La antigua carnicería (Retales de la Historia - 211)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 10 de mayo de 2015).
 
 
 
          Cuando se cumplen cuatro años del primero de estos Retales de la Historia -el de hoy hace el número 211- comprenderá el lector la dificultad que a veces se presenta para evitar repetir algunos temas. Así ocurre con la primera carnicería que tuvo Santa Cruz, a la que ya se hizo referencia hace algún tiempo al tratar de la capilla del Santo Sudario. Entonces quedó constancia de que su origen se remonta a 1735, cuando el beneficiado de la iglesia de la Concepción, Ignacio Logman, pidió licencia al Cabildo para abrir este establecimiento público, del que hasta entonces se carecía, con el fin de recabar algunos ingresos que ayudaran a sostener el culto parroquial que, según sus palabras, no contaba con “fondos ni renta que baste para mantener una lámpara”.
 
          La carnicería, que además de punto de venta era también el lugar indicado para sacrificar las reses, motivó que con el paso del tiempo la antigua Plazuela de la Cruz en la que se situaba viera cambiado su nombre por el de Plaza de la Carnicería. Antes de su existencia la matazón se hacía en los patios o huertas de las casas particulares o en la desembocadura del barranco de Santos, confiando en que las aguas corredizas o las mareas arrastraran los despojos. Al poco tiempo, en octubre de 1748, llegó un mandato de la Real Audiencia prohibiendo este proceder y ordenando que la matanza se efectuara exclusivamente en la carnicería pública. No obstante. no siempre se respetaba  esta disposición.
 
       Se daban otras normas no menos estrictas, a veces de difícil cumplimiento. Así ocurrió en 1788 cuando el diputado Francisco Grandi -de heroico comportamiento en el ataque de Nelson nueve años después- ordenó sacrificar un carnero que tenía reservado para su mesa el comandante general marqués de Branciforte, al que envió una cuarta parte, remitiendo el resto a la carnicería, según justifica Lope Antonio de la Guerra “por haber falta y muchos enfermos de viruelas.” Ello le costó a Grandi una dura reprensión y el arresto en Paso Alto, y dio lugar a una reprimenda en el sentido de que aun siendo necesario disponer del carnero, debía haber pedido licencia al general. Al interceder a su favor el alcalde Domingo Perdomo, Branciforte dijo que “él mandaba sobre todo y no debían de coartarse sus disposiciones.”
 
          Con el transcurso del tiempo la casa de la carnicería fue sufriendo un deterioro que obligaba a importantes reparaciones pues, según decía el síndico personero José Víctor Domínguez, se encontraba “enteramente arruinada.” Los marchantes ofrecían aportaciones voluntarias, pero la Real Audiencia pidió la máxima prudencia en poner gravámenes, “en un pueblo que es el más caro de las Islas, más aún cuando la casa es propiedad de la Iglesia y sería hacer gastos en una propiedad ajena.” Era entonces  alcalde Nicolás González Sopranis.
 
          En 1793 se comisionó al diputado Cristóbal López Camacho para atender las obras necesarias con las contribuciones de los vecinos, que habían superado los 222 pesos corrientes. Camacho renunció y se nombró a Juan Bautista Casalon quien de acuerdo con el beneficiado Juan Pérez González, comenzó las obras y ampliación de la carnicería, lo que llevó consigo la desaparición de la capilla del Santo Sudario en la que hasta entonces se había custodiado la Cruz de la Fundación.
 
          En los primeros años del siglo XIX son frecuentes las denuncias por venta de carne fuera de la carnicería, incluso en el Hospital militar al que se surtía obligatoriamente para atender la alimentación de los enfermos, hasta que la picaresca hizo acto de presencia. Además de tolerarse matar reses en el mismo hospital, se pedía a la carnicería más de la necesaria para vender el sobrante, pesado en balanzas del matarife -Sebastián Hernández, alias el Herreño- que no estaban aferidas oficialmente.
 
          En 1807 vuelve a hablarse del “estado de indecencia” de la carnicería, cuyo remedio “se ve entorpecido por el Ve. Párroco” por pertenecer la casa a la fábrica de la iglesia y por los obstáculos que encuentran los fieles ejecutores para acceder a ella. Además, se habla de la dificultad para “zelar sobre la policía de la misma sin retirarse al momento por la demasiada fetidez.” El Ayuntamiento se ve impotente para poner remedio y se acuerda recurrir a la Real Audiencia exponiendo la situación.
 
          Después, en 1810, la situación empeoró por la grave epidemia de fiebre amarilla que sufrió Santa Cruz. La carne escaseaba hasta el punto de que el diputado encargado, Pedro Forstall, cerró la carnicería por la falta de reses, mientras los marchantes pedían aumento de precio para la poca que se recibía por barca desde San Andrés para salvar el cordón sanitario. Como solía ocurrir en estas situaciones, apareció un benemérito vecino que aportó lo necesario para remediar la angustiosa situación, en este caso José de Guezala, que pagó de su bolsillo 150 carneros enviados de Lanzarote.
 
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