A los valientes defensores de Santa Cruz, aquel 30 de abril de 1657
Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 1 de mayo de 2016)
No encontraremos en los anales conocidos un puerto tan aguerrido como lo fue el de Santa Cruz de Tenerife, hoy Santa Cruz de Santiago. Por todos los chicharreros es sabido -o debiera serlo, a estas alturas- que las tres cabezas negras de león que adornan el escudo de la capital de nuestra provincia se deben, cada uno de ellos, a tres sendas victorias alcanzadas sobre tres formidables escuadras británicas, que atacaron nuestra plaza, a cual con más inicuas intenciones. Tres victorias heroicas, puesto que en todas ellas los defensores isleños se batieron con gran ardor y valentía contra enemigos más numerosos y mejor armados. La más cercana en el tiempo fue de la que en breve celebraremos el 219º aniversario, nuestra Gesta del 25 de Julio de 1797, el día de Santiago Santo, patrón de España y de las Españas; día en que el idolatrado británico contralmirante Nelson sufrió su única derrota, a manos de nuestro viejo y sabio general don Antonio Gutiérrez. A ésta la precedió el ataque de la flota del almirante John Jennings, el 6 de noviembre de 1706, que con sus trece navíos, artillados con ochocientas bocas de fuego, se topó con el audaz don José de Ayala y Rojas, corregidor de Santa Cruz, y responsable de su defensa en ausencia del gobernador don Agustín de Robles -como fue el caso en aquellas fechas-. Y llegamos a la primera de las tres victorias, de la que ayer celebramos el 359º aniversario, la lograda sobre la potente armada del almirante y corsario Robert Blake, el 30 de abril de 1657, cuando Santa Cruz sólo contaba mil habitantes, pues no era más que un pueblito de pescadores, puerto y parapeto de la capital San Cristóbal de La Laguna.
Eran tiempos aquellos en los que España dominaba los océanos. Con el Galeón de Manila en el Pacífico y la Flota de Indias en el Atlántico, la Armada española prácticamente circundaba la Tierra, constituyendo la suma de ambas singladuras la línea marítima comercial más importante de la historia, que se mantuvo ¡nada menos! que por doscientos cincuenta años. Tanto ansiaba y envidiaba Inglaterra esta fantástica línea comercial, que no había ocasión que desaprovecharan los de la pérfida Albión para tratar de hacerse con la mínima migaja que de ella pudiera obtener, a la vez que sobre nuestra flota infringir el máximo daño, ya atacando sus corsarios y su misma Armada nuestros buques, ya los puertos donde éstos fondearan, a éste o al otro lado del Atlántico.
Hallándose ese año de Nuestro Señor de 1567, al frente de las Canarias, el Gobernador y Capitán General don Alonso Dávila y Guzmán, arribaba a Santa Cruz de Tenerife la Flota de Indias, procedente de La Habana, previo paso por Santa Cruz de La Palma. Dicha flota, al mando del teniente general don Diego Egües y Beaumont, la formaban la escolta de dos galeones de guerra (la nave capitana Jesús María, donde navegaba Egües, y la almiranta La Concepción, donde lo hacía el almirante don José Centeno) y nueve buques mercantes, en cuyas bodegas se transportaba una importantísima suma de diez millones de pesos en plata del Potosí, además de otras valiosas mercancías. Ya el diciembre pasado, había sido informado Dávila de la presencia de una numerosa flota inglesa que merodeaba frente a las costas gaditanas, lo que hizo sospechar a las autoridades peninsulares y canarias de la intención de atacar la Flota de Indias en su regreso a Cádiz. Por tan serio motivo, Dávila recomendó al comandante de la Flota que se llevase a tierra tan importante cargamento y retrasara la partida hasta recibir órdenes del Rey, por entonces Felipe IV. No obstante, la impaciencia de Egües por llegarse hasta la península, creyendo ya al enemigo en otros mares, le hizo emprender la singladura el 26 de febrero. Sin embargo, a varios días de navegación, fue avisado Egües de que Blake y su enorme escuadra, en efecto, aun se mantenía frente a las costas de Cádiz, con evidentes intenciones de atacarle. No tuvo, pues, más remedio la flota española que regresar al puerto santacrucero, donde arribó el 12 de marzo. Ante la probabilidad de que el corsario inglés atacase Santa Cruz y a los navíos que en su rada fondeaban, Dávila volvió a instar a Egües a poner a buen recauda la plata, a lo que accedió éste, transportándose hasta San Cristóbal de La Laguna la valiosa mercancía, trabajo que se llevó a cabo entre el 12 y 14 de marzo. Ardua faena en la que intervendrían marineros, pescadores con sus balandras, peones del pueblo más todos los arrieros y cocheros disponibles, al menos, de las poblaciones cercanas, pues no debía ser baladí el volumen de la carga de aquellos nueve mercantes.
Larga se debió hacer la espera, hasta que la madrugada del 30 de abril, Egües fue alertado de que una flota inglesa de 33 navíos, armada con mil quinientos cañones, se hallaba a tres leguas de la costa chicharrera, en cuya bahía se hallaban fondeados, además de los once buques de la Flota, cinco más, dos de armadores canarios y tres del comercio con las Indias. Avisado fue también Dávila, que se encontraba en La Laguna. Al apuntar rojizo el sol en el horizonte, llegaba a Santa Cruz el Gobernador, y al poco lo hacía el Tercio Principal de La Laguna, al mando de su maestre de campo don Cristóbal de Salazar y Frías, diez mil hombres que se apostaron tras las murallas de uno y otro lado del castillo Principal, llamado San Cristóbal. Eran en su mayor parte campesinos, de los cuales sólo mil disponían de arcabuces y trescientos de mosquetes, los demás se armaban con aperos de labranza. Desde el castillo Principal, un formidable cañón de a 36, a cuyo pie aguardaba el alcaide, don Fernando Esteban de la Guerra y Ayala, apuntaba al enemigo; en su corpachón de bronce rezaba su nombre: Hércules. Y Hércules bramó a las nueve de la mañana, inmediatamente hicieron fuego los barcos de Blake. Como hicieron fuego los cañones desembarcados de la Flota, que sumados a los que armaban el castillo y los fortines, hacían los noventa y nueve. Desde su inicio, el estruendo de la artillería fue incesante. Blake ordenó al contralmirante Richard Stayner que con doce de los mejores barcos de su escuadra se introdujeran en la rada con el fin de destruir los barcos españoles, mientras el resto de la armada hacía fuego sobre las fortificaciones de costa.
El daño que sufrían los mercantes de la Flota de Indias era enorme, dado que éstos resultaron, por su posición en la rada, magníficos resguardos para los barcos enemigos, protegidos del fuego de costa. ¡Ah, craso error! A tiro de mosquete, a popa de los españoles se situaron los corsarios de Stayner, mientras la marinería hispana, desde la borda, disparaba sus arcabuces sin cesar. Avanzada la mañana, y, cerca de las doce, Blake ordenó concentrar el fuego artillero de su escuadra sobre los dos galeones de guerra españoles. Fue La Concepción, al estar más cerca de la armada corsaria, quien sufría más el fuego de sus cañones. A su vez, las hordas de Stayner abordaban los mercantes. Avanzaba la mañana sumando muertos y heridos por ambos bandos. En La Concepción más eran los muertos que los vivos, y a punto de ser abordada, el valiente Centeno decidió incendiarla, antes de que cayese en manos enemigas. Por dos ocasiones intentó prender fuego el galeón, cuando una tercera vez, armando la mina a tal efecto, ésta fue alcanzada por fuego inglés, lo que le hizo estallar y volar el buque con parte de la tripulación, la oficialidad y el mismo Centeno. Al poco fue el galeón Jesús María, la Capitana, blanco principal del cañoneo enemigo. Durante cuatro horas defendió Egües el buque, hasta que fue encallado en la costa e incendiado por su tripulación, para evitar ser presa del inglés.
Uno tras otros fueron siendo hundidos los barcos de la Flota de Indias, más que por el fuego inglés, por el español, puesto que dada por perdida la escuadra, se requería visibilidad para disparar sobre los barcos de Blake, e impedir a toda costa el desembarco en tierra de su canalla marinera. Fue entonces cuando la armada corsaria, despejado el horizonte para la artillería española, sufrió la más potente rociada de hierro candente desde el castillo de San Cristóbal y el de Paso Alto, principalmente, de manera determinante a cada disparo del Hércules, cuyo largo alcance y grueso calibre hacía estragos en la arboladura y casco de los barcos enemigos. Se alcanzaban las diez horas de combate, ya atardecía, cuando Blake, seguro del suicidio que supondría un intento de desembarco, optó por ordenar la retirada y abandonar las aguas tinerfeñas. No debió quedar una garganta lugareña que no festejara la victoria, puesto que victoria fue expulsar al diablo corsario y evitar su desembarco.
España perdió aquella flota y a muchos oficiales y marineros de la misma, y tan solo tres miembros de la milicia. Los ingleses sufrieron, según las fuentes, entre cuatrocientas y setecientas bajas, sumando muertos y heridos, además de cuantiosas averías en los barcos. El objetivo de Blake era el de hacerse con la plata de la Flota de Indias y tomar la plaza, lo que no consiguió. Más tarde, en Inglaterra, vendió el mensajero avanzado por Blake, el hundimiento de la flota española como consecuencia del fuego de su artillería, omitiendo que fueron los propios españoles los que la hundieron, en su mayor parte, para evitar que fuera apresada, así como para despejar el campo de tiro, como antes comenté. Y, ¡cómo no!, práctica tan habitual en los británicos, falseó las cifras de los galeones de guerra españoles, aumentando el número de los mismos de dos a diez, por eso de engrandecer los méritos en el combate.
Imagino y te invito a que imagines, a que te pongas en el pellejo de aquellos hombres y mujeres, aquellos paisanos, aquellos nuestros antepasados, chicharreros, laguneros e isleños en general, como los compatriotas que de otras partes de España defendieron Santa Cruz del ataque de uno de los más conocidos y temidos corsarios de su tiempo. En su pellejo, digo, no con la visión ni la perspectiva de nuestro siglo XXI, sino en las circunstancias del Tenerife de mediados del siglo XVII. Un tiempo aquel en que dejabas la rozadera para coger el mosquete, cuando no te llevabas el apero a la batalla, cual arma medieval, pues no había fusiles para todos, como así sucedió en las tres batallas mencionadas, y en tantos enfrentamientos de isleños con piratas, corsarios y barcos enemigas que hicieron incursiones sobre nuestras costas, que no hubo una isla que se librara de tales circunstancias. Imagino, decía, a las gentes humildes: peones, pescadores, labriegos, lecheras, aguadoras, costureras, criados, artesanos; madres, esposas e hijas; todos a una, festejando la marcha del pérfido enemigo, a sabiendas de que de haber desembarcado aquella marinería curtida en decenas de batallas y centenares de reyertas en mar y tierra, ávidos de botín de guerra y de mujeres, hubiese supuesto un enfrentamiento tan encarnizado como incierto.
Éstos, muy sucintamente, fueron los hechos que prendieron la primera cabeza negra de león en el escudo de nuestra capital. Y estos renglones no más que un recordatorio de tan importante acontecimiento, así como de mi humilde homenaje a nuestros valientes antepasados, aquellos que contribuyeron a engrandecer la historia de Santa Cruz de Santiago de Tenerife, como la de Canarias y como la de España en su conjunto. ¡Va por ellos!
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