Nuevos apuntes sobre el Corpus Christi y otros festejos (Retales de la Historia . 257)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 27 de marzo de 2016).
 
 
 
          Las celebraciones y las fiestas, de cualquier signo, siempre han sido en Tenerife cosa muy seria. Tenía que ocurrir algo de extrema gravedad o ser las circunstancias escandalosamente adversas, para que se decidiera la suspensión y cuando las dificultades eran manifiestas, se recurría a las más rebuscadas soluciones.
 
          Un ejemplo de lo dicho, entre otros tantos, puede ser cuando era alcalde Pérez Gorvalán en 1538, en tiempos de escasez, sequías y malas cosechas. Las guerras con Francia respondían a diversos motivos que más bien parecían disculpas y en esta ocasión Carlos I de España se enfrentaba a Francisco I de Francia por las pretensiones del primero sobre el Ducado de Milán. El enfrentamiento acabó con la firma de un tratado de paz en Niza, que más bien era una tregua acordada entre los contendientes. Pues bien, en Tenerife, como si lo ocurrido le afectara de forma determinante, se celebró la firma de este hecho, fuera tregua o tratado de paz, por todo lo alto y con toda clase de festejos, en un tiempo en el que, como queda dicho, las malas cosechas y el hambre eran algo cotidiano. Y ¿qué ocurrió? Que hubo que vender a un particular 80 fanegadas de trigo del pósito del Cabildo para pagar los gastos de las celebraciones. Con ello podía aumentarse el desabastecimiento, y por ende el hambre, pero el pueblo no podía quejarse pues bastante se había divertido con las fiestas celebradas.
 
          Como ha quedado señalado en Retales anteriores, en el ámbito religioso la festividad del Corpus Christi fue siempre de las más celebradas por la cristiandad en Tenerife desde el mismo momento de la llegada de los castellanos en 1494, y se celebraba con la máxima solemnidad, dentro de las carencias y rudimentarios recursos de que se disponía en aquellos primeros tiempos de la colonización. 
 
          Pasados los años y consolidadas estas conmemoraciones, en las funciones religiosas era preceptivo y normal que participaran todos los estamentos de la sociedad local, empezando por las máximas autoridades, representantes de los poderes civil y militar y siguiendo por los alcaldes y mayordomos de todos los oficios, desde el de los mercaderes hasta el de los picapedreros. Por ejemplo, en 1526 la representación de los mercaderes recayó en Juan Prieto, importante personaje que ocuparía la alcaldía del lugar y puerto en 1540, nombrado por el gobernador Sanjuán Verdugo, y que más tarde volvería a ocupar el mismo cargo en 1543 y en 1547.
 
          Normalmente, cuando no se disponía de fondos para cubrir lo más imprescindible, toda la conmemoración quedaba circunscrita al interior del templo, y así y todo no dejaban de presentarse dificultades para atender al importe del estipendio del predicador y al gasto de cera, luces y demás. Fue hacia finales del siglo XVIII cuando comenzó a consolidarse la procesión del Corpus en la calle, incluso levantando y adornando altares, enramados y adornados por el pueblo para el descanso del Santísimo. Así se hacía, entre otros puntos, en la Cruz de Montañés, en la parte alta de la plaza de la Pila, gracias a la aportación económica de los vecinos. Esta Cruz disponía originalmente de una grada de su mismo mármol que la alzaba del suelo y que facilitaba la instalación del provisional altar, grada que desapareció con las obras precisas para regularizar la rasante de este primer tramo de la calle San Francisco para igualarla con la de la Cruz Verde y el inicio de la del Castillo.
 
          También se hacía necesario arbitrar otras medidas imprescindibles para la buena marcha del cortejo, y una de la más importante era la limpieza de las calles aledañas a la parroquia. Eran vías generalmente estrechas, cuya cercanía a la carnicería, al mercado público de las verduras y a los barranquillos de la zona, hacía que no se distinguieran precisamente por su brillante estado de aseo. Hasta tal punto era así que la Real Justicia se veía precisada a tomar cartas en el asunto ordenando que se barrieran y limpiaran las calles por donde había de pasar la procesión del Corpus.
 
          La concurrencia de autoridades de todo tipo y de la mayor parte de las representaciones ciudadanas a estos actos, daba lugar en ocasiones a tensos episodios protocolarios en defensa de la prevalencia de cada grupo. Otras veces no eran de protocolo, ni económicos, ni de aseo público, los problemas que incidían en la formación del cortejo en las procesiones religiosas. Por ejemplo, también la climatología influía en las conmemoraciones, como ocurrió en 1837 cuando se solicitó al obispo que, “por los grandes calores y porque muchos vecinos aún están bajo los efectos de las catarrales”, autorizara que la procesión del Corpus se celebrara por la tarde. Lo mismo se hizo en 1839, alegando el gran calor del mediodía.
 
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