Honor a todos

 
Por Bernardo Benítez de Lugo (Publicado en el número extraordinario de La Tarde el 25 de julio de 1980).
 
 
          Al terminar el siglo décimo octavo, uno de los más crueles azotes que pueden afligir a la Humanidad hizo sentir en este pueblo su inmensa pesadumbre.
 
          El ángel de la guerra había extendido sobre él sus negras alas.
 
          Buscábanse los hombres con las armas en la mano y la cólera en el pecho para destrozarse en medio del humo de la pólvora, del silbido de las balas, de los gemidos y lamentos de los unos, de los gritos e impetraciones de otros y del pavoroso estruendo producido por los cañones, por esos monstruos de acero y de bronce que irreverentes alzan sus cuellos al cielo para arrojar por sus ennegrecidas bocas la desolación y el exterminio.
 
       Se tronchaban en un instante humanas vidas sumiendo en eterno dolor a muchos corazones. Desaparecían padres y esposos dejando tras sí séquito de huérfanos y viudas. Grandes eran las heridas causadas en los cuerpos; mayores las que luego sufrieron las almas. La sangre que al principio corrió convirtiose después en ríos de lágrimas.
 
         Al fin una bandera blanca, enarbolada por extranjera mano, cesa el batallar, y por fortuna, en aquel entonces, el derecho de la fuerza se inclina al lado de la justicia, triunfando nuestros antepasados que habían combatido en defensa de cosas tan sagradas como son la patria y la libertad.
 
        Honor y gloria a cuantos por ellas pelearon, tanto al humilde soldado como al esclarecido jefe; porque cuando con fe y decisión se lucha, poniendo las energías del cuerpo y los alientos del alma al servicio de una santa causa, no sólo dignifica la sangre que por ella se derrame, sino que todo el trabajo que se la consagre ennoblece la cabeza del hombre, ora le haga correr por fuera la gota de sudor o ya le haga brotar por dentro la idea luminosa. 
 
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