Únicos involuntarios testigos (Relatos del ayer - 21)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en la Revista NT de Binter en su número de febrero de 2018)
 
 
          Encontré en un viejo arcón una hoja de papel amarillento, doblada en su mitad. Contenía un texto escrito a pluma, tinta azul algo descolorida. Leí:
 
          “Amanecía el 14 de febrero de 1797, fría mañana aquella. Habíamos zarpado del puerto de Cádiz justo asomando el sol. Dieciocho de los veintidós tripulantes de la goleta María Luisa éramos canarios, un servidor del lugar de Santa Cruz de Tenerife, de Palma, Gomera, Ferro, Ventura y Lanzarote los demás, más cuatro andaluces y el capitán, éste nacido en la Canaria, creo recordar que en el pueblo de Santa Brígida. Con rumbo a Santa Cruz, partimos alegres, con ganas de ver a la familia. Habíamos permanecido en Cádiz dos semanas, luego de desembarcar una partida de vino para un importante comerciante castellano, y cargar enseres y mercadería muy diversa contratada por don Pedro Forstall. La mar revuelta aún por el temporal de la noche pasada y densa niebla. Nuestro capitán se había comprometido con Forstall a entregar la carga antes de la llegada de marzo, así que la partida no podía demorarse más. 
 
          Experimentado nuestro capitán, decidió dar un rodeo, por evitar los coletazos del temporal, llegándonos hasta el cabo de San Vicente. Y por esos mares portugueses navegábamos cuando se nos puso a todos un nudo en la garganta. Se despejaba la niebla, como se pliegan unos grandes cortinajes, mostrándonos la escena más sobrecogedora que yo vi nunca y nunca vieron los que conmigo navegaban. Una enorme escuadra de buques de guerra británicos se dirigía hacia otra armada, que imaginé española, dado que la distancia nos hacía imposible distinguir la enseña en proa. No menos de cincuenta naves, calculé. En ese instante se oyó el estruendo de los primeros cañonazos, al poco cientos de ellos. Los fogonazos encendían la atmósfera aún poco iluminada. Ordenó de inmediato el capitán poner rumbo a las Canarias, escapando así del escenario del combate que a poco estuvo de engullirnos. ¡Virgen Santísima! Qué respingo dimos todos, obnubilados que estábamos con los ojos clavados en el combate, cuando una descarga sonó por babor y el zumbido del vuelo de una bala de cañón rasgó el aire entre el palo mayor y el de mesana. De la niebla traicionera salía también una fragata inglesa rezagada, que sin duda nos creyó una presa fácil. No les faltaba razón.
 
          Por fortuna, menos pesada era la carga que llevábamos que los toneles de vino dejados en Cádiz, y siendo la goleta nave ligera y ágil, pudimos dejar atrás al barco enemigo. Cuatro días después arribamos al puerto chicharrero, todos sanos y salvos. Únicos involuntarios testigos de aquel encuentro. Semanas después supimos que aquel combate fue llamado el de San Vicente, y que la escuadra española quedó bloqueada en Cádiz, circunstancia que propició que un tal Nelson se llegase con nueve barcos de aquellos de su Armada hasta Santa Cruz, en julio de aquel mismo año, con las más pérfidas intenciones. Pero eso ya es otra historia.”
 
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