascendiente del médico fundador del Hospitalito de Santa Cruz; César Benítez de Lugo, familiar del Marqués de la Florida; y el Capitán Cleatost, inglés que les acompañaba.
 
(4).- Ante este testimonio, yo me pregunto por las impresiones ausentes. No menciona la Farola del Mar, primer faro de orientación del Archipiélago que había sido inaugurado nueve meses antes. Tampoco habla de la espaciosa plaza de la Constitución (La Candelaria). Ni del Triunfo de la Candelaria. Ni de La Alameda de la Marina...
 
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