Profesiones, oficios..., modus vivendi (Retales de la Historia - 277)
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 14 de agosto de 2016).
Este Retal de la Historia (el número 277) y el anterior estaban ya preparados por don Luis Cola Benítez para enviar al periódico cuando se produzco su fallecimiento. Su familia autorizó su publicación y fue la Tertulia Amigos del 25 de Julio la que, cumpliendo con los deseos de su Tertuliano Fundador, hizo llegar a La Opinión estos sus dos póstumos trabajos, redactados cuando ya se encontraba muy enfermo.
Es este “Retal”, por tanto, el último artículo de un gran escritor, veraz historiador e incansable investigador. Y, sobre todo, de un hombre bueno.
Año 1822. Santa Cruz tenía unos 6.200 habitantes, unos 1.000 más de los que hoy tiene Arafo y unos 1.500 menos que la actual Matanza de Acentejo. Era un pueblo recién emancipado que pocos años antes había recibido el título de Villa exenta, en recompensa de su victoria y rechazo sobre las fuerzas mandadas por Horacio Nelson en su intento de invasión. Pero una cosa eran los títulos, muy honrosos, y otra muy distinta el disponer de los medios necesarios para desarrollar una administración municipal con un mínimo de eficiencia, sin tener los recursos ni bienes propios que proporcionaran las rentas necesarias. Y si no, que le preguntaran al alcalde José de Matos y Azofra los equilibrios que tenía que hacer para solucionar los problemas del día a día, más aún cuando Hacienda comenzaba a exigir el cobro del arbitrio de Consumos.
Es cierto que, aunque en un informe oficial se decía que dadas las difíciles circunstancias que se padecían “el comercio camina a pasos agigantados a su completa extinción”, por las mismas fechas José Murphy lograba con sus gestiones en Madrid la capitalidad provincial para la Villa y Puerto de Santa Cruz y la habilitación de su puerto para comercio con el extranjero, con depósito de 1ª clase. La mayor parte de estos comercios de 1ª clase se situaba, como era lógico, cerca de puerto que era el motor de la precaria economía, contabilizándose hasta cinco establecimientos en la calle de La Marina, siguiéndole cuatro en la calle del Castillo; tres había en cada una de las calle de la Cruz Verde y en la de la Candelaria; dos en la calle de La Luz -actual Imeldo Serís- y otras tantas en San Francisco y el Saltillo -hoy José Murphy-; y una en la plaza de la Constitución, otra en la de la Iglesia y en cada una de las calles San José, Norte -hoy Valentín Sanz-, y La Caleta -actual General Gutiérrez-.
Llama la atención la cantidad de bodegas del vino “al por mayor”, de las que figuran matriculadas seis en la calle del Castillo, dos en la de La Noria, y una en Cruz Verde, La Caleta, Pîlar, San José, y en la de La Luz, en la que además de despachar vino se especifica “con venta de toneles”; por último una en Los Llanos, la de Juan Anacleto, en la que se decía que había molino de viento.
Por si fuera poco, en los matriculados como de 3ª clase figuran nada menos que 23 tabernas: seis en La Marina, otras seis en San José, cuatro en La Luz, dos en La Caleta, y una en San Carlos, Cruz Verde, Curva, Sol, San Pedro de Alcántara y, la de Santo Domingo, de Luis Caprario, que curiosamente se autodenomina, “casa de dar de comer”, como si en las llamadas “tabernas” no se diera de comer.
Hoy parece anormal que en este mismo capítulo de 3ª clase estén comprendidos profesionales que deberíamos considerar de superior nivel. Como ejemplos, un abogado en la plaza de la Iglesia, tres escribanos y un contador público repartidos entre las calles San José y Norte; cuatro médicos en Clavel, Sol, San Roque y Pilar; y uno muy curioso en la calle del Castillo -un tal Santiago de la Cruz- que se titula “por curas que hace”, ¿será lo que hoy se llamaría “curandero”?; además había un boticario en la calle del Castillo; y tres relojeros en Candelaria, Consolación y Norte.
En la matrícula de 4ª clase se encuentran nada menos que cuarenta y un comercios, tiendas o almacenes, todos al por menor, la mayor parte situados en la calle del Castillo y aledañas. Destaca la de Bernardo Figueroa, en calle Candelaria, que además de tienda al por menor “alquila caballos”, y otras dos que anuncian tener “café, nevería y billar”. Hay que llegar a la 5ª clase para encontrar tres “maestros de escuela”, uno de “Francés y Geografía”, un “Maestro de Música” -Francisco Carta- y una “Maestra de 1ºs principios”. En la 6ª clase figuran “cuadra de caballos de alquiler” -los “rent a car” de la época-, y vendedores de carne y pescado. En la 7ª, fabricantes de cal, de tejas, de jabón, de zapatos y uno muy curioso que se denomina “ventorrillo de más de 3 rs. vn.” En las dos últimas clasificaciones, 9ª y 10ª, se incluyen alquiler de yuntas y caballos, zapateros, toneleros, propietarios de lanchas para descarga y nada menos que a José Rodríguez, propietario del bergantín Tenerife, de 30 toneladas. Por último, amasadores de pan, zapateros, herreros, cereros, hojalateros, barberos, sombrereros, silleros, destilas, sastrerías, tonelerías y cerca de una veintena de botes de pesca, cuyos patrones, naturalmente, residían en el marinero barrio del Cabo.
¡Qué Santa Cruz de entonces, donde todos se conocían! Con sus amores y desamores, con sus rencillas vecinales y sus paces frente a un vaso de buen vino. Donde era imposible que las situaciones no deseadas se prolongaran, pues había que sobrevivir, hombro con hombro, cada uno en lo suyo, pero todos en la misma dirección, desde los vocacionales alcaldes hasta el último peón de la descarga con el agua hasta la cintura y al hombro el saco del preciado grano o comestible.
Ellos hicieron posible el Santa Cruz de hoy…
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