La Comisión de Abastos (Retales de la Historia - 215)
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 7 de junio de 2015).
Los primeros años del siglo XIX, cuando Santa Cruz estrenaba su condición de flamante Villa exenta, fueron de una dureza extrema en todo lo relacionado con el abastecimiento y, hasta se puede afirmar, que con la simple supervivencia. A la absoluta falta de bienes propios, de rentas, de recaudaciones, había que sumar las malas cosechas por falta de lluvias y las dificultades que para el tráfico marítimo, no sólo con la metrópoli y Europa sino entre las mismas islas, representaba la continua presencia de corsarios en nuestras aguas. Tal era así que siendo costumbre que los sermones de las fiestas se pagaran con limosnas del vecindario, en 1807 el alcalde Víctor Tomás Monjuy se negó a salir a la calle a pedir a los vecinos por la extrema pobreza que sufría el pueblo.
No es de extrañar, por tanto, que una de las primeras comisiones que implantara el nuevo municipio fuera la que entendiera en el ramo de abastos, que se encargara de controlar los suministros, vigilar precios, pesos y calidad de los alimentos. Por ejemplo, se procedió a regular el peso y venta de pan, obligando a señalar un número en cada pieza que identificara a las panaderas.
Otra importante intervención de la comisión de abastos fue la relacionada con el estado de los víveres, especialmente arroz y harina, que habían llegado en la goleta americana Sally en octubre de este mismo año. Lo curioso del caso es que se encargó a dos comerciantes de plaza, Juan de Mattos y Josef de Arceo, de los que sin dudar de su buena voluntad hay que preguntarse qué conocimientos sanitarios tenían, para que dictaminaran si el consumo de aquellos productos podían ser perjudiciales para la salud. Después de concienzudas deliberaciones y, es de suponer, de las correspondientes pruebas y comprobaciones, se decidió arrojar al mar el arroz, pero se reservaron ocho barriles de harina, de los que se decía que podían venderse siempre que no fuera para hacer pan ni para otro alimento de consumo público, que fueron rematados al comerciante Juan López Camacho. Lo que no se aclara es cómo se ejercería el necesario control sobre el uso que se iba a dar a la harina.
Otra de las intervenciones de la comisión de abastos tenía que ver con la venta callejera de alimentos en las fiestas populares, tales como la “feria del Pilar”, que se celebraba la víspera de la festividad en la plazuela aledaña a la iglesia. Allí se vendían golosinas, turrones y otros productos de consumo cuya calidad convenía controlar, aunque hay indicios de que de lo que se trataba era de poner trabas a una celebración que el síndico personero Tomás Cambreleng consideraba “perjudicial para las buenas costumbres,” -y nada menos que- “contraria al decoro público nacional y al respeto debido al cercano templo”. El debate promovido llevó a que se decidiera pasar al Juez Territorial el asunto de las vendedoras de golosinas para que decidiera. Pero la feria, una de las más arraigadas en el calendario festivo santacrucero, y como no podía ser de otra forma, continuó celebrándose.
La escasez de alimentos favoreció su encarecimiento, empezando por el pescado salado, para el que siendo un elemento fundamental en la dieta del pueblo no quedó más remedio que autorizar un alza del precio. Pero otro elemento mucho más fundamental era sin duda el agua potable, y los nacientes de Aguirre estaban casi secos por la prolongada ausencia de lluvias. Era un problema que no tenía fácil solución, y hubo de recurrirse al insólito remedio de traer barricas de agua en barcas desde el Valle de San Andrés. El sistema encarecía de forma determinante el suministro, pero era el único remedio a mano, aunque fue necesario ejercer un serio control para que los barqueros no aplicaran un precio abusivo.
El problema de suministro del más imprescindible elemento para la vida, evidenció una vez más que no hay mal que por bien no venga, sirviendo de espoleta a la reclamación de la Villa de los derechos sobre el agua. Hasta entonces, todos los asuntos relacionados con ella, desde que en 1706 la había hecho traer el general Agustín de Robles y Lorenzana desde el Monte Aguirre por canales de madera, dependían del Capitán General. Fue a raíz de esta escasez cuando el Ayuntamiento recordó que había una Real Orden que declaraba que el agua de la Villa no era ramo de la Real Hacienda y se empezó a estudiar que el alcalde del agua, que hasta entonces era de nombramiento real y lo nombraba el capitán general, fuera de “nombramiento popular”, se decía. Lo que equivalía a que fuera nombrado por el ayuntamiento. Este primer paso culminaría a los pocos años con la cesión al municipio de todo lo concerniente a la administración y abastecimiento del agua.
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