Un gomero en las Cortes de Cádiz (1808-1814). Ruíz de Padrón contra la Inquisición (I)

 
Por Carlos Hernández Bento (Publicado en el mejicano Diario de Colima el 21 de mayo de 2017).
 
 
          La letra de una chirigota gaditana dice plena de orgullo andaluz: “...y aquí, dentro de San Felipe, se fundó la primera Constitución de la España libre...” (Valdés/Márquez, 2000).
 
          Y, ¡sí, señor!, ahí fue también, bajo la cúpula del Oratorio de San Felipe Neri, donde el gomero y diputado por las Islas Canarias don Antonio José Ruiz de Padrón, pronunció, el 18 de enero de 1813, un discurso que puso en jaque con su verbo ilustrado al monstruo de la Inquisición.
 
          ¿Quién le pone el cascabel al tigre? La sola idea haría temblar las carnes de puro miedo a cualquiera, sólo con pensarlo, ¿verdad? En la España políticamente convulsa que le tocó vivir, un desliz podría tener, a la corta o a la larga, gravísimas consecuencias. Pero él lo hizo. Como un David contra un Goliat, alzó una y otra vez su honda cargada con palabras duras como piedras certeras. No dejó puntada sin hilo, ni títere con cabeza.  ¡Qué no daríamos muchos por ver la escena por un agujerito!
 
          El primer asalto fue la lectura, por uno de los secretarios de la Cámara, de su famoso “Dictamen sobre el Tribunal de la Inquisición”. Por entonces, quién subía al estrado se dirigía al grupo de diputados en singular, como si todos fueran una única persona:
 
          “SEÑOR. [Dijo dando comienzo a la exposición] Ocupado V.M. [Vuestra Merced] en uno de los asuntos más importantes y trascendentales a la seguridad y prosperidad de la Monarquía, de si ha de existir o no por más tiempo aquel famoso tribunal, conocido desde el siglo XIII con el dictado de inquisición, he creído dar mi dictamen por escrito para que sea cual fuere la resolución del Congreso, se transmita y llegue mi opinión a las futuras generaciones. Este gravísimo asunto […] conviene examinarlo detenidamente según las luces del Evangelio, los fundamentos del derecho público de las naciones, y los principios de la sana filosofía. […]”
 
          El texto argumentaba tres proposiciones sobre el dañino Tribunal: es inútil a la Iglesia de Dios; opuesto a la Constitución de 1812; y contrario al espíritu del Evangelio, que, paradójicamente, decía defender.
 
          Durante la larga lectura que el secretario hizo, don Antonio, de 53 años, con los ojos abiertos, pero vueltos hacia sí mismo, comenzó a abstraerse. Su ensoñación lo transportó mucho tiempo atrás; a sus años de estudios en La Gomera y Tenerife; a su ordenación como sacerdote; a su posterior paso por la Real Sociedad Económica, donde se empapó de las ideas ilustradas, y por el Tribunal de la Inquisición, en el que estuvo según sus palabras “para conocerlo y para derribarlo para siempre, como obra de tinieblas”
 
         Se vio de nuevo con 27 años, en aquel barco que iba rumbo a Cuba. Vio, después, la nave zozobrando en una tormenta y precipitándose contra las costas de Pensilvania. Otra vez se vio relacionándose en Filadelfia con Benjamin Franklin y acudiendo a sus tertulias con ministros de diversas confesiones cristianas, quiénes lo llamaban “El Papista”. Se visionó, de nuevo, convenciendo a muchos de ellos de la primacía de la Iglesia romana, por ser madre de las demás. Estando obligado, eso sí, a reconocerles avergonzado los abusos de la Inquisición, tan contrarios a la dulzura y misericordia del Evangelio, por lo que la repudió ante ellos como engendro humano ajeno a la Iglesia y a la voluntad de Jesucristo; consideraciones que repitió, más tarde, en casa de George Washington. En estas reuniones se persuadió, además, de la necesidad de la tolerancia religiosa como base de una sociedad sana.
 
          Luego recordó como se le pidió, en prueba de sinceridad, que predicara lo dicho en el templo católico de Filadelfia; cosa que no tuvo inconveniente en hacer. Su sermón sería el primero dado en español en aquellas regiones, siendo traducido por completo al inglés. Más tarde, don Antonio haría lo propio en Nueva York y Maryland. Sería testigo de las numerosas conversiones al Catolicismo que su forma de razonar produjo. Al menos 80 familias bautizadas. Posteriormente, pasó a Cuba donde luchó contra la esclavitud. Y, ya en Europa, sus viajes por el continente le ayudaron a ahondar en sus ideas ilustradas.
 
          Don Antonio era un hombre de mediana estatura y fuerte complexión, con algún kilo de más por su edad. De cara ancha y pómulos marcados, tenía el pelo oscuro, aunque ya algo encanecido. Los ojos eran claros y vivísimos, espejo de una inteligencia fuera de lo común y favorecida por una vida de continua lectura.
 
          Una vez el secretario dio fin a la exposición de su Dictamen, se le vio subir muy decidido al estrado enfundado en su hábito… (Continuará)
 
  
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