A la luz de las hogueras, sobre guijarros y la gris arena (Relatos gastronómicos -3)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en el número 8 -septiembre de 2015- de la revista Mesa Abierta).
 
 
 
          José observaba la mar serena, tan azul como el cielo de aquel atardecer de julio de 1793. Jamás se había visto en una igual en sus cincuenta años de vida, de los cuales treinta y siete los había pasado primero con su padre y desde hacía veinte como patrón de la Isabel. Ahora eran cuatro hijos y dos nietos su tripulación. Tres días llevaban a la deriva, perdidos los remos y el mástil roto, sin agua ni alimentos que llevarse a la boca, agotados del combate sostenido contra el embate de las olas en la terrible tempestad. Hasta que ese mediodía, desorientados y abatidos, fueron avistados por otra balandra chicharrera que ahora les remolcaba a la costa.  “Ya os dábamos por muertos”, les gritó el patrón del pesquero salvador. 
 
          Ya se ponía el sol tras las cumbres de Anaga, cuando se apreció en la distancia el campanario de la iglesia de la Concepción, perfilado por la tenue luz del ocaso; luego las casas de Santa Cruz, y por último a los muchos paisanos congregados en la  playa de la Alameda, avisados por pesqueros llegados antes a tierra. El fuego de varias hogueras se reflejaba en el mar grisáceo, como en la noche de San Juan. Las gentes que aguardaban en la orilla se adentraron en las aguas, hasta la cintura, para empujar el pesquero rescatado y encallarlo en la misma arena. En volandas,  sacaron a los hombres de la sufrida Isabel, como a niños pequeños que aún no saben andar -tal era la debilidad de los náufragos-. Entre vítores alegres, las madres, esposas, hijos, familiares y amigos se abrazaron a ellos. 
 
          Al fin sosegado, junto a uno de los fuegos en el que se habían cocido redondas papas en agua de mar, luego de tanta hambre padecida, una tras otra, chiquitas y cubiertas de sal, sabrosas como la vida misma, se deshicieron en la boca del pescador las papas amarillas y el pescao salao, entre sorbos de agua fresca que las aguadoras les ofrecían. Y allí, a la luz de las hogueras, sobre guijarros y la gris arena, junto a la esposa amada y junto a los suyos, se sintió José un hombre afortunado, el más afortunado de la Tierra.
 
- - - - - - - - - - - - - - - - - - - -