Suárez de Valcárcel y la guerra con Francia (Retales de la Historia - 198)
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 8 de febrero de 2015).
¿Cómo era Santa Cruz, el lugar y puerto, hacia 1520? ¿Qué había en aquellas playas de Añazo? Difícil es imaginarlo hoy cuando, sorprendentemente tratándose de una ciudad marítima, se debate sobre cuál será la mejor fórmula para abrir Santa Cruz al mar. Porque, en contra de lo que piensan algunos, no es que la ciudad haya crecido de espaldas al mar, es que nos lo han robado. Recordamos con cierta nostalgia el grato deambular por el paseo alto del dique Sur, los baños y el alquiler de lanchas para practicar el remo en la playita de San Antonio, o el amplio panorama sobre la bahía que se abría ante nuestros ojos desde la "muralla" de El Toscal, cerca de la Cruz de San Agustín Todo ello nos lo han vedado, nos lo han quitado o nos lo han ocultado.
Hacia 1520 todo estaba abierto a las brisas marinas, todo era costa y playa para los pescadores, mareantes y viajeros, aunque estos últimos por estos años ya llegaban o partían por y desde la Caleta, que todavía no llevaba el nombre de Blas Díaz, pues no fue hasta 1546 cuando este personaje fabricó allí una nao de 250 toneladas, que hizo que por mucho tiempo se conociera aquel lugar por el nombre de su constructor. Más tarde, en el siglo XVIII se levantó allí la Casa de la Aduana y entonces tomó este nombre la famosa cala, primer embarcadero de Santa Cruz, por donde hoy está Correos.
El lugar de Santa Cruz casi no pasaba del barrio de la iglesia que llevaba su nombre, entonces apenas una modesta ermita -que hoy es la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción-, calle de Las Norias, inicio de la de Candelaria, calle Ancha -hoy plaza de la Iglesia- y aún no existía la de Santo Domingo, pues no se había fundado el convento que le dio nombre. Junto al litoral y en dirección Norte, casi nada había más allá de la citada Caleta, aunque todavía se alzaba sobre la lengua rocosa que se adentraba en el mar la ermita de Nuestra Señora de la Consolación, sin duda nuestra primera imagen mariana, que milagrosamente se conserva en la parroquia matriz. Santa Cruz, a pesar de ser el puerto principal de la isla -puerto real, según las actas del antiguo Cabildo- por estos años apenas alcanzaba los 300 habitantes. La mayor parte de las casas eran de piedra y argamasa y con techos de madera, que poco a poco, cuando se empezó a traer tierra apropiada desde Guadamojete, fueron sustituyéndose por techumbres de tejas. Pero la cal constituía un lujo que era necesario importar.
Pero ser el puerto principal de la isla no sólo acarreaba ser la puerta de entrada de todo lo bueno, sino también de situaciones nada deseables. Por ejemplo, por estos años ya sabía Santa Cruz lo que era sufrir la invasión de una epidemia de peste o de viruelas y ya conocía la indeseable cercanía de corsarios y piratas que impedían el tráfico normal y necesario en una comunidad que era dependiente en casi todo que tenía que llegarle de fuera. Y el emperador Carlos estaba empeñado en guerras con Francia, cuyos bajeles no cesaban de acosar las islas, hasta el punto de que en una ocasión hasta lograron apoderarse de navíos que sacaron de la bahía.
Santa Cruz no contaba con defensas apropiadas, apenas quedaban ruinas del primer bastión levantado por el Adelantado, conocido como el cubilete viejo, y a pesar de que esta máxima autoridad solía celebrar cabildos en el puerto, bien en la parroquia o en casa de su amigo Diego Santos, el déficit defensivo era evidente. En este escenario, el fiel ejecutor y justicia del lugar, Pedro Suárez de Valcárcel, personaje influyente, hermano del licenciado Cristóbal de Valcárcel, reclamaba al Cabildo que pusiera en uso algunos tiros de que disponía, pero nada se había hecho en dicho sentido.
Lo que sí logró en 1522 fue ser nombrado alcaide de la torre de Santa Cruz, con el correspondiente salario. El mes de abril de este año, con asistencia del Adelantado, se celebró junta en la casa del mencionado Diego Santos y se pidió a los mercaderes del puerto que contribuyeran con aportaciones en dinero al objeto montar una armada para defenderse de los franceses. Uno de los convocados, Esteban Justiniano, expuso que “el francés no quiere cebada”, dando a entender que la extrema pobreza del lugar no lo hacía apetecible al enemigo.
Resulta inexplicable que de pronto, transcurridos algunos meses, en un cabildo celebrado en julio de 1522, alguien observara que no existía, ni se había construido, fortaleza alguna en el puerto de Santa Cruz, por lo que el salario del alcaide Suárez de Valcárcel, que ascendía nada menos que a 40.000 maravedíes, era un gasto inútil y se procedió a suprimirlo. No obstante, el año siguiente se le sigue citando como alcaide de dicho puerto cuando aparece en la expropiación de un navío con cargamento de calo regulando la venta de vino. Sin embargo, poco después su buena estrella parece languidecer al aparecer citado en una residencia junto a Juan de Salcedo, mayordomo del Adelantado, por los muchos agravios que han cometido en los oficios de justicia.
¡Qué cosas!
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