El transporte acemilero (Retales de la historia - 178)
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 14 de septiembre de 2014)
Hasta el inicio del siglo XX no existieron en Santa Cruz vehículos movidos mecánicamente por motores de combustión, por lo que todo el movimiento de viajeros y mercancías se hacía con tracción animal, desde las rudimentarias corsas arrastradas por yuntas de bueyes para las más pesadas cargas, hasta las ligeras berlinas para el "rápido" transporte de viajeros. Recordemos la impresión recibida y el asombro que le causó a un viajero de principios del siglo XIX, cuando una de las primeras cosas que vio nada más desembarcar en el muelle de Santa Cruz fue un camello que cargaba un piano. Aún hoy habría que preguntarse cómo es posible cargar un piano a lomos de un camello, lo que nos habla de la habilidad estibadora del camellero. De cómo quedó el piano después de la carga, transporte y descarga, nada nos dice la crónica.
No obstante, desde mucho antes los vetustos medios de carga y transporte estaban ya rudimentariamente controlados, como se desprende de las órdenes del comandante general Antonio Gutiérrez al alcalde del puerto Manuel de Acosta sobre cómo tenían que reunirse en caso de alarma: los borriqueros con sus sogas y animales albardados, entre las baterías de La Rosa –en la calle de la Marina, frente a la Alameda–, y los boyeros con sus bueyes, corsas y carretas, entre La Rosa y el muelle.
Los daños que producían los carros y corsas en la calles constituyeron un problema durante mucho tiempo. Las conducciones de agua estaban someramente soterradas cubiertas por losas y el empedrado de las calles, generalmente colocado sin mortero que afirmara los callaos o adoquines, quedaba destrozado por el transporte de cargas pesadas. Aunque se había establecido una tasa cuyo producto se dedicaba en teoría a reparar los daños, no era suficiente y las protestas eran frecuentes. En 1810, Juan Eligio Álvarez exponía que siendo propietario de cuatro carros por los que pagaba de licencia 5 reales al mes por cada uno, se le exigía otro pago por daños ocasionados. El síndico del ayuntamiento le contestó que "los daños extraordinarios había que pagarlos separadamente y que era necesario que proveyera a sus carros de ruedas de llantas anchas, lisas, con tres pulgadas de huella a lo menos, sin clavos prominentes, embebiéndose estos en la llanta." Al mismo tiempo recababa noticias al alcalde sobre el pago de la tasa de 5 reales al mes, quién los cobraba y qué cuentas rendía, pues no tenía antecedentes de ello. Así funcionaba la administración municipal.
El intento de aumentar el control de estos acarreos explica que en 1831 el Cabildo eclesiástico de La Laguna tuviera que pedir permiso especial para subir "en una carreta de llantas, una lápida que debe cubrir el sepulcro del Sor. Dean Dn Pedro Bencomo."
En ocasiones surgían problemas de competencia entre los transportistas, como cuando se prohibió a los borriqueros, en beneficio de los carros y corsas, que acarrearan cargas pesadas. Más tarde, en 1849, se tomó una drástica medida por los daños que estaba produciendo un carro tirado por bueyes que llevaba piedra para la obra del muelle con 30 o 40 quintales por viaje, lo que destrozaba empedrados, embaldosados, cañerías y canales enterrados superficialmente, y se acordó prohibir el tránsito de cualquier carro por las calles del pueblo, medida que, como es lógico, hubo que derogar al poco tiempo, pues era condenar al pueblo a la incomunicación.
En 1854 se inauguró la primera compañía de ómnibus de tracción animal entre Santa Cruz y La Laguna, con capital de inversores de Santa Cruz y La Orotava, que empezó a funcionar en junio con un carruaje de un caballo para cinco pasajeros. El éxito fue tal que en agosto se trajeron dos ómnibus de Francia y otros dos caballos, el año siguiente cuatro coches más y ocho caballos, dotación que aumentó rápidamente hasta el punto de que en 1858 la compañía disponía de dos ómnibus, tres coches cerrados, tres con capota y otros tres descubiertos y una cuadra de 26 animales entre caballos y mulas.
En principio se prohibió el tránsito por el centro de la población para evitar daños y se impuso una tasa de 10 reales al mes para los vehículos de cuatro ruedas y 5 para los de dos, pero poco después se autorizó que bajaran por la calle de la Luz y la Caleta hasta el muelle, con retorno por el mismo camino, y se intentó, sin éxito, que la Diputación considerara este trayecto como continuación del camino de La Laguna.
Antes de finalizar el siglo un emprendedor ciudadano, José Lima Baute, pidió licencia para establecer un tranvía urbano movido por fuerza animal, con exclusiva de cincuenta años y con exención de impuestos, en el que autoridades, policía y guardias viajarían gratuitamente. No llegó a establecerse, pero este es el antecedente del que luego sería el primer tranvía eléctrico.
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