Comienza la cuenta atrás. Nelson urde el ataque a Santa Cruz

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 26 de febrero de 2017).  
 
 
 
          La mañana de primeros de marzo de 1797, el  teniente coronel don Juan Creagh y Plowes entraba en el despacho del Comandante General de Canarias don Antonio Gutiérrez de Otero, en las dependencias del castillo de San Cristóbal, donde éste se hallaba reunido con su Plana Mayor: Don Juan Ambrosio Creagh y Gabriel, capitán de Infantería y ayudante secretario de Inspección; don Manuel Salcedo, teniente de Rey, segunda autoridad militar de Canarias; el coronel don Marcelo Estranio, jefe de la Comandancia de Artillería; el teniente coronel don Juan Guinther, comandante accidental del Batallón de Infantería de Canarias; y el comandante jefe de Ingenieros, coronel don Luis Marqueli. Estudiaban el Plan de Defensa diseñado por el General, ante un más que posible ataque británico.
 
          —¿Se confirman las malas noticias, Creagh ? — preguntó Gutiérrez, expectante, como todos los presentes, que habían vuelto la mirada hacia el recién llegado. 
 
         —Ha sido un desastre, mi general —confirmó el teniente coronel, suspirando—. El combate se libró al amanecer del pasado 14 de febrero, frente al cabo de San Vicente. Prácticamente, toda nuestra Armada ha quedada bloqueada en Cádiz.
 
          —Motivo por el cual debemos asegurar el Plan de Defensa. Con nuestra Armada inoperativa, Canarias está desguarnecida… y los británicos bien que lo saben —observaba la Primera Autoridad del Archipiélago, muy acertadamente.
 
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El último combate del Glorioso  (Cuadro de Augusto Ferrer Dalmau)
 
          Bien conocía el general Gutiérrez a los ingleses, con quienes había tenido varios enfrentamientos en su dilatada carrera militar, y a los que había vencido en todos ellos. Siendo teniente coronel, mandó las tropas de desembarco que los expulsó de Puerto Egmont, en la Gran Malvina; y ya brigadier, en 1782, al mando del Regimiento de Infantería de África, participó valerosamente en la reconquista de la isla de Menorca, en manos de Inglaterra, usurpada como Gibraltar durante la Guerra de Sucesión. Nunca se había enfrentado a un enemigo tan poderoso en tal inferioridad de condiciones. En Menorca o en Argel (dónde fue gravemente herido), había comandado fuerzas regulares, soldados profesionales entrenados y curtidos, hombres bien armados y experimentados, pero de ser atacado Santa Cruz -como ya por entonces se temía-, sólo podría contar con el Batallón de Infantería, que no sumaba ni  trescientos hombres, más los sesenta de las banderas de La Habana y Cuba, y algo más de noventa artilleros profesionales, puesto que de los abnegados campesinos que conformaban los regimientos de Milicias, mal instruidos y peor armados, más allá de su coraje, poco más podía esperar.
 
          En efecto, la batalla naval acaecida frente al cabo de San Vicente, el 14 de febrero de 1797, en la que fue vencida la escuadra española, al mando del almirante Córdova, por la británica al mando del almirante Jervis, que motivó que los nuestros se refugiasen en el puerto de Cádiz, quedando bloqueados por los ingleses, encendió la chispa de la “cuenta atrás”. 
 
          Sintetizando mucho, a mediados de diciembre de 1796, el almirante Lángara, probablemente por encontrarse enfermo, fue relevado por Córdova, que asumía el mando de la escuadra española formada por 34 barcos, de los cuales 24 eran navíos de línea. En los primeros días de febrero, después de dejar en Algeciras unos mercantes de bandera enemiga apresados, la escuadra se vio empujada por un fuerte levante que la arrastró hacia el oeste. Durante los siguientes días, el viento siguió empujando a la flota hacia poniente. Durante los días 12 y 13, los navíos españoles persiguieron y apresaron  a otros mercantes de la Pérfida Albión, lo que hizo que la escuadra llegara muy desunida a la altura de San Vicente, frente a la costa de la “barbilla” del sur de Portugal. Al amanecer del 14, la flota de Córdova se encontró envuelta en una espesa neblina y una llovizna muy tupida. Al salir de la niebla, se avistó la escuadra de Jervis (que contaba 22 buques) en perfecta formación de combate, mientras la española aún se hallaba dispersa. Aquella circunstancia fue determinante para la victoria británica. En aquel combate destacó sobremanera el por entonces comodoro Horatio Nelson, ascendido por sus méritos en aquella acción a contralmirante. 
 
          Siempre habían ansiado los británicos la posesión de las Islas Canarias, que suponían una plataforma atlántica excepcional para la Royal Navy. También debió rondar por la mente del almirante John Jervis (nombrado, tras su victoria en el cabo de San Vicente, Barón de Meaford y conde de St. Vincent) la posibilidad de conquistar el archipiélago español, cuyo logro lo elevaría a la más alta consideración tanto de la Corona como del Almirantazgo, además de hacerle inmensamente rico, mucho más de lo que ya era. Y fue precisamente quien determinó y ofreció en bandeja a Jervis la victoria en San Vicente, el contralmirante Nelson, quien alimentó su interés por abordar tan excepcional empresa: la invasión de Canarias.
 
          En misiva de fecha 12 de abril de 1797, Nelson comunicó a Jervis, que el capitán Troubridge, comandante del navío Culloden, le había informado de la presencia del virrey de Méjico en Santa Cruz de Tenerife, donde se custodiaba una formidable partida de oro valorada entre 6 y 7 millones de libras, una fortuna extraordinaria para la época. Esta información resultó ser falsa. ¿O fue urdida por el propio Nelson para excitar las glándulas codiciosas del conde de St. Vincent, y “engolosinado” apostase por la “empresa”, cuya ejecución ansiaba sobremanera el marino más idolatrado del mundo anglosajón? Este posible botín suponía un aliciente extraordinario a sumar al soñado proyecto de invasión, puesto que una parte importante del mismo correspondería a la oficialidad interviniente, especialmente a Jervis, en primer lugar, y a Nelson, en segundo.  Estando la Armada española bloqueada en Cádiz, no podían ser más favorables las circunstancias. Canarias se encontraba desprotegida: la Armada británica era dueña del Atlántico.  Tan alta resultaba la seguridad que Nelson tenía en alcanzar el éxito en el proyecto, que en ningún caso consideró ser derrotado, de tal manera que su optimismo y su ímpetu, tan característicos en él, le llevaron a expresarse en la misiva en estos términos: “Pero ahora viene mi plan, que no puede fallar, que inmortalizaría a quienes lo pusieran en ejecución, arruinaría a España y tiene todas las probabilidades de elevar a nuestra Nación al mayor grado de riqueza que nunca haya logrado aún”.  Jervis mordió la zanahoria y a Nelson encomendó la tan importante empresa, que se iniciaría con el ataque y toma de Santa Cruz, la única plaza fuerte del Archipiélago, sede de la Comandancia General. 
 
          Entre tanto, en Santa Cruz y en toda la isla de Tenerife, el Plan de Defensa -que Gutiérrez había elaborado en julio de 1793, con motivo de la guerra con Francia, ahora nación aliada- se llevaba a efecto de manera rigurosa. Uno de las más importantes cuestiones de las que se ocupaba el Plan de Defensa era del mantenimiento de una red de puestos de vigías que circundaban la isla. Por medio de un código de banderolas, para el día, y una pila de leña y antorchas, para hacer señales de fuego en la noche, se avisaría de inmediato del avistamiento de barcos “sospechosos”. Y, sin duda, era la atalaya de la punta noreste de la cordillera de Anaga, desde donde se contemplaba el brazo de océano por donde navegaban los barcos con destino a Santa Cruz, la más importante de todas. Desde lo alto del enorme macizo montañoso, el vigía Domingo Palmas oteaba el azul horizonte, sin saber que la cuenta atrás ya había comenzado.
 
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Batalla de Trafalgar
  
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