El primero de algo grande (Relatos del ayer - 22)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en la Revista NT de Binter, en su número de marzo de 2018)
 
 
          Llovía a cántaros y hacía un frío de los que nutren sabañones, aquella tarde de mediados de marzo de 1873. Avanzaba por la madrileña calle de la Victoria, dando largas zancadas, saltando de una a otra orilla de los charcos que se encontraba por el camino el joven canario. Apretaba contra el pecho, al resguardo del capote, un objeto envuelto en papel de estraza, evitando por todos los medios que aquel aguacero hiciera presa de él. Al fin llegó al lugar de sus celebraciones, La fontana de oro, su cafetería preferida, allí donde tantas páginas había escrito y aún le quedaban por escribir. Por algo tituló así mismo su primera novela. En el perchero de la entrada colgó el capote y la gorra, luego de sacudirles el agua. Se sentó a la mesita redonda que solía ocupar. Inspiró y espiró profundamente, tres, cuatro y cinco veces, con el paquete sobre la mesa y las manos sobre éste. Estaba tan inquieto como deseoso de romper de una vez el envoltorio. 
 
          -Café con leche, bien caliente, y un bollo, por favor… -le dijo al camarero, que preguntó por preguntar, pues poco variaba la dieta el tan habitual cliente, y menos a esas horas.
 
          A medio llenar el local, el murmullo de las conversaciones competía con el humo de los cigarros, en el campo de batalla imaginario de aquella atmósfera.
 
          -¿Tabaco, señor? -le preguntó sonriente, como siempre, la guapa vendedora, mostrando el cajón que sostenía colgado del cuello por una cinta de cuero, en el que se podían observar los cigarros puros, cigarrillos, tabaco picado, papelinas, cerillas y algunos mecheros de yesca. Todo un surtido para el fumador.
 
          Negó con la cabeza el joven canario, enseñando entre los dedos el purito que había sacado del bolsillo interior de la chaqueta, cuando el camarero posaba sobre la mesa la taza de café humeante y un platito con un bollo azucarado. Qué bien le supo, y mejor le sentó, el cuarto de bollo que, mojado en café con leche, se metió en la boca. “Ha llegado el momento”, pensó, ajeno al zumbido de las conversaciones y al aire gélido que llegaba de la calle, cuando alguien abría la puerta al entrar o salir. Deshizo el paquete. Y, ante sus ojos expectantes e ilusionados, se mostró la portada del libro, que hacía una hora le había entregado el editor.
 
          No era su primera novela, a sus veintinueve años, ya había publicado tres, La fontana de oro, La sombra y El audaz, pero aquella nueva obra le ilusionaba especialmente. Era la primera de una serie de ellas que contarían la reciente historia de España. Sonrió. Rezaba la portada: Trafalgar, Benito Pérez Galdós. “¡Triste, pero heroico episodio de nuestra historia!”, susurró para sí. Y en ese preciso instante, alzando la mirada al fantástico infinito, exclamó entusiasmado: “¡Eso es! Así llamaré al conjunto de la obra: Episodios Nacionales
 
          “Se me permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo, diga algunas palabras sobre mi infancia…” Leía Benito, emocionado, el comienzo de su obra recién nacida.
 
 
- - - - - - - - - - - - - - - - - - -