La danza del colibrí (Relatos gastronómicos -10)
Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en el número 16 de la revista Mesa Abierta en junio de 2016)
De entre uno de los pliegues del grueso tronco del drago centenario, al borde del camino, sujeta sus raíces a la tierra apelmazada, crecía una bella flor. Sus pétalos lucían de un vivísimo color entre el lila y el carmesí, según le diera la luz. Cada día de esa primavera, un colibrí acudía a la llamada de la naturaleza, aquella que le hacía la bonita flor a través de lo que parecía su propia luminiscencia, cual luciérnaga vegetal. Apenas asomaba el sol en el cielo azul, o entre las nubes se colaban unos pocos rayos, la flor se iluminaba. El diminuto colibrí, de plumaje verde brillante con manchas azules en la cara, se plantaba frente a la llamativa planta, agitando sus alas portentosamente, parado en el aire por momentos, para luego moverse hacia adelante y hacia atrás, como si ofreciese a su reina el espectáculo de su inigualable talento danzarín. Luego, cuando la flor parecía concederle la gracia, el colibrí acercaba el fino pico en forma de tubito y succionaba el rico néctar que ella le ofrecía. Una vez saciado el pajarillo, revoloteaba en torno a la flor, a modo de agradecimiento y despedida, para luego alejarse del lugar con el brío propio de su especie.
Así transcurrían los días de primavera. La bella flor y el colibrí se encontraban cada mañana y el ritual se repetía. Hasta que un día, estando el pajarillo succionando el alimento del corazón de la flor, un gigante irrumpió en el escenario. Era una vieja cabra de larga chiva, la más vieja del rebaño que pastaba cada jornada en un cercano prado. La cabra descubrió la flor al reflejarse en sus pétalos la luz de la mañana soleada. “¡Qué ricura, qué manjar!”, pensó la cabra, mirando a la flor con sus ojos glotones. Entonces, ni corta ni perezosa, la vieja barbuda apoyó las pezuñas sobre el tronco del gran drago y estiró el cuello todo lo que daba de sí, sacando la lengua entre los labios temblorosos. “¡Qué rabia!”, se lamentaba la cabra al comprobar que por una pezuña no alcanzaba la sabrosa golosina. De ser más joven, de un ágil impulso hubiera llegado a ella. Pero los años no perdonan y la vieja lo sabía. No obstante, ¿qué perdería por intentarlo? Decidida, retrocedió sobre sus pasos y emprendió la corta carrerilla, cuando de súbito se le interpuso un molesto moscardón, que zumbaba revoloteando entorno a ella. “Pero… No es un moscardón”, se percató, cuando el colibrí se le plantó delante, entre los ojos, desafiante, parado en el espacio, como una minúscula luna verde. “¡Es un pequeñísimo pajarito!”, se dijo, asombrada por tal descubrimiento.
El colibrí la miraba impetuoso, valiente, retador, decido a impedir que la cabra vieja se comiera a la bella flor, que cada mañana le ofrecía el más rico y nutritivo néctar que nunca antes había probado. Entre tanto, la cabra trató de emprender de nuevo la carrerilla que le permitiera, de un impulso, llegar hasta lo que intuía un manjar. Sin embargo, con el pajarillo entre los ojos, para delante y para detrás, le era imposible fijar la vista en el deseado objetivo, para dirigir la carrera y tomar la medida correcta del espacio a recorrer. Un buen rato estuvieron el colibrí y la vieja cabra pugnando por la más bella flor de todo el campo, sus prados y los bosques que lo circundaban. Y así cada mañana, durante media primavera, cuando la cabra llegaba a los pies del gran drago, ya estaba el corajudo colibrí, con las energías renovadas y la fuerza que el rico néctar le proporcionaba, dispuesto a impedir que la vieja llegase a la flor. Hasta que un día que la vieja barbuda, tan barbuda como sabia, llegó antes de lo habitual al drago centenario, pudo observar cómo el colibrí danzaba frente a la flor, para luego, con suma delicadeza, alimentarse de su néctar. Tan ensimismado estaba el colibrí, que no se percató de la presencia de la cabra hasta que no hubo saciado su apetito. Fue cuando ambos se miraron a los ojos, el pajarillo frente a la chiva, pero de forma diferente a la de otras ocasiones. En ese instante comprendió la cabra vieja y sabia cuán importante era aquella flor para al colibrí. Así que, dada las circunstancias, consciente de que para aquel minúsculo ser volador la bella flor era infinitamente más valiosa de lo que lo era para ella, decidió abandonar la idea de comérsela cual hierbajo campestre, pues en su fuero interno reconoció en su intención no más que un capricho prescindible. Y eso mismo leyó el colibrí en la mirada de la cabra. Ya eran tantas las veces que ambos animales se habían mirado a los ojos, que sin darse cuenta habían aprendido a comunicarse entre ellos, mejor incluso que con otros paisanos de su propia especie.
Admirada la cabra de la determinación del colibrí y éste de la generosa decisión de la vieja barbuda, se despidieron con ese adiós que sólo saben decirse los animales entre sí. “Quizá algún día volvamos a vernos”, pensó la cabra, casualmente lo mismo que pensó el colibrí.
Pasaron los días y el colibrí siguió visitando a la bella flor para alimentarse de su néctar, mientras la cabra vieja se entretenía por otras veredas, comiendo hierba y hojas de matorral. Una mañana, cuando el colibrí a punto estaba de despedirse de la flor, un hombre joven se acercaba, canturreando, paseando por la vereda. El vuelo del colibrí le llamó la atención. Al principio, como la cabra, creyó que se trataba de un moscardón. Observándolo mejor, concluyó que se trataba de un pajarillo muy chiquito. “¡Un colibrí!”, recordó que alguien le había dicho que así se llamaban esas aves de tan reducido tamaño y de vuelo más cercano al de una mosca que al de ninguna otra ave. “¡Ah, qué magnífico regalo para mi amada!”, exclamó el joven enamorado, que en efecto iba camino de la casa de la joven campesina con la que se hablaba, como decían los ancianos del lugar, dándole vueltas al regalo que le haría ese día, en el que ella cumplía diecisiete años. Y siguiendo el mozo el vuelo del colibrí, descubrió la bella flor que crecía arraigada en la tierra acumulada en una rugosidad del drago al borde al camino. “¡Oh, qué bellísima flor!”, exclamó de nuevo, asombrado de la vistosidad de los colores de sus pétalos, que según la miraba se tornaban lila o carmesí. “¡Esa flor es el regalo perfecto para mi amada!”, se decía el imberbe enamorado. Entusiasmado con la idea de regalar a su amada la flor más hermosa que jamás había visto, el muchacho alargó la mano dispuesto a arrancarla del lugar donde habitaba. Apenas le faltaba un palmo para llegar hasta ella, cuando el valiente colibrí, cual halcón peregrino, atravesó la atmósfera justo frente a sus ojos. El muchacho, de un respingo, dio un paso atrás, y el colibrí volvió a cargar contra el invasor. “Dichoso pajarraco”, decía el mozo, cada vez más encorajinado por los vuelos que la rápida y ágil avecilla hacía rozando sus ojos, tratando de impedir que culminara su pretensión. A manotazos, logró al fin espantar al valiente colibrí, que agotado de tanto esfuerzo no pudo más que posarse junto a la flor, sujeta sus patitas a una corteza saliente del grueso tronco.
“Mira por dónde voy a matar dos pájaros de un tiro”, dijo el mozalbete, con ojos de bruja de cuento. “¡Un colibrí y una preciosa flor llevaré a mi amor!”, clamaba entusiasmado, estirando los brazos, casi tocando con una mano la flor y con la otra al colibrí… Cuando de pronto sintió un tremendo testarazo en su trasero, tan descomunal que le hizo caer contra el suelo, como lo haría un fardo de heno. Aterrorizado, miró a su agresor, una cabra vieja con más chiva que ubres. “¡Maldita cabra, mal rayo te parta!”, espetó a voces, levantándose a dura penas, dolorido, cuando la cabra volvió a embestirle, esta vez con más ímpetu aún. “¡Ah, cabra maldita!”, gritaba el mozalbete, aterrizando de bruces contra la bosta de una vaca que hacía un rato por allí había pasado. Entonces, la bella flor abrió sus pétalos más que nunca y el valiente colibrí, recuperado el resuello, volvió a alimentarse del energético néctar, para de inmediato reemprender el ataque contra el hombre malvado. Y en esas estaba, cuando el mozo, que trataba de recomponerse, recibía de la vieja cabra un tercer topetazo en pleno trasero, justo en ese huesecillo que el humano tiene tan delicado.
A trompicones, arrastrando una pierna y una mano en el culo, se alejó el mozalbete del lugar, dando alaridos de dolor, que se perdieron en la lejanía. Desde entonces, cada día, la cabra vieja visitó el drago centenario, para vigilar que nadie molestase al colibrí y mucho menos tratase de arrancar la más bella flor que jamás se ha visto y jamás se verá.
Por cierto, nunca se creyó la joven campesina la absurda excusa con la que su novio trató de justificar el haberse presentado con la ropa sucia, apestando a estiércol y sin regalo alguno, el día de su cumpleaños.
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