El agua, divino tesoro (Retales de la Historia - 221)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 19 de julio de 2015).
 
 
 
          El Consejo Insular de Aguas ha organizado un interesantísimo ciclo de conferencias, con motivo de su 20º aniversario, dedicado al tema del agua. Lo que el líquido elemento, fundamental para la vida, ha representado en una isla volcánica en la que no existen corrientes permanentes, ni lagos, siendo pocas y de escaso caudal las fuentes y los nacientes naturales, sólo lo han podido valorar los que, especialmente en tiempos pasados, vivieron supeditados a los recursos que de forma espontánea la naturaleza les brindaba. Casi  puede considerarse milagroso que en esta tierra se abra un grifo y salga el agua a chorros. Una fuente o naciente de agua era un tesoro inapreciable, que merecía toda clase de cuidados y respeto por parte de los que disfrutaban de este bien, que tanto lo eran las personas como los animales domésticos que contribuían a su sustento. Así lo expresaba la sabiduría campesina, con la filosofía de nuestro entrañable “mago”, cuando decía: “Despacito y con cuidado, dice el pastor en la fuente, primero bebe el ganado y después bebe la gente”.
 
          En Retales anteriores hemos tratado de cómo los asuntos del agua eran de pertenencia real, por lo que su administración y regulación estuvo durante más de cien años a cargo del ramo militar, hasta que el comandante general Ramón de Carvajal lo traspasó a la jurisdicción civil, siendo José Víctor Domínguez el primer alcalde del agua nombrado por el ayuntamiento de la Villa, al que sucedió Vicente Martinón, al que se terminó debiendo 3.855 reales de plata que había adelantado de su peculio para mejorar el abasto y que no hay constancia de que los cobrara. No obstante, algo debía rentar el servicio en estos primeros años de administración municipal, pues no sólo se arreglaron las cañerías del muelle y se hicieron trabajos de captación de aguas en el lugar conocido como Las Cruces,  sino que en la proclamación de la Constitución el primero de agosto de 1812 el adorno de la plaza de la Pila y de la Alameda se pagaron de los fondos del agua.
 
         A Vicente Martinón le sustituyó como alcalde del agua Pedro de Acosta, que daba cuenta a finales de 1812 del resultado de su administración y de las aguas que se arrendaban a particulares, pero había otras cuentas del ramo que no controlaba directamente el ayuntamiento como eran las cuentas del servicio a buques denominado de “Caños y Aguada”, que cobraba directamente las oficinas de la Aduana. Ello daba lugar a continuas reclamaciones por el retraso que siempre se producía en las liquidaciones, hasta el punto de que a finales del año siguiente se seguía pidiendo a Juan Pedro Rodríguez, administrador de la Aduana, que el producto del año anterior lo entregara al depositario municipal José Murphy.
 
          En estos primeros años de andadura no es extraño que se dieran casos curiosos, relacionados o no con el agua. Por ejemplo, cuando el alcalde del agua Pedro de Acosta pidió a Josef Carta que le presentara la concesión o autorización por la que se suministraba directamente de la conducción que abastecía de agua a la Pila de la plaza principal, para consumo de su casa-palacio. Carta contestó que no tenía datos del privilegio que le permitía llenar el aljibe de su patio, lo que se hacía en su casa desde tiempo inmemorial por el beneficio que su familia había aportado al público en gastos de conservación de atarjeas y conducciones y mejoras introducidas para la aguada de los barcos de guerra de S. M. Acosta continuó indagando cerca de los alcaldes del agua que anteriormente nombraban los comandantes generales y uno de ellos, José de Monteverde, vino a confirmar que el privilegio de que gozaba la familia Carta había sido concedido por el general Perlasca, “no por favor personal sino por los muchos servicios de su familia al pueblo.”
 
         En estos tiempos habían aparecido en la zona de Las Cruces, más allá del castillo de San Juan Bautista, unas escorrentías que hicieron albergar esperanzas sobre su posible aprovechamiento. Durante los últimos meses de 1812 se invirtieron con gran sacrificio varios miles de reales en prospecciones y excavaciones para intentar aumentar el caudal, pero todo fue en vano y el gasto resultó inútil. Mientras afloró el codiciado líquido nunca llegó a ser aprovechable, hasta que de forma natural desapareció el venero.
 
          Eran los iniciales pasos de una comunidad que luchaba, además de por sobrevivir, por hacerlo a su costa y de forma organizada, puesto que hasta pocos años antes las decisiones, desde las más importantes a las de menor trascendencia, no le correspondían directamente. Por ejemplo, en este año aparece por vez primera la solicitud de permiso que hace un vecino, Francisco de Salazar, para abrir un hueco en la fachada de su casa, lo que hasta entonces cada uno hacía a su antojo.
 
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