El intendente Paadín (Retales de la Historia - 231)
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 27 de septiembre de 2015).
Hasta comienzos del siglo XIX las autoridades de mayor nivel que en Tenerife podían afectar al normal desarrollo de los pueblos, además de la Real Audiencia en asuntos de Justicia, eran el Cabildo de la Isla, instalado en La Laguna, y la máxima autoridad del capitán general, con sede en Santa Cruz, cuyo sólido prestigio hacía indiscutibles sus resoluciones. Hasta que comenzaron a llegar los intendentes o representantes de la Hacienda pública, con sus poderes casi omnímodos, que todo lo alteraron.
El primero fue nombrado por la Junta Suprema de Canarias en 1808 y el segundo por la Central de Servilla el año siguiente, hasta que en 1812 llegó el asturiano Francisco de Paula Paadín y Bravo, nombrado por Real Orden de 15 de marzo. Recién llegado en mayo de este año pidió al Ayuntamiento casa en alquiler para establecerse con su familia, para cuyo traslado e instalación había pedido un préstamo de 6.000 reales. El carácter y las ínfulas que demostró desde su llegada, o tal vez por intentar congraciarse con los elementos más señalados de la Villa, hizo que cuando apenas habían y transcurrido dos meses de su llegada organizara en su nueva residencia un baile con bufé incluido, cuyo costó alcanzó los 30.000 reales.
Según el historiador José Desiré Dugour, “el Intendente Paadín estaba lejos de mostrar en todos sus actos la prudencia necesaria”. Y así era, efectivamente. Una de sus primeras pretensiones fue la de tratar que se volviera a autorizar la carnicería del Hospital militar, que había sido clausurada por los abusos que en ella se cometían, al pedir más carne que la precisa, para luego vender al público la sobrante a precios más altos de los establecidos en la carnicería municipal. Los regidores decían que el Hospital debía comprar las reses y sacrificarlas en la carnicería pública, llevando la carne al Hospital y si había sobrante debía venderla en la carnicería al precio corriente.
En cuanto a lo demás, daba la impresión de que el intendente quería implantar en las islas el mismo régimen aduanero que en la Península, lo que aquí nunca había existido. Por ejemplo, estableció un “marchamo” sobre toda clase de mercancía que se introdujera y que debía pasar por las oficinas de la Aduana, pagando los correspondientes derechos. La protesta del comercio fue unánime y clamorosa porque, además, no pretendía que se hiciera por bulto introducido, como en alguna ocasión excepcional se había señalado, sino que se hiciera pieza por pieza, lo que dio lugar a una seria representación de 37 comerciantes de la Villa, con informe del procurador síndico Pedro José de Mendizábal y en unión del alcalde Tomás Cambreleng, quienes con actitud conciliadora se ofrecieron como intermediarios, sin que el resultado fuera el deseado.
Por si no era suficiente este problema, en marzo de 1813 el intendente Paadín comenzó a reclamar el préstamo de 120.000 reales hecho por la Caja Nacional del Crédito Público a favor del Ayuntamiento para ayudar a los gastos ocasionados por la pasada epidemia de fiebre amarilla. La respuesta de la corporación municipal parece insólita, aunque ha de suponerse que alguna razón habría para darla, cuando se contestó que no había constancia del préstamo y que, en el caso de que se hubiera concedido debía reclamársele a Domingo Madan, alcalde de entonces, sobre el que se advertía que estaba a punto de embarcar. En abril Madan entregó algunas cuentas y documentos que el ayuntamiento estimó insuficientes, por lo que insistió en que era a él al que había que reclamarle y no a la corporación.
Alguna circunstancia que no se nos alcanza debía rodear al intendente, puesto que en mayo la Regencia del Reino, en comunicación fechada en Cádiz, pedía al Ayuntamiento de Santa Cruz informes sobre su actuación, petición que se repitió un mes después, no obstante lo cual se dejó pendiente para su estudio. En octubre, cuando era alcalde Matías del Castillo, fue el Ministerio de Hacienda el que pidió informes reservados sobre la conducta de Paadín y la contestación municipal no pudo ser más ambigua y tolerante: que no había constancia de intervención en “actos perturbadores”, que en principio quiso introducir cambios que luego rectificó, que las rentas públicas se consumían en empleados, siendo constante “la pobreza de Tesorería que no permite inversiones” ni en ocasiones cubrir las pagas, lo que podría evitarse si los sueldos militares “se pagasen aquí con igualdad á la Península de que son parte esta Islas”.
Desconocemos los motivos exactos y la concatenación de los hechos, pero el intendente Paadín, imprudente y despilfarrador, cayó en desgracia, fue suspenso por orden del Comisario Regio Sierra Pambley, encausado y encarcelado. En abril de 1823 pidió al Ayuntamiento ayuda para volver a la Península y que se representase al Gobierno a su favor, como así se hizo.
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