La viruela y Álvarez de Ledesma (Retales de la Historia - 212)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 17 de mayo de 2015).
 
 
         
           En la actualidad, dada por erradicada por los organismos sanitarios internacionales esta terrible enfermedad, es difícil hacernos idea de la gravedad y magnitud de sus contagios en tiempos pasados. La primera cita que encontramos de esta enfermedad en Tenerife se remonta a 1518 cuando llega un navío portugués con esclavos negros, uno de los cuales había fallecido de esta enfermedad.
 
          Casi llegó a verse como habitual el padecimiento de este mal, que una y otra vez se abatía sobre las islas, siendo en Santa Cruz una de las primeras invasiones documentadas, aunque con escasos datos, la sufrida en 1688 cuando la población del puerto apenas alcanzaba los 2.500 habitantes. El siglo XVIII fue especialmente trágico por los frecuentes ataques de la enfermedad, que se cebó en Santa Cruz una decena de veces a lo largo de la centuria. Destaca la epidemia de 1759, introducida desde Berbería por el comerciante inglés George Glas, época en que la viruela también se enseñoreaba de Europa, donde según La Condomine, este azote destruía o degradaba la cuarta parte de su población, y sólo en Francia llegó a alcanzar las 30.000 víctimas al año. En esta ocasión se practicó por primera vez en Tenerife la inoculación de la enfermedad por un médico inglés que se encontraba en un barco de paso, técnica introducida desde Oriente y que ya se conocía en algunos países de Europa.
 
          La invasión epidémica se repitió en 1780, con 240 fallecimientos sólo en Santa Cruz, y en 1785 y 1788, contagios introducidos por los barcos correos procedentes de la Península, Cádiz especialmente, y en 1798, en esta ocasión por barco procedente de Mogador. Era la lógica e inevitable contribución por ser el principal puerto de las islas, el de mayor tráfico de pasajeros y mercancías, en el que confluían como en avanzada trinchera defensiva todos los ataques epidémicos, de corsarios y de enemigos de cualquier clase.
 
          Aunque la inoculación se practicaba con desiguales resultados, no cabe duda de que su aplicación constituyó una efectiva ayuda para la prevención y el conocimiento de la patología del virus, hasta que en 1798 Eduardo Jenner aplicó por primera vez en Inglaterra la vacuna de su invención.
        El 9 de diciembre de 1803 llegó a Santa Cruz la corbeta María Pita conduciendo una expedición que se dirigía a la América Hispana con 22 niños inoculados portadores del virus de la viruela. La expedición, a cuyo frente  iba el médico de Cámara de S. M. Francisco Xavier de Balmis, fue recibida por el comandante general marqués de Casa-Cagigal con honores militares y música del batallón. Se publicó un bando impreso recomendando la vacunación e intentando propagar su uso, pero el desconocimiento y la desconfianza del pueblo en general sobre las ventajas que podía reportar hicieron inútil el esfuerzo. El 7 de enero de 1804, cuando ya se había cumplido un mes de la llegada de la María Pita con la expedición, Casa-Cagigal pidió al ayuntamiento de Santa Cruz relación de los vacunados en la que sólo figuraban dos niños. La desconfianza era total en la población, pues no era fácil entender que para prevenir el mal se utilizara el sistema de inocular el virus de ese mismo mal.
 
          No obstante, con el paso del tiempo la técnica se fue aceptando aunque muy lentamente, y el alcalde Nicolás González Sopranis hizo comparecer a los dos sangradores, Lorenzo Borges y Francisco Chavez, que eran los encargados de administrar el remedio. Pero, transcurridos algunos años, en 1825, se había perdido el pus, comisionándose al diputado Miguel Soto para que lo hiciera venir de Cádiz. El Ayuntamiento también atendió las peticiones de vacuna que le llegaban de las otras islas. Diez años después se había vuelto a perder y el maestro sangrador Sebastián Hernández ofreció traerla por su cuenta y atender gratuitamente la inoculación a los pobres siempre que se reservara para él dicho cometido.
 
          Pero el colmo de la desconfianza hacia la vacunación presentó connotaciones religiosas expresamente expuestas por un pintoresco caballero, José Álvarez de Ledesma, escribano y secretario del ayuntamiento del Puerto de la Orotava, al que habrá que reconocer un cierto nivel por el cargo que ocupaba, que dio a la luz un folleto oponiéndose a lo que hoy se considera como el primero y más importante avance en la lucha contra la epidemia. Argumentaba que si decimos a Dios hágase Tu voluntad, no es lícito oponerse a la enfermedad con artificios que van en contra de los designios divinos. Añadía que si, según las Escrituras, “en el desierto murieron los que confiaron en el cuerpo de un becerro, en el pueblo que se confió en una sola verruga de vaca ¿qué podremos esperar?”
 
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