Eso de que seas profesora de latín... (Relatos gastronómicos - 5)
Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en el número 10 -noviembre de 2015- de la Revista Mesa Abierta ).
“Eso de que seas profesora de latín, he de confesarte, tiene su morbo. Sí, qué quieres que te diga. Te imagino sentada sobre un sillón confortable, con las piernas cruzadas, vistiendo una falda gris oscura muy ceñida, y una blusa abierta hasta el "canalillo", a modo de escote muy sutil y femenino, al que asoma una tímida línea del sujetador azabache, que custodia... —¡uuuaaauuu!— tu serena respiración. A medias entre las manos y sobre los muslos, tersos e impetuosos, descansa un viejo libro. La portada reza: La Eneida. De vez en cuando, generalmente al pasar la página, con el índice de tu delicada mano derecha, empujas hacia el entrecejo las gafas de pasta carmesí. Entre tanto, alguien te observa de soslayo, y suspira... como tantas veces. Tú, abstraída por la lectura de tan bello texto, mil veces repasado, ignoras todo aquello que sucede tan cerca de ti.” Acababa de leer Pilar el último mensaje que le había enviado Raúl. Cuánto le gustaba a ese muchacho escribirle sus fantasías. Pilar sonrió, no lo hacía mal, y tenía su gracia. De modo que te da morbo que sea profesora de latín. ¿Quién lo hubiera dicho?
Pilar y Raúl se habían conocido a través de Facebook. Amigos comunes, cruce de comentarios. Él le solicitó amistad, ella tardó casi un mes, pero terminó aceptándola. Él le escribió agradeciéndoselo. Otro día él le envió un segundo mensaje: “Quiero que sepas que estoy totalmente de acuerdo contigo, en cuanto al comentario que escribiste en el muro de Mercedes. Viste que pinché “me gusta” en tu comentario. Bueno, sólo quería que lo supieras”. Ella le respondió: “Sí, lo vi. Gracias, Raúl, por apoyarme”. “Holaaa, Pilar, ¿estás ahí?”. Pasaron unos minutos y al fin ella respondió: “Hola, Raúl. Sí, pero ya me iba a dormir, me caigo de sueño”. “Bueno, pues nada, buenas noches”. “Buenas noches, Raúl”. “Qué descanses, Pilar”. Raúl se quedó un rato esperando a ver si llegaba otro “que descanses Raúl”, pero no llegó.
Aunque digital, bien es cierto que el roce hace el cariño, y mensaje va mensaje viene, entre Raúl y Pilar se estrechó aquella relación cibernética. “No pensé que te diese morbo que fuese profesora de latín”, contestó Pilar al micro-relato que le había enviado Raúl. “Pues sí que tiene su morbo, una chica joven y guapa como tú profesora de latín, sí que lo tiene. Yo me imagino a una mujer mayor, más bien feíta, como profesora de latín”, le escribió él, observando la única foto que de sí misma Pilar había puesto en su muro, guapa, muy guapa. Todas las demás eran paisajes y recuadritos de frases un tanto manidas.
Hasta que un día Raúl se tiró al ruedo y le escribió sin rodeos: “Pilar, te invito a tomar una copa”. A los tres días, ella le contestaba: “¿Una copa? Pero si no nos conocemos”. Y a los tres minutos él le respondía: “Holaaa, ¿cómo estás, Pilar? No nos hemos visto en persona, pero algo sí que nos conocemos”. No imaginaba Pilar que Raúl se hubiese encariñado con ella, sinceramente. “Quien dice una copa dice un café”, insistió él, tanteando el terreno. “Bueno, lo vamos viendo”, le contestó ella, al cabo de media hora. “¿Lo vamos viendo? ¿Pero qué tenemos que ir viendo?”, se decía para sí Raúl, herido en su amor propio, dispuesto a no volver a tocarle el tema a Pilar. Es más, decidido a dejar pasar el tiempo, mucho tiempo antes de escribirle de nuevo ni pinchar un “me gusta” en nada que ella publicara, esas frases tontas, relamidas, estúpidas, enmarcadas y firmadas por un autor petulante, generalmente muy redichas. Dicho y hecho. Y pasaron dos meses. Él no le pinchaba un “me gusta” desde la última conversación. Ella sí lo hacía con la misma regularidad de siempre. Entonces escribió a Pilar, ya aplacados los ánimos. “Holaaa, Pilar”. “Hola, Raúl, ¿cómo estás?”. Luego vinieron más intercambios de “me gustas”; comentarios en las publicaciones en los muros de Facebook de uno y otro; chateos nocturnos intranscendentes, otros no tanto; y llegó otro “¿Cuándo nos tomamos un café, Pilar? Ahora que estamos en Navidad”. Y Pilar accedió. Él suspiró, ilusionado.
La cafetería estaba llena. Raúl miró el reloj. “¿Me habré puesto mucha colonia?” Como música ambiente sonaban villancicos de siempre, los más bonitos y entrañables, aquellos que te recuerdan la infancia. Ya eran la 19’30 h. Raúl observó las luces de colores que adornaban el café. Las 19’45 h. Entraba y salía gente. Empezó a llover. Las 19’55 h. Él le escribió a través de su moderno Smartphone: “¿Dónde estás? ¿Te retrasas?”. No recibió respuesta. A las 20’15 h, Raúl volvió a escribirle: “Pilar, quedamos a las 19’30h, no te veo, ¿te ha pasado algo?”
Cuatro mesas más allá, a la espalda de Raúl, Pilar leía -también en su modernísimo Smartphone, ajustándose las gafas que se le resbalaban por su fina nariz- el cuarto mensaje de su amigo cibernético, a la vez que mordía con regocijo la mitad del último montadito de jamón con tomate y aceite de oliva virgen que tanto le gustaba. Desde el interior del bolso, su chiguagua la miraba con los ojos saltones, esperando otro trocito del rico jamón. Sintió cierta sensación de culpa. Qué nerviosillo se veía a Raúl, que no hacía más que mirar el reloj. La cuestión es que una cosa llevó a otra, y aquello se la había ido de las manos. “Doña Pilar, ¿le pongo otra copita de vino?”, le preguntó muy amablemente el camarero que siempre le atendía. Ella asintió moviendo la cabeza, masticando despacio, no fuese que le saliese volando la dentadura postiza, como le había ocurrido hacía una semana en casa de su nieta Pepa, al soplar las velas, celebrando con una riquísima tarta de nata y chocolate, su preferida, que cumplía unos espléndidos ochenta y nueve otoños, que en Pilar más que otoños eran primaveras.
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