La gran obra de la Hispanidad
Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 12 de octubre de 2017).
Hoy, 12 de Octubre, se celebra en toda España el día de Nuestra Señora la Virgen del Pilar, patrona de Zaragoza y Aragón, del Cuerpo de Correos y de la Guardia Civil -¡Viva La Guardia Civil!-, así como también celebramos el día de la Hispanidad. El día de celebración del común origen de los pueblos hispanoamericanos se denominó desde principios del siglo XX como de la Raza, y fue el religioso vizcaíno, Zacarías de Vizcarra y Arana, quien acuñó el término “Hispanidad”, a tal efecto, en su artículo “La Hispanidad y su verbo”, publicado en Buenos Aires en 1926, institucionalizándose el término en octubre de ese año. Afirmaba Vizcarra: “Estoy convencido de que no existe palabra que pueda sustituir a Hispanidad, para denominar con un solo vocablo a todos los pueblos de origen hispano y a las cualidades que los distinguen de los demás. Encuentro perfecta analogía entre la palabra Hispanidad y otras dos voces que usamos corrientemente: Humanidad y Cristiandad”.
Viajemos ahora en el tiempo, 525 años atrás. Nos hallamos en Granada, el 30 de Abril de 1492, los Reyes Católicos acaban de dictar una Real Provisión dirigida a “ciertos vecinos de Palos para que entreguen a Cristóbal Colón dos carabelas”. La reina Isabel ha esperado a rendir el Reino nazarí de Granada -el 2 de enero de este mismo año-, último reducto musulmán en la península Ibérica, por tanto fin de la Reconquista de la España usurpada por los árabes, para abordar la gran empresa de la expedición a las Indias que tanto ansiaba Colón, en busca de una nueva ruta marítima hacia el continente asiático. Reza el histórico documento:
“Vien sabedes como por algunas cosas fechas e cometidas por vosotros en desserbicio nuestro, por los del nuestro Consejo fuistes condenados a que fuésedes obligados a nos servir dos meses con dos carabelas armadas a vuestras propias costas e espensas cada e quando e doquier que por nos vos fuese mandado so ciertas penas, segund que todo más largamente en la dicha sentencia que contra vosotros fue dada se contiene. E agora, por quanto nos avemos mandado a Christoval Colón que vaya con tres carabelas de armada, como nuestro capitán de las dichas tres carabelas, para ciertas partes de la mar océana sobre algunas cosas que cunplen a nuestro servicio e nos queremos que llebe consigo las dichas dos carabelas con que asy nos aveis de servir...”.
Así, organizada la expedición -por mandato de los reyes Isabel y Fernando de Castilla-, con la fundamental intervención de los hermanos Pinzón y los hermanos Niño, prestigiosos navieros andaluces -aquellos "ciertos vecinos"-, partió del onubense Puerto de Palos, el 3 de agosto de 1492, la pequeña flota de tres carabelas, la Pinta, la Niña y la Santa María (nave que aportó Colón), adentrándose en un Atlántico cuyas reales dimensiones se desconocían. Dos meses y nueve días después -luego de arreglar una avería del timón de la Pinta en La Gomera, donde fondeó también la Santa María, mientras la Niña lo hacía en Las Palmas, y de padecer días de angustiosas incertidumbres-, el 12 de Octubre de 1492, el marinero sevillano Rodrigo de Triana, desde lo alto del palo mayor de la Santa María, gritó: “¡Tierra a la vista!” Se trataba de la isla antillana de Guanahaní. En aquel instante se había descubierto, aún sin saberlo, un inmenso continente. Aquellos españoles protagonizaban uno de los más trascendentes momentos de la Historia Universal, puesto que se daba el encuentro entre dos mundos que habían evolucionado de forma paralela, independientemente el uno del otro, desde el origen del ser humano, circunstancia que cambió el rumbo de la Historia. Era el primer paso de la extraordinaria obra de civilización y evangelización de unas tierras inmensas que hoy conocemos como América.
Desembarco de Colón (Dióscoro Puebla)
A partir de ese instante, España realizó la más grande proeza que ninguna otra nación haya llevado a cabo jamás. Sintetizando mucho, España llevó al Nuevo Mundo un idioma común y su religión Católica, civilizando a unas tribus arcaicas que practicaban la antropofagia y los sacrificios humanos, cuyos pueblos más poderosos, los Aztecas e Incas, mantenían subyugadas, esclavizadas y perseguidas a las poblaciones de su entorno. Poblaciones que vieron, desde un principio, a Cortés, Pizarro, Almagro, Ponce de León, Nuñez de Balboa y tantos otros, como los liberadores de aquellas tribus opresoras. Se levantaron escuelas, hospitales, calzadas e iglesias, y luego ciudades y universidades. Apunta la profesora e investigadora Elvira Roca, en su libro Imperiofobia y Leyenda Negra (Siruela, 2016), que durante la época imperial los españoles fundaron en América más de veinte centros de educación superior, de los que salieron 150.000 licenciados “de todos los colores, castas y mezclas”, cuando ni portugueses ni holandeses abrieron una solo universidad en sus imperios, y la suma de las fundadas por Bélgica, Inglaterra, Alemania, Francia e Italia, en la expansión colonial de los siglos XIX y XX, apenas se acerca a nuestra cifra.
Acompañando a los conquistadores, o por su cuenta y riesgo, abnegados misioneros franciscanos, dominicos, jesuitas -y de otras ordenes- se adentraron en la incierta densa selva, y aprendieron el idioma de los pueblos indígenas, transmitiendo así el Evangelio. Muchos de ellos quedaron en el camino, dado que no todas las tribus aceptaron de buen grado la visita de aquellos clérigos.
Afirma también Elvira Roca en su libro: “El imperio se distingue del colonialismo y otras formas de expansión territorial porque avanza replicándose a sí mismo e integrando territorios y poblaciones. El colonialismo en cambio no”. Porque jamás fueron colonias las tierras conquistadas por Castilla, por España, ni en América ni en Asia ni en África. Fueron provincias españolas de ultramar, virreinatos, cuyos pobladores indígenas eran tan españoles como los nacidos en Andalucía, Canarias, Aragón o la mismísima Castilla. Circunstancia que engrandece sobremanera la obra hispana en las Indias, particularmente, por la dimensión y trascendencia de la empresa. Por el contrario, ingleses, holandeses, portugueses, belgas, alemanes y franceses, que sí consideraron colonias sus tierras de conquista, nunca tuvieron por compatriotas a los pobladores aborígenes, siendo esclavizados, cuando no eliminados. Observemos el Congo sometido por Leopoldo II de Bélgica, en una explotación salvaje y criminal de su población, ocupada en la obtención del caucho, circunstancia que enriqueció al funesto monarca; o la aniquilación de las tribus indias del oeste de América del Norte por los anglosajones recién llegados; o la desproporción de veinte esclavos negros por cada amo blanco en la sangrada colonia francesa de Haití, en el siglo XVII, hoy uno de los países más pobres e inseguros de la Tierra; o el genocidio cometido por los ingleses en Australia, cuya población aborigen rondaba los 500 mil a la llegada de sus verdugos en 1770, y tan solo 31 mil a principio del siglo XX, al establecerse allí los primeros asentamientos colonos.
Como toda obra humana, por definición imperfecta, en la América española, especialmente en los primeros tiempos, se cometerían injusticias y hechos condenables, siempre a espaldas de la Justicia. Como sucedía de un extremo a otro del planeta. Ni más ni menos. Pero sin lugar a duda, las cifras de muertos indígenas, las formas y los hechos inicuos que divulgó la Leyenda Negra son falsos. Absolutamente falsos. El contenido y las cifras de los textos de fray Bartolomé de las Casas -que el neerlandés Guillermo de Orange, enconado enemigo de España, tradujo a varios idiomas y difundió por Europa, acompañados de los funestos grabados del flamenco Théore de Bry, que muestran las supuestas atrocidades cometidas por los españoles sobre los indios- son desorbitados, pues el autor, pretendiendo polemizar, no dudó en exagerar, hasta tal punto que todos los historiadores actuales, españoles y extranjeros, consideran disparatados aquellos escritos. Es difícil explicarse el porqué del empecinamiento del dominico en una causa que no tenía una razón justificable. Sin embargo, lamentablemente, los ficticios argumentos que constituyen la Leyenda Negra y su exacerbada hispanofobia fueron comprados y aireados por muchos intelectuales decimonónicos, y lo siguen siendo también por ciertos sectores de la España de nuestros días. La hispanofobia practicada por españoles es un fenómeno que no se da en ningún otro país. No practican ni británicos, ni franceses, ni italianos, ni belgas, ni alemanes, ni estadounidenses ese fratricidio intelectual, esa ofensa a los propios ancestros, cuando ellos sí tienen motivos más que de sobra.
Desde un principio, los Reyes Católicos se ocuparon de proteger a los indígenas de la Nueva España -y no me refiero al virreinato-, sino al conjunto del continente descubierto. La reina Isabel dictó la Real Provisión de 20 de diciembre de 1503, en favor de los derechos de los indios, responsabilidad de los encomendados:
“Mando a vos, el dicho nuestro gobernador (...) que hagáis pagar a cada uno, el día que trabajare, el jornal e mantenimiento que según la calidad de la tierra y de la persona e del oficio vos pareciere que debiere haber (...) Lo cual hagan e cumplan como personas libres, como lo son [los indios], e non como siervos, e hacer que sean bien tratados; e los que de ellos fueran cristianos, mejor que los otros. Y no consistáis ni deis lugar a que ninguna persona les haga mal ni ningún daño u otro desaguisado alguno”.
Luego vinieron en el mismo sentido las Leyes de Burgos, dictadas por Fernando el Católico, muerta ya su esposa, el 27 de diciembre de 1512. Y más tarde, las nuevas Leyes de 1542, firmadas por Carlos I, que ratificaban, una vez más, el reconocimiento de los indios como súbditos libres de la Corona española. Y como no citar la llamada Controversia de Valladolid de 1550, donde importantes eruditos, letrados, juristas y teólogos (entre ellos Bartolomé de las Casas) debatieron sobre los derechos de los indios frente al poder que ejercían los conquistadores. Aquella reunión es considerada por muchos historiadores como la primera convención sobre derechos humanos de la historia, en pleno siglo XVI, algo absolutamente inédito en aquellos tiempos.
No hay más que ver las cifras de los censos oficiales elaborados por UNICEF entre 2000 y 2008, que confirman que la población indígena identificada en Hispano América es de 28.859.000 personas (mestiza es imposible de cuantificar), de la punta sur de Chile al norte de Méjico. Como no hay más que pasearse por ciudades bolivianas, colombianas, peruanas, ecuatorianas o chilenas, para comprobar cómo se mestizaron nuestros paisanos antepasados con los habitantes primitivos del Nuevo Mundo. O contemplar los edificios civiles, iglesias y catedrales presidiendo las plazas mayores; los castillos formidables desde donde se defendieron aquellas tierras de ataques piratas, corsarios y armadas enemigas. O estudiar la ingente obra literaria escrita en nuestro idioma, aquel que llevamos al Nuevo Mundo, por Rubén Darío, César Vallejo, Octavio Paz, Cortázar, Borges, García Márquez, Vargas Llosa y tantos otros, para reconocer la grandiosa obra que realizaron nuestros ancestros, aquellos españoles de los que hoy tendríamos que aprender.
Hoy celebramos el 12 de Octubre, día de la Virgen del Pilar y la gran Obra de la Hispanidad.
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