Troubridge, bendito enemigo

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 22 de julio de 2017).
 
 
 
          El sábado 22 de julio de 1797, Santa Cruz estaba en pie de guerra. La noche del 19, desde su alta atalaya en la cumbre del macizo de Anaga, en la punta noreste de Tenerife, el vigía Domingo Palmas, beneficiado por la luna, descubrió en la lejanía a un nutrido grupo de barcos acercarse a Tenerife. Sospechando, acertadamente, que se trataba de una escuadra británica, de inmediato -tal como estaba establecido en el Plan de Defensa diseñado por don Antonio Gutiérrez, Comandante General del Archipiélago-, con señales de fuego, alertó a la guarnición de San Andrés, y de aquí partió un mensajero a caballo que llevó el aviso al Castillo Principal de San Cristóbal. Desde ese instante, Gutiérrez y su Plana Mayor se mantuvieron en las dependencias de San Cristóbal, atentos a los acontecimientos, avisados los baluartes de la cortina defensiva del litoral chicharrero.
 
          La escuadra al mando del contralmirante Horatio Nelson había abandonado la bahía de Cádiz (donde permanecía el grueso de la Armada española bloqueada por la flota del almirante Jervis, luego del combate del cabo de San Vicente, el 14 de febrero de ese año) el 15 de julio, con rumbo a Canarias, con el objeto de tomar su plaza fuerte y luego, por etapas, las demás islas. Junto con el navío Theseus (donde enarboló su insignia el contralmirante), de 74 cañones, navegaron los navíos Culloden y Zealous, las fragatas Emerald, Terpsichore y Seahorse, el cúter Fox y la bombarda Terror; el navío Leander, al partir de Lisboa, se uniría más tarde a la flota (lo hizo el 24). Un total de dos mil hombres, entre oficialidad, marinería e infantes de marina, bien instruidos, armados y pertrechados, tan ansiosos de gloria como de botín de guerra. 
 
          Entre los oficiales, uno destacaba por su amistad con Nelson, el capitán Thomas Troubridge, comandante del Culloden. El londinense Troubridge, que contaba por entonces cuarenta años, fue quien escribió al contralmirante, en abril de ese año, informándole de la presencia del virrey de Méjico en Santa Cruz de Tenerife, donde -creían- se puso a buen recaudo una formidable partida de oro valorada entre 6 y 7 millones de libras, suma extraordinaria para la época, capaz de llevar a una nación a la quiebra o de elevar sobremanera su recursos. Aunque la información resultó falsa, sí fue un aliciente sobresaliente que animó a Jervis a apoyar a Nelson en su ambiciosa empresa, que de tener éxito -del que no dudaban-, su parte del botín los haría más ricos de lo que jamás habían soñado, además de elevar a los protagonistas a la más alta gloria de la nación británica. Ya lo adelantó el menudo marino de Norfolk en carta dirigida a su jefe directo: "Pero ahora viene mi plan, que no puede fallar, que inmortalizaría a quienes lo pusieran en ejecución, arruinaría a España y tiene todas las probabilidades de elevar a nuestra Nación al mayor grado de riqueza que nunca haya logrado aún"
 
          A Troubridge asignó Nelson el mando de la fuerza que, en número de 500 hombres, se dirigieron a tierra para emprender la operación de desembarco. Éstas, reunidas en las fragatas, sólo lograron acercarse a una milla de costa, perjudicadas por la calma reinante que retrasó la maniobra.  En una treintena de lanchas, sobre las tres de la madrugada, partieron los británicos con el objeto de desembarcar por sorpresa, al amparo de la oscuridad, en la playa del Bufadero, a poca distancia del Castillo del Santo Cristo de Paso Alto. El plan urdido por el contralmirante consistía en tomar Paso Alto y dirigir sus cañones (contaba con 12 y 3 morteros) hacia el Castillo de San Cristóbal, de forma que el fuego de éstos apoyara, de ser preciso, a la fuerza que emprendiera su asalto para rendir su dotación y apresar al Comandante General, izando por último la enseña británica en su alto mástil (bandera apresada que hoy se exhibe, junto a otra de la fragata Emerald, en el Museo del Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias, en el establecimiento de Almeyda). Eufórico imagino a Troubridge a bordo del bote, contando las paladas de los remeros, imaginando los laureles del éxito en la acción encomendada. Acción que suponían todos los hijos de la Pérfida Albión al alcance de la mano; no más que un paseo militar. Sin embargo, las ilusiones británicas empezaron a desvanecerse al ver acercarse el alba aún lejos de la playa, soportando además un oleaje que les perjudicaba sobremanera. Cuerpos agotados luchando contra unas aguas rebeldes que obligaban a un esfuerzo superior al previsto y les retrasaba en exceso, negándoles los tiempos calculados en la acción de conquista. A Troubridge y los suyos se les debió caer el alma a los pies cuando oyeron el tronar de tres cañonazos realizados por la artillería de Paso Alto. Habían sido descubiertos.
 
          Providencial fue la aparición en escena de aquella buena mujer, aquella agreste de San Andrés que se dirigía a Santa Cruz para vender su cesta de hortalizas o piña de plátanos o lo que a bien se dispusiera a ofrecer a la clientela en el marcadillo que cada sábado se establecía en la Plaza de la Pila (hoy de la Candelaria). Nuestra anónima heroína -a la que imagino chiquita de estatura, de piel curtida y ojillos despiertos, esforzada madre de familia o quizá joven labriega, probablemente ambas cosas-, llegando a la fortaleza de Paso Alto, descubrió en la lejanía del horizonte marino, que ya se teñía de vivo rojo del amanecer, a un grupo de barcas que no eran -bien segura estaba ella- pesqueros chicharreros. A gritos desesperados de "¡El enemigos nos ataca!", alertó a los somnolientos centinelas del castillo, que avisaron al gobernador del mismo, el teniente coronel Pedro de Higueras, quien ordenó hacer tres disparos de cañón como voz de «al arma», para abrir fuego a continuación sobre el enemigo que se acercaba, a modo de amenaza más que de fuego efectivo, dada la distancia entre ambos. Cañonazos que hicieron trizas las alevosas  intenciones británicas. Luego tuvo que oír el enemigo el tañido de las campanas y conventos del pueblo, que anunciaba estar despierto; que proclamaba a los cuatro vientos su intención de combatir, de cerrarle el paso al invasor y vender cara cada zancada que pretendiera dar en este prieto suelo español, que es el Archipiélago Canario. 
 
          Y he aquí un hecho crucial de los acaecidos en las jornadas del 22 al 25 de julio de 1797. El comandante de la fuerza de desembarco, el amigo personal de Nelson, decidió ordenar a las lanchas dar media vuelta para reembarcar en las fragatas, que aguardaban fuera del alcance de la artillería de costa. Habían sido descubiertos, ¿pero acaso Troubridge creyó encontrar mejor ocasión que aquella para desembarcar, aun bajo fuego español? El abortar, ya a menos de una milla, la operación daba a los españoles tiempo para organizar la mejor defensa posible, como así fue. En cualquier otro intento de desembarco posterior, en la noche o bajo el sol, la artillería de los bastiones haría más daño que en ese amanecer, al tener ya la constancia de la intención británica, y la resistencia en tierra sería mayor que al alba, cuando Santa Cruz aún se desperezaba. Aquella decisión vino magníficamente al general Gutiérrez para ajustar la defensa. 
 
          Imagino la gran decepción de Nelson, conociendo el carácter aguerrido y temerario del personaje. De hecho, ordenó de inmediato otro intento de desembarco, al parecer propuesto por los oficiales, a la luz del día soleado. En esta ocasión, al mediodía lograron desembarcar 900 ingleses por la playa del Bufadero. Y aquí cometió un segundo error Troubridge, de nuevo al mando de la expedición de asalto. Ya en tierra, parapetados tras la Mesa del Ramonal, observó el destacamento de defensores  (200 hombres a las órdenes del teniente coronel jefe de la División de Cazadores de Milicia don Domingo Chirino Soler, marqués de la Fuente de las Palmas, según la orden dada por Gutiérrez, previendo otra incursión enemiga por aquel lugar) posicionados a lo largo de la cresta de la Altura de Paso Alto, desde donde se les cortaba el paso por Valleseco, a fuego de mosquete. Desconociendo el terreno, ordenó a los suyos subir por la escarpada mole del Ramonal, buscando un acceso por donde rodear a los lugareños. Sin embargo, al poco tuvo que saber -dado el blindaje de aquel paso presentado por Chirino-  que no era tarea abordable aquella misión. No obstante, mareando la perdiz, mantuvo a sus hombres, sin lugar donde resguardarse del tórrido sol veraniego, sin agua ni alimento, ni una idea clara de qué hacer, en la pétrea cumbre, con el desgaste consiguiente, físico y moral, de tropa y oficialidad. Luego de perder a dos marineros y ver desfallecidos a muchos, sobre las seis de la tarde Troubridge ordenó la retirada  y el regreso a los barcos. Las penurias británicas en el alto del Ramonal se conocen bien por el informe que el capitán Ralph Willett Miller, comandante del Theseus, remitió al almirante Jervis, además de toda la relación de hechos del 22 al 25 (carta reproducida en la Addenda  Fuentes Documentales del 25 de Julio de 1797, trabajo excepcional de Luis Cola Benítez, Pedro Ontoria Oquillas y Daniel García Pulido).  ¿No debió ordenar el comandante británico el paso inmediato por Valleseco, una vez desembarcadas sus tropas, aun con el riesgo de sufrir un número de bajas inevitables, ya que habían logrado pisar tierra, nada menos que 900 hombres de guerra, curtidos en batallas y mil peripecias, bien armados, a tiro de mosquete del Castillo de Paso Alto y a pocos minutos del de San Cristóbal? Lo cierto es que por dos veces erró el oficial inglés en lo que en él delegó Nelson, favoreciendo la defensa de Santa Cruz.
 
          La madrugada del 25, desesperado Nelson por no haber alcanzado ya el éxito en su empresa (imagino, ¿quizá decepcionado de Troubridge y desconfiando de su talento guerrero?), tomó la decisión de encabezar él mismo el desembarco en tromba por las playas a ambos lados del Castillo de San Cristóbal. Algo más de 1.200 hombres en 30 lanchas, más un quechemarín tinerfeño (apresado el día anterior) y el cúter Fox (embarcación propicia para el desembarco que, además de 150 marineros e infantes, cargaba armas, munición y pertrechos para tomar el castillo). Cuando Troubridge y los capitanes Hood, Miller y Waller y 700 hombres lograron desembarcar (luego de un primer intento fallido por la desembocadura del barranco de Santos, al ser rechazados por el Batallón de Infantería de Canarias, al mando del teniente coronel Guinther) parte por el barranquillo del Aceite y parte por la caleta de Blas Díaz (terreno ganado al mar que hoy ocupa el Cabildo de Tenerife), Nelson ya había sido gravemente herido por la metralla del cañón El Tigre, que -por felicísima iniciativa del teniente de Artillería de Milicias Francisco Grandi Giraud, comandante del bastión de Santo Domingo- se posicionó, en tronera abierta el 24, mirando a la playa de la Alameda, donde su fuego hizo estragos entre el enemigo, desbaratando el desembarco. Así como había sido hundido el Fox (por fuego artillero de la batería de San Pedro), tragándoselo las negras aguas con 110 hombres de su tripulación. Al amanecer, desorientados los británicos, sufridas muchas bajas en las playas y en los enfrentamientos en las calles del pueblo, sin noticias de Nelson ni de la mitad de la fuerza de desembarco, refugiados en el convento de Santo Domingo, cercado por nuestros soldados y milicianos, Troubridge decidió negociar la capitulación. Sin embargo, aun manteniendo él, en ausencia del contralmirante, el mando sobre las fuerzas en tierra, envió a tal efecto al capitán de navío Samuel Hood, comandante del Zealous, a reunirse con Gutiérrez. ¿No hubiese sido lo más lógico que la primera autoridad británica negociara en persona con el Comandante General de las Canarias? Supongo que el estado anímico de Troubridge, de abatimiento extremo por semejante derrota, del todo inesperada, le impidió presentarse ante el viejo y sabio militar español. 
 
          Fue, en mi opinión, la decisión de Troubridge de abortar el desembarco del amanecer del 22, de las tomadas por los británicos, de las que más determinó que la balanza del destino se inclinara al lado de nuestra victoria. En aquel momento, cuando el pueblo y la escasa guarnición militar todavía dormían, repeler el ataque de quinientos hombres, con tanto oficio como el de aquellos británicos, todos bien armados e instruidos, ambiciosos de gloria y de suculento botín, hubiera sido muy difícil. Así se escribe la Historia. 
 
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