Las atarjeas, arterias vitales (1) (Retales de la Historia - 241)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 6 de diciembre de 2015).
 
 
 
          En un principio el agua se sacaba de los pozos o de los aljibes que recogían la de lluvia. Si llovía, también podía aprovecharse la que corría hacia el mar por barrancos, barranquillos y barranqueras. Para el ciudadano de hoy es difícil imaginarse aquella vida y sus tremendas limitaciones. La primera atarjea para conducir el vital elemento fue la de las canales de madera, que en 1706 trajo el agua desde los nacientes del Monte Aguirre hasta la Pila de la plaza principal. Estas canales atravesaban campos y barrancos sobre “esteos” o “esteyos”, portuguesismo que daba nombre a los puntales que las mantenían en alto para salvar las desigualdades del terreno y evitar que el ganado abrevase. Eran las “canales altas”, que al llegar al poblado se soterraban para no entorpecer el paso. En nuestro caso dieron nombre a una de las calles de Santa Cruz, la de “Canales Bajas” -hoy Doctor Guigou-, lugar por el que las aguas entraban al pueblo.
 
          Esta primera y rudimentaria conducción surtía la huerta del capitán Pascual Ferrera en el barrio del Toscal –por la calle hoy de San Vicente Ferrer- al que se le concedió un corto caudal cada cierto tiempo por su ayuda y aportación a la construcción del acueducto, regaba la huerta de los franciscanos –plaza del Príncipe-, la de los dominicos –plaza de Santo Domingo-, surtía la fuente pública en la plaza de la Pila, el aljibe del castillo de San Cristóbal, los caños para la aguada de los barcos y, algunos años más tarde, atendió el riego de la Alameda de la Marina propiciada por el marqués de Branciforte.
 
          En 1797, siendo alcalde Domingo Vicente Marrero, las atarjeas soterradas comenzaban a tejer una trama cuyo mantenimiento requería una continua atención, pues las obras de los particulares o el tránsito de carros y corsas provocaban frecuentes averías y roturas. En el bando de buen gobierno que publicó recién hecho cargo de la alcaldía, Marrero advertía: “Si se hacen obras que afecten las calles, atarjeas, caños, etc., que dejen un farol por las noches y que no se interrumpa el paso, bajo pena de tres días de cárcel”. Una docena de años después el alcalde del agua Vicente Martinón reclamaba al ayuntamiento 7.500 reales que había adelantado para reparación de las atarjeas que repartían el agua a los vecinos, los cuales no era extraño que iniciaran obras por su cuenta sin permiso para ello. Así ocurrió con Simón de Lara cuando hizo trabajos para llevar agua a sus huertas y al reclamársele que reparase algunos daños producidos en Cuatro Caminos –hoy Plaza de la Paz-, alegó que estaba mejorando el camino de La Laguna, con cuya condición se le concedió licencia, pero como no cumplió se ordenó que se le formara proceso.
 
          El principal inconveniente para atender a la conservación de las atarjeas o para ampliar su red era siempre la falta de recursos. Se pedía a la Aduana que adelantase algo a cuenta de la recaudación del haber del peso o del arbitrio del servicio de aguada a los barcos que, al menos en teoría, eran rentas municipales, aunque siempre la Aduana se las arreglaba para retrasar los ingresos. Algunos particulares pudientes trataban de colaborar por la cuenta que les tenía, como es el caso de Juan Fernández Uriarte, administrador de Correos, quien al tiempo de arreglar la calle Santa Rosalía en la que tenía su huerta soterraba la atarjea de agua.
 
          Hasta las primeras décadas del siglo XIX la zona del Toscal fue en realidad la de los primeros cultivos de subsistencia, con huertas particulares que en algunos casos podían considerarse auténticas fincas. El ayuntamiento aplicó una fórmula para evitar cargas, consistente en que si el vecino contribuía o tomaba a su cargo la construcción y soterrado de la atarjea, se le concedía el derecho al suministro de agua para el riego o su vivienda. Cada vez había más aljibes para almacenar el agua y en 1818, mientras que en la plaza de la Pila y calles el Castillo y Canales –Ángel Guimerá- había 35 aljibes, entre las calles del Pilar y San Isidro, -el Toscal-,  se contaban 183, lo que evidencia que el número de aljibes dedicados a usos agrícolas era mayor que el correspondiente a zonas de mayor densidad de habitantes. El alcalde del agua, Antonio Cifra, proponía cubrir todas las atarjeas para evitar pérdidas y robos de caudal, lo que decía que podría hacerse a cargo de los propietarios de huertas y casas con un pequeño recargo al precio del agua. Se nombró una comisión que empezó pidiendo 300 pesos para las calles Santa Rosalía y San Felipe Neri. Antonio Cifra adelantó gran parte del dinero, pero al no cumplir varios vecinos con lo que debían aportar, se acordó cortarles el suministro.
 
          En 1821, contestando a un cuestionario enviado por la Diputación Provincial, se decía que la mayor necesidad de la población era la construcción y ampliación de la red de atarjeas para la conducción de agua para el abasto público.
 
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