La indecente disciplina docente (Retales de la Historia - 274)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 24 de julio de 2016)
 
 
 
          Alguna vez hemos tratado de las deficiencias que en el siglo XIX sufría la enseñanza básica en Santa Cruz, de la ausencia de escuelas públicas y de cómo las primeras respondieron a iniciativas privadas, sin control ni continuidad. En 1820 se sabe de dos maestros en la calle del Tigre -Villalba Hervás-, José Mª Capdevilla y Pedro Goyri, otro en San Francisco, Esteban Silva, y una maestra de primeros principios, María Delgado del Pozo, en la calle del Pilar. Aunque el alcalde presidía la entrega de premios a los alumnos más aventajados, en ocasiones se daban situaciones no deseadas por la falta del necesario seguimiento, como cuando se presentó denuncia contra el maestro Carlos Sayer, lo que aconsejó estudiar la posibilidad de establecer escuela pública. Esto ocurría en 1837, pero tardó una docena de años en hacerse realidad.
 
          La escuela fue uno de los servicios que se instaló en el exconvento de San Francisco, en tan precarias condiciones que las aguas sucias de los excusados se filtraban a la contigua cárcel con las consiguientes protestas de los internados. Tampoco las condiciones disciplinarias eran las adecuadas, y en julio de 1855 Juan P. Alba se quejaba porque Antonio Hernández, ayudante del maestro titular José D. Dugour, había golpeado en el cuello a su hijo y tuvo que guardar cama dos días. Naturalmente, Dugour negó los hechos denunciados, pero poco después el ayudante dejó el puesto y se mudó a Las Palmas, expresando al ayuntamiento -decía- su “reconocimiento y gratitud por las consideraciones que VS ha tenido a bien dispensarme.”
 
          Pasan los años y, en  1879, la situación no ha mejorado y la Junta de Enseñanza, cumpliendo lo que llamaba “triste y no envidiable cometido”, denunció “el deplorable y vergonzoso abandono en que se encuentra la Instrucción primaria oficial de la Capital de la Provincia de Canarias, que promete rebajar su grado intelectual y hacerlo descender á la mas grocera ignorancia si no se dedican con predilección por la Junta y el Escmo. Ayuntamiento sus esfuerzos y patriotismo para corregir con mano fuerte inveterados abusos.” La naturaleza de estos abusos se evidencia cuando la corporación se apresura a retirar las subvenciones para material que se entregaba a los maestros y decide ocuparse directamente de cubrir estas necesidades.
 
          Pero también se hace evidente que el paso del tiempo no remedia las deficiencias y en 1887 la comisión formada por los diputados Gabriel Izquierdo Azcárate y Luis J. Duggi, encargada de las visitas de inspección, expresa que “la escuela está reducida á un salón que, aunque de regulares dimensiones, claro y fácil de ventilar, solo se comunica con la plaza de San Francisco, por lo que se ve que no tiene donde puedan los alumnos o el profesor satisfacer ciertas necesidades, como no lo hagan en la calle…” y sugieren abrir comunicación con los patios interiores de San  Francisco para solucionar el problema, solución que no es fácil de entender puesto que parece indicar que la satisfacción de dichas ciertas necesidades se trasladaban a los patios interiores y, al menos, ya no se satisfacían en la calle.
 
          Pero no era este aspecto, de índole sanitario y privado, por muy necesario que fuera, el más grave. Porque en el informe se señala que la comisión encontró “sobre la mesa del maestro… una paleta con señales de bastante uso y una cuerda embreada en forma de látigo. A las indicaciones que le hicimos” -dicen los comisionados- “respecto a estar prohibidos estos castigos, contestó que lo sabía pero que le eran necesarios y que los padres de los alumnos le tenían autorizado para emplearlos. Como creemos que tal autorización no puede bastar para consentir procedimientos de que los pueblos han prescindido, llamamos la atención sobre este punto…. para que el Ayuntamiento decida lo conveniente”.
 
          Los locales eran insuficientes para el número de alumnos asistentes a cada escuela que eran, según las listas de los maestros, en la Elemental unos 54 y en la de Párvulos 78, aglomerados hasta el hacinamiento.
 
          Es indudable, o al menos muy probable, que la precariedad de condiciones en que se veían a obligados a trabajar los maestros influyera en la necesidad de mantener un mínimo de medidas disciplinarias, pero en todo caso nada justificaba el castigo corporal. En 1887 el gobernador civil Arturo Zancada, que a la vez era el presidente de la Junta de Instrucción Pública, recibe oficio del maestro Victoriano Rancel proponiendo trasladar alumnos de la escuela elemental a la superior “para levantarla de la postración en que se halla, y tan desacreditada para la vindicta pública”. El gobernador realiza visita de inspección y concluye que las escuelas “carecen de las condiciones higiénicas y pedagógicas más elementales.”
 
 
- - - - - - - - - - - - - - - - - - -