El rugido del cañón

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 25 de julio de 2015).
 
 
 
Santa Cruz de Tenerife, 27 de julio de 1797
 
          Desde la plataforma alta del Castillo de San Cristóbal, justo a las tres de la tarde, acompañado de los coroneles Estranio y Marqueli y del teniente coronel Guinther, observaba a la escuadra británica vencida levar anclas y partir rumbo a Cádiz. Lo mismo hacían el teniente Grandi, desde el baluarte de Santo Domingo, apoyado en la cureña del cañón El Tigre, y un nutrido grupo de lugareños a la orilla de la playa de la Alameda; como muchos otros desde las ventanas y balcones que daban al Atlántico; así como desde la parte alta de la plaza de la Pila -acompañados de hombres principales del pueblo-, el alcalde Domingo Vicente Marrero y el personero interino José Antonio de Zárate, que en su pensamiento llevaba el terrible momento en que vio caer, atravesado por las bayonetas enemigas, a su amigo Antonio de la Torre, en la calle de Las Tiendas, muy cerca de donde en ese instante contemplaba aquellos buques achicarse en la distancia. Aún resonaban en los oídos de los chicharreros el estruendo de los cañones -¡determinante la brillante  intervención de nuestra artillería!-, el fuego de fusilería, los gritos de españoles y británicos enfrentados en las playas, calles y plazas de Santa Cruz en la batalla final, en el encuentro decisivo de la madrugada y la mañana del jueves 25. Hasta que al fin, tras la rendición de los británicos, repicaron las campanas de iglesias y conventos, cantando la victoria, celebrando la Gesta alcanzada: la derrota infringida a un enemigo superior en número de tropa profesional y en armamento y pertrechos de guerra; un enemigo que vino a ofender, ahíto de arrogancia, a un pueblo que bien sabía ya de vencer al inglés.
 
          El viejo General suspiró cuando las velas de navíos y fragatas se perdieron en el horizonte, a la vez que las sombras de los edificios se alargaban sobre el pavimento. Despacio, anduvo Gutiérrez hasta las almenas que daban a la plaza de la Pila, donde coronando el alto obelisco Nuestra Señora de la Candelaria, con el Niño en sus brazos, había contemplado la batalla, inclinando la balanza de parte de los hijos de su tierra. En la plaza y en la explanada frente al castillo se congregaron las buenas gentes que subían de la playa, llegando también de otros lugares desde donde vieron partir a la flota inglesa, saludándose entre vecinos, festejando el adiós a la tensión acumulada. Del júbilo del 25 al sosiego de aquella tarde. Departían pescadores y jornaleros, aguadoras y lecheras, soldados y criados, artesanos y comerciantes, al fin tranquilos, aunque aturdidos aún por tan reciente magno acontecimiento. El teniente Grandi giró la cara y clavó la mirada en la bandera roja y gualda que ondeaba en el alto mástil del castillo, a la vez que palmeaba el robusto corpachón del guerrero de bronce, recordando la enorme bandera británica apresada, destinada a izarse en aquel lugar, a sangre y fuego, cual era la intención de los hijos de la pérfida Albión. 
 
          Sentado a la mesa de su despacho, apurando unos minutos antes de tomar camino de su casa en busca del merecido descanso, el viejo General releyó la misiva remitida por el comandante de la escuadra británica, el contralmirante Horatio Nelson. Nunca pudo imaginar el militar español la dimensión que tomaría en el futuro la figura de aquel marino que perdió su brazo derecho y a punto estuvo de perder la vida en aguas de Tenerife, cuyo suelo nunca llegó a pisar. Leyó despacio, tan sólo moviendo los labios, sin emitir sonido:
 
                   
                     Theseus, en las afueras de Tenerife, 26 de Julio de 1796.
 
                    No puedo separarme de esta isla sin dar a V.E. las más sinceras gracias por su fina atención para conmigo, y por la humanidad que ha manifestado con los heridos nuestros que estuvieron en su poder, o bajo su cuidado, y por la generosidad que tuvo con todos los que desembarcaron, lo que no dejaré de hacer presente a mi Soberano, y espero con el tiempo poder asegurar a V.E. personalmente cuanto soy de V.E. obediente humilde servidor
 
                    Horatio Nelson
 
                    Sr. D. Antonio Gutiérrez Comandante General de las Yslas de Canarias.
 
                    Suplico a V.E. me haga el honor de aceptar un barril de cerveza inglesa y un queso.*
 
 
          Volvió a observar Gutiérrez el error en la fecha que encabezaba la carta: 1796. Luego abrió el portafolio donde guardaba el documento de capitulación, firmado en el castillo la mañana del 25. Seguro de que aquella había sido la más prudente decisión: no humillar innecesariamente a los británicos, dado que la Armada española se encontraba bloqueada en Cádiz  -imposibilitada, por tanto, de socorrer a las Canarias-, ante un posible nuevo ataque de la Royal Navy, con más buques y hombres, con el conocimiento del terreno y la experiencia adquirida, suponía una temeridad tentar al destino. Leyó de nuevo el documento.
 
                   
                    Santa Cruz, 25 de julio de 1797
 
               Las Tropas pertenecientes a S.M. Británica serán embarcadas con todas sus armas de toda especie, y llevarán sus botes si se han salvado, y se les franquearán los demás que se necesiten, en consideración de lo cual se obligan por su parte a que no molestarán al pueblo de modo alguno los navíos de la Escuadra Británica que están delante de él, ni a ninguna de las Islas en las Canarias, y los prisioneros se devolverán de ambas partes.
 
                    Dado bajo mi firma y sobre mi palabra de honor 
 
                    Samuel Hood
 
                    Ratificado por
 
                   T. Troubridge Comandante de las tropas Británicas
 
                    Dn. Antonio Gutiérrez **
 
 
          Entonces recordó el número de caídos en la defensa de la patria, veinticuatro héroes. De todo lo acaecido informaba en la misiva que el propio Nelson se comprometió a llevar consigo y entregar a las autoridades gaditanas, que la harían llegar a la Corte madrileña. Él había cumplido con su deber y, una vez más, vencido en batalla al inglés.
 
 
Bahía de Cádiz, 18 de agosto de 1797
 
          Desde la toldilla del navío de línea Theseus, Nelson no dejó de observar el bote que con bandera blanca se acercaba a tierra, con el objeto de entregar a las autoridades españolas la carta del Comandante General de las Canarias en la que informaba de la victoria de Santa Cruz sobre la escuadra británica (1); en consecuencia de su propia derrota. Jamás creyó verse en semejante lid. Sin embargo, tan humanitario había sido el trato del General español con los heridos británicos y tan favorecidos en el reembarque los que quedaron en tierra, que no dudó en ofrecerse él mismo a llevar consigo la carta con tan relevante información. Recordó la contestación de Gutiérrez a su epístola de agradecimiento:
 
 
                    Muy Señor mío, de mi mayor atención: Con mucho gusto he recibido la muy apreciable de V.S. efecto de su generosidad y buen modo de pensar, pues de mi parte considero que ningún lauro merece el hombre que sólo cumple con lo que la humanidad le dicta, y a esto se reduce lo que yo he hecho para con los heridos y para los que desembarcaron, a quienes debo considerar como hermanos desde el instante que concluyó el combate.
 
                   Si en el estado a que ha conducido a V.S. la siempre incierta suerte de la Guerra, pudiese yo, o cualquiera de los efectos que esta Ysla produce, serle de alguna utilidad o alivio, ésta sería para mí una verdadera complacencia, y espero admirará V.S. un par de limetones de vino, que creo no sea de lo peor que produce.
 
                  Seríame de mucha satisfacción tratar personalmente, quando las circunstancias lo permitan, a un sugeto de tan dignas y recomendables prendas como V.S. manifiesta, y entre tanto ruego a Dios guarde su vida por largos y felices años.
 
                   Santa Cruz de Tenerife 25 de Julio de 1797.
 
                    B.L.M. de V.S. su más seguro atento servidor.
 
                    Dn. Antonio Gutiérrez.
 
                P.D. Recibí y aprecio la cerveza y queso con que V. se ha servido favorecerme. Recomiendo a V.S. la instancia de los franceses que le habrá hecho presente el comandante Troubridge a nombre mío.
 
                    Señor Almirante D. Horacio Nelson.*
 
 
          No habían beneficiado los vientos contrarios ni las mareas en su regreso de la fallida expedición; diez días de tediosa y amarga navegación hasta avistar Cádiz.  La enorme flota al mando del almirante Jervis cercaba la bahía encerrando en ella a una buena parte de los buques de la Real Armada española. Nunca creyó Nelson que llegaría a sentirse tan abatido como lo estuvo durante aquella singladura, como aún se sentía, a pesar de la consoladora contestación del Conde de St. Vicent (2) a su informe sobre lo acaecido en Tenerife. Luego de su ascenso a contralmirante, tras la victoria en la batalla de San Vicente, Nelson se hallaba pletórico, exultante, capaz de alcanzar la más alta gloria siquiera imaginable. Recordó un pasaje de la carta que envió a Jervis cuando comenzaba a urdir el ataque a Santa Cruz: “Pero ahora viene mi plan, que no puede fallar, que inmortalizaría a quienes lo pusieran en ejecución, arruinaría a España y tiene todas las probabilidades de elevar a nuestra Nación al mayor grado de riqueza que nunca haya logrado aún”. Qué lejos quedó aquella ilusión. “¡Maldito exceso de confianza!”, se decía. “¡Maldita imprudencia la mía!”, se repetía, recordando el instante en que, a poco de encallar en la playa el bote de desembarco, la madrugada del 25, recibió en su brazo diestro el terrible impacto de la metralla enemiga, cuando alzaba la espada, ansiando pisar suelo de aquella tierra que creyó ya conquistada, apenas partió la escuadra con rumbo a Tenerife, el pasado 19 de julio. El destrozo a la altura del codo era tal, que supo de inmediato que lo perdería, y antes de que el cirujano del Theseus, Thomas Esherby, se lo confirmara, ya estaba resignado. Pero con todo, si hubiese tomado Santa Cruz e izado la bandera británica en el castillo Principal, ¡con qué satisfacción hubiese entregado el brazo… y hasta la vida! Envuelta su mente por la amargura, vislumbrando el bote con bandera blanca entregar la carta a un barquito gaditano, la maldita memoria le recordó el mensaje que había enviado a Jervis la noche del 24, después de los dos intentos de desembarco fallidos el 22: “…esta noche yo, humilde como soy, tomaré el mando de todas las fuerzas destinadas a desembarcar bajo las baterías del pueblo, y mañana mi cabeza será coronada probablemente de laureles o de cipreses”.
 
          No sólo había perdido Nelson el brazo y el orgullo en su fallido ataque a la ansiada plaza que creyó tan vulnerable. De los nueve buques de guerra regresaron ocho, y de los dos mil hombres con los que contó para la empresa, un tercio perdió la vida, abatidos por el fuego español o tragados por las inciertas aguas de aquellas islas. 
 
          Observó Nelson el regreso del bote con bandera blanca, con la angustia clavada en el pecho y la garganta, sintiendo cada palpitar del corazón en el muñón que había quedado de su brazo derecho. 
 
 
Santa Cruz de Tenerife, 25 de agosto de 1797
 
          Paseaba el general Gutiérrez por la plaza de la Pila, saludando a los paisanos que se le acercaban con tanto respeto como cariño, el mediodía de ese domingo en que se cumplía un mes de la Victoria sobre los británicos, el día de Santiago Santo, patrón de las Españas, que para la Historia quedaría como la Gesta del 25 de Julio. Aun se brindaba por ello en las tabernas del pueblo, donde cada cual exponía su aventura particular, unas más reales que otras, la madrugada en que las calles de Santa Cruz apestaron a pólvora quemada y el fogonazo de los disparos de mosquete dio luz a la valiente defensa de los soldados del Batallón de Infantería de Canarias, a los de las banderas de la Habana y Cuba, a los franceses de La Mutine (3), y a los campesinos de las Milicias Provinciales, que hasta a garrotazos se batieron con el invasor. 
 
          Una joven aguadora se acercó al viejo General, abriéndose paso entre la gente que lo saludaba, ofreciéndole un cacito del preciado líquido con el que se ganaba la vida. Gutiérrez bebió con agrado, y sonriéndole dio una moneda a la bonita muchacha. 
 
           —¿Sabe sueselensia que yo subí a la cumbre de Paso Alto a llevarle agua y alimento a nuestros soldados? —le dijo de pronto, sin pensarlo, con los ojos brillantes y la sonrisa de su adolescencia.
 
            —Madre de Dios, pero si eres una niña, criatura —le dijo el General, sonriéndole también.
 
         —Ya tengo dieciséis, don Antonio —afirmó ella, con orgullo—. Hasta tres veces subimos mi madre y yo y todas las aguadoras del pueblo que podían escalar aquel risco de cabras, que algunas, aún queriendo, no pudieron las pobres, que las piernas a ciertas edades ya no están para esos trotes.
 
            —¿Cómo te llamas, criatura?
 
            —Segismunda me bautizaron. 
 
           —Fuiste muy valiente, Segismunda. Y tu madre y todas las aguadoras de Santa Cruz, tanto como los hombres que lucharon en las calles. Cuán orgulloso me siento de mujeres tan  audaces, tan entregadas a la causa de la Patria—diciendo esto, con la mirada emocionada, don Antonio besó en la frente a la joven aguadora, que volvió a sonreír dichosa, al escuchar aquellas lisonjeras palabras en boca del señor Gobernador.
 
          Al poco, estando el sol en lo más alto, las calles de Santa Cruz quedaron desiertas y calladas. Aun, un afanado hombre de mar reparaba las artes de pesca, en la playa de la Alameda. En la orilla, el agua se tornaba espuma, chapoteando apenas contra el espigón, sereno el océano, silenciado ya el rugido del cañón.  
 
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* Museo del Ejército. Fuentes documentales. Textos literales de cada documento.
** El documento original se encuentra en el Ayuntamiento de Santa Cruz.
(1) La misiva que dirigió Gutiérrez al Príncipe de la Paz, Manuel Godoy, fue llevada en la fragata Emerald, que partió un día antes que la escuadra. Al recibir la carta el teniente general José de Mazarredo Salazar, Comandante General de Cádiz, sorprendido de tales noticias, la envió a Madrid de inmediato. En el museo del Centro de Historia y Cultura Militar de Canarias, en el establecimiento de Almeyda, se exhibe una bandera de la Emerald y otra destinada a ser izada en el Castillo de San Cristóbal, ambas capturadas en combate la madrugada del 25 de julio de 1797.
(2) Título otorgado al almirante John Jervis tras su victoria sobre la escuadra española frente al cabo de San Vicente, el 14 de febrero de 1797.
(3) La corbeta francesa La Mutine, que arribó al puerto de Santa Cruz el 26 de mayo, fue apresada la madrugada del 28 (por la Minerva y la Lively, fragatas británicas al mando de los capitanes Benjamin Hallowell y Richard Bowen, este último muerto en el desembarco del 25 de julio), dejando en tierra 110 hombres, entre ellos su capitán Louis Estanislao Xavier Pomies. 
 
 
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