Santa Cruz, Muy Benéfica. El cólera de 1893 (Retales de la Historia - 190)

 
Por Luis Cola Benítez  (Publicado en La Opinión el 14 de diciembre de 2014).
 
 
 
          Las glorias de un pueblo no son gratuitas. Por el contrario, llevan consigo el sacrificio y sufrimiento de una comunidad que al crecerse ante el infortunio deja constancia del valor de su espíritu y de su hidalguía. Cuando esto ocurre, cuando todos los estamentos sociales, desde el más alto responsable hasta el último ciudadano son capaces de luchar hombro con hombro y encorajinadamente contra la desgracia, el infortunio acaba convirtiéndose en timbre de gloria. Pero para que esto ocurra, antes se habrá puesto a prueba su capacidad de sufrimiento y muchos caerán en el empeño.
 
          Comenzaba el otoño del año 1893 y la capital de la provincia de Canarias vivía con la habitual tranquilidad de una población que ya rondaba las veinte mil almas, sólo alterada por las noticias que llegaban de la Península y Europa sobre la presencia de una epidemia de cólera, lo que obligaba a Santa Cruz a aplicar las habituales medidas de precaución, ordenando a los barcos procedentes de puertos sucios o sospechosos a guardar las normales cuarentenas. Hasta que el 29 de septiembre llegó de Río Grande, de paso para Génova, el vapor italiano Remo y algo falló en las medidas de aislamiento, lo que provocó que el 11 de octubre se dieran los primeros casos. Días después, la ciudad ardía en cólera-morbo-asiático.
 
         Pasados los primeros momentos de estupor, el vecindario, unánimemente, se volcó junto a médicos y autoridades y, como nos cuenta Martínez Viera, se echó a la calle para colaborar de forma entusiasta en cuantas medidas se dictaban, “nutriendo las comisiones sanitarias y de socorro a los enfermos, trasladándolos a los hospitales de aislamiento…, desinfectando casas, ciudadelas, calles y barrancos. Todas las clases sociales formaban en esas comisiones o cuadrillas y todos actuaban con una abnegación y fervor pocas veces visto”. La alarma cundió en las otras islas, que inmediatamente se incomunicaron con Santa Cruz, y lo mismo hizo el resto de las localidades de Tenerife. El temor llegó en algún caso a tal extremo que los vecinos de Güímar intentaron aislarse construyendo en la carretera una pared de piedra seca, que de nada les sirvió al extenderse el mal por Candelaria hasta Arona y Vilaflor. En estos pueblos sureños fue inconmensurable la labor del doctor Juan Bethencourt Alfonso, que estuvo durante toda la epidemia prestando sus servicios en aquellas zonas, totalmente aislado y sin posibilidad de recibir ayuda. En Santa Cruz, los médicos Diego Costa, Juan Febles, Diego Guigou, Ángel M.ª Izquierdo y Eduardo Domínguez, lucharon sin descanso contra la enfermedad, al tiempo que trataban con sus consejos y manifestaciones de mantener la moral de la población, recomendando calma, serenidad y optimismo, animando a tener fe en el porvenir.
 
          Comenzaron a escasear los alimentos y otros productos necesarios como el carbón vegetal. El Ayuntamiento habilitó un presupuesto extraordinario, se abrieron suscripciones públicas y las aportaciones voluntarias llegaron a alcanzar las 65.000 pesetas y se abrieron cocinas económicas para atender a los más necesitados. La enfermedad se cebó especialmente en los barrios del Cabo, Los Llanos y Toscal, además de la localidad de San Andrés. A finales de diciembre todo indicaba que la epidemia estaba vencida y, aunque aún había enfermos, la ciudad comenzó a revivir después de tres angustiosos meses. Del extraordinario comportamiento de la población se hizo eco con admiración la prensa peninsular, recibiéndose telegramas de felicitación de Madrid, Zaragoza y otras ciudades, además del reconocimiento oficial por parte del Consejo de Ministros, que concedió a la ciudad el título de “Muy Benéfica” con la Cruz de Primera Clase de la Orden Civil de Beneficencia.
 
          Pero al margen del general alborozo por la feliz terminación del contagio quedaba la triste realidad de las estadísticas, que con su fríos datos presentaban el costo humano de la tragedia: Fueron atacados por la enfermedad 1.744 ciudadanos -8,84% de la población-, de los que fallecieron 382 –el 21,90% de los invadidos-.
 
          Poco a poco se fue recuperando la normalidad y el cuerpo médico ofreció un banquete homenaje a todas las autoridades, que lo mismo podía haber sido ofrecido a los médicos, pues ambos habían tenido un comportamiento excepcional. Durante el acto, el doctor Diego Costa Izquierdo leyó una composición poética de la que era autor, que constituye una buena muestra del entusiasmo y fervor patriótico de aquellos hombres, de la que entresacamos los siguientes versos: 
 
                    “Del cólera el “aerobio”, // que llegó tan decidido, // yace hoy mustio en el oprobio. // ¡Que no puede un vil microbio // con este pueblo aguerrido! // Más no os extrañe y sorprenda // de Santa Cruz el valor, // que ya en más ruda contienda, // en una invasión tremenda // supo salir vencedor. // No tiemblan los corazones  // cuando su gente se agremia // para elevar los pendones // sobre balas de cañones // o ante voraz epidemia.”
 
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