La gran Biblioteca de Alejandría (Relatos - 13)
Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 26 de abril de 2015).
Alejandría, primavera de 297 a C.
Contemplaba el anciano rey Ptolomeo I Sóter (antiguo general del macedonio Alejandro Magno, y fundador de la dinastía Ptolomaica) la sala central de la gran biblioteca, espacio principal del edificio que había construido junto al palacio regio, al que llamaron Museo, por el respeto que inspiraba la sabiduría que allí se guardaba, considerándolo un santuario consagrado a las musas, las diosas inspiradoras de la música, la poesía, el arte y las ciencias. Del suelo al alto techo, las paredes estaban cubiertas de estanterías formadas por habitáculos de frente cuadrado, donde se apilaban los volúmenes y tomos, según los temas que en ellos se trataba. Observaba el Rey -aquel general que antaño batalló por media Asia, junto a Alejandro, venciendo a los todopoderosos persas, y entrando victoriosos en la mítica Babilonia-, los haces de luz de la mañana, que entraban a raudales por los tragaluces, inundando de claridad aquel templo de conocimiento, donde se guardaba la mayor concentración de sabiduría del mundo, cuando se le acercó Calímaco, presto y sonriente, saludándole con respeto. Era Calímaco de Cirene un erudito griego, poeta y filósofo, al que Ptolomeo había encargado el orden y clasificación de todos los manuscritos que se habían recopilado de infinidad de archivos de imperios y reinos conocidos. Una fortuna había invertido el macedonio en la adquisición de obras en Grecia, Persia, India e Israel, particularmente; política que mantuvieron sus descendientes. “Doscientos mil, entre volúmenes y tomos, hemos clasificado, señor”, informaba el sabio bibliotecario al Rey (así llamados los rollos de papiros, en su mayoría, los primeros; y legajos de hojas sueltas los segundos). El Rey suspiró, asintiendo, orgulloso de la obra que había emprendido, fruto del amor por la cultura que los macedonios había heredado de los griegos. Recordó, entonces, con qué pasión le habló Alejandro, en muchas ocasiones, de las enseñanzas de su maestro Aristóteles; de cómo el más docto de los discípulos de Platón le había abierto los ojos de la mente al universo. No imaginaba el filántropo Ptolomeo que aquella obra monumental, de la que era padre, -conocida como la gran Biblioteca de Alejandría, ya por sus contemporáneos y por la posteridad-, alcanzaría a reunir, dos siglos después, novecientos mil volúmenes (la mayor adquisición fue la donada por el enamoradísimo Marco Antonio a Cleopatra VII: doscientos mil volúmenes de la biblioteca de Pérgamo).
En animada conversación, recorrieron Ptolomeo y Calímaco las dependencias de la biblioteca. El insigne bibliotecario explicaba los nuevos hallazgos, y contestaba a cada pregunta que su señor le hacía. Juntos visitaron cada una de las diez salas que se dedicaban a la investigación, así como las dispuestas para la copia de los originales prestados, y los requisados, temporalmente, de los barcos que arribaban a la capital egipcia. Todas las disciplinas del saber se reunían en aquel edificio, donde trabajaron, encomiablemente, los sabios más avezados conocidos: el genial Arquímedes de Siracusa, uno de los más importantes físicos de la antigüedad; Euclides, que desarrolló allí su Geometría; Hiparco, que explicó magistralmente la Trigonometría, y promulgó (erróneamente)la teoría geocéntrica del Universo y (acertadamente) la creación y muerte de las estrellas; Aristarco, que defendió, éste sí acertadamente, todo lo contrario, es decir, el sistema heliocéntrico, por el cual la Tierra y los planetas giraban en torno al sol; Eratóstenes, autor de la más completa Geografía de la antigüedad, así como del mapa más exacto del mundo conocido en la época; Herófilo, fisiólogo que concluyó que la inteligencia se hallaba en el cerebro y no en el corazón, como mantenían los sabios griegos (el mismo Aristóles defendía esa teoría); Timócaris y Aristilo, astrónomos excepcionales que crearon el primer catálogo de estrellas, en occidente; Apolonio de Pérgamo, el extraordinario matemático, autor del Tratado de secciones cónicas, donde dio nombre a las figuras que hoy conocemos como elipse, parábola e hipérbola; Herón de Alejandría, inventor de cajas de engranajes y de maquinaria de vapor asombrosos para la época; y ya en el siglo II, el médico Galeno de Pérgamo y la matemática y astrónoma Hipatia de Alejandría.
Toda la mañana la pasaron en animada charla el viejo Rey y el erudito griego, como lo hacían los sabios que allí debatían sobre principios médicos, científicos, literarios, filosóficos y políticos; y hablaban de poesía, lógica, ética, estética... Horas después, declinando el sol, desde la enorme terraza del palacio real, que daba al edificio Museo, contemplaba Ptolomeo, orgulloso y satisfecho, su magna obra. Apoyó las manos sobre la balaustrada, recibiendo con agrado la fresca brisa marina que se adentraba en Alejandría, aliviando las altas temperaturas africanas. Jamás imaginó Ptolomeo I Sóter que, siglo y medio después, aquella misma benigna brisa, se tornaría la más inicua asesina. Fue durante la guerra fratricida por el poder de Egipto, que enfrentó a Cleopatra VII con su hermano Ptolomeo XIII, durante el 48 y 47 a C. Las galeras de Julio César -que había tomado partido a favor de la joven reina-, amarradas a la escollera del puerto, fueron incendiadas por las tropas de Aquilas, el general al mando del ejército de Ptolomeo XIII, con tan mala fortuna, que el viento las arrastró hasta las proximidades de la biblioteca, a la que llegó el fuego, incendiando el edificio, envolviendo en llamas la mayor parte de los papiros, que se perdieron para siempre.
Tras la tragedia, se construyó un nuevo edificio y se recopilaron, una vez más, miles de volúmenes y tomos procedentes de todo el mundo, alcanzando las novecientas mil obras de toda índole del conocimiento, gracias a la gran donación (antes mencionada) que aportó Marco Antonio a su esposa Cleopatra. No fue aquel incendio el último avatar que padeció la biblioteca. Afirman algunos historiadores, que al entrar en Alejandría el califa Omar (Umar ibn al-Jattab), suegro del profeta Mahoma, en su invasión del Egipto de los antiguos faraones, el oficial que se introdujo en la gran biblioteca, el ignorante Amrú, informó a su señor de la enorme cantidad de obras en papiro que allí se guardaban. El califa Omar le contestó: “Si esos escritos están conformes con el Corán, son inútiles, y si ocurre lo contrario no deben tolerarse”. Amrú entendió la orden y procedió de inmediato a ejecutarla. Los cientos de miles de papiros, manuscritos de sabiduría, alimentaron durante seis meses las calderas de los baños de la ciudad.
De aquel atentado contra la cultura universal han pasado casi mil cuatrocientos años. Entonces, el califa Umar ibn al-Jattab fue considerado el verdadero creador del Estado Islámico. Hoy, los criminales yihadistas del mal llamado actual Estado Islámico, además de asesinar de las formas más horriblemente crueles a cristianos, yazidíes, kurdos e incluso a musulmanes de otras facciones, emulan al propio Omar, destruyendo obras de arte de la antigüedad.
¡Despierta, occidente!
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