Doce higos secos (Relatos gastronómicos - 1)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en El Día / Mesa abierta el 25 de julio de 2015).
 
 
          Amanecía una mañana del frío invierno que transcurría ese año de Nuestro Señor de 1706. Miguel había pasado la noche a la vera de un viejo muro de piedra, por donde se habían colado las raíces de una higuera que ya cargaba cientos de incipientes brevas, aún incomestibles, salvo para una cabra que estirase mucho el cuello. Aún le quedaban -calculaba él-, entre cuatro y cinco leguas, de las casi diez que separaban Icod de los Vinos del puerto de Santa Cruz. Otra jornada de marcha sin descanso, que más le machacarían sus descalzos encallecidos pies. 
 
          Diecisiete años contaba el muchacho, que desde los catorce había trabajado en el próspero muelle de Garachico, norteño pueblo de Tenerife, caído en desgracia. “¡Maldito Trevejo del demonio!”, se había repetido mil veces. La repentina erupción de aquel volcán de Montaña Negra -la cordillera que sombreaba los amaneceres del, hasta entonces, puerto más importante de la isla, el pasado 5 de mayo, había llevado el infortunio a sus habitantes. Sobre el pueblo corrió un torrente de lava roja como la ira, que se partió en dos brazos, reduciendo a cenizas todo lo que se encontraba a su paso. Un brazo de materia incandescente sepultó el muelle, dejándolo inútil para el atraque de los grandes mercantes, habituales hasta entonces. El otro abrasó la mitad del pueblo. Apenas media hora tuvieron los lugareños para escapar de aquel infierno. Sin puerto, abrasadas las viñas y destruido el comercio, Garachico había sucumbido a la ruina. 
 
          Unos amigos de Icod los habían acogido a su madre y a él, como tantos icodenses hicieron con otros paisanos. Miguel emprendió la marcha cuando el sol dio luz al camino que llevaba hasta la costa chicharrera. Allí le aguardaba trabajo en una balandra de pesca, del que un tío paterno era patrón. 
 
          Ya el sol sobre su cabeza, apurando el agua del pellejo, sintió el hambre arañarle las tripas. De la hogaza y el duro queso había dado buena cuenta el día anterior. Nada más pudo darle la madre para el camino… Salvo lo que envuelto en un trapo guardó en el zurrón, haciéndole prometer no desenvolverlo hasta que oyera gritar al estómago. ¡Cuánto lo conocía la madre! Ansiaso, deshizo Miguel el envoltorio y halló los doce higos secos. Recordó entonces lo que su madre le había dicho en más de una ocasión: dosifica el esfuerzo y con él el alimento, hijo mío. Al atardecer, ya alcanzaba Miguel con la vista las primeras casas de Santa Cruz, masticando con deleite el último de los higos, cual manjar más nutritivo.
 
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