Los primeros Capitanes Generales (y 2) (Retales de la Historia - 170)

 
Por Luis Cola Benítez (Publicado en La Opinión el 20 de julio de 2014).
 
 
          Luis de la Cueva y Benavides llegó a Las Palmas en 1589 acompañado por nada menos que más de medio millar de soldados del rey, los primeros que llegaban a Canarias, lo que creaba un terrible problema de alojamiento y manutención, con la intención de destinar la mitad de este contingente a Santa Cruz. El Cabildo de Tenerife se opuso con todas sus fuerzas por la imposibilidad de mantenerlos y alojarlos dadas las pobres condiciones de vida de la población y porque al no existir acuartelamientos habría que repartirlos en las casas de los vecinos, con el peligro que ello podía representar para esposas e hijas. Además, el corregidor y capitán a guerra de la isla consideraba excesiva la dotación, alegando que con las milicias ya se disponía de suficientes efectivos para la defensa, puesto que en caso de alarma todos los moradores útiles empuñaban las armas.
 
          A pesar de esta resistencia, de la Cueva envió a Santa Cruz 50 soldados de los que la mitad debían alojarse en el castillo de San Cristóbal y la otra mitad en el pueblo, y el Cabildo tuvo que retirar a la docena de milicianos que cubrían la guardia del puerto. El gasto producido fue enorme, pues mientras que los naturales tenían oficios e intereses y vivían en el mismo pueblo, los recién llegados morían de hambre con su mísero salario. Varios desertaron y huyeron y transcurridos cuatro años sólo quedaban ocho hombres harapientos y hambrientos que fueron devueltos a Gran Canaria.
 
          Por otra parte, al haber sido construido el castillo de San Cristóbal con propios de la Isla, el Cabildo tenía el privilegio de nombrar a sus alcaides, pero a Luis de la Cueva le pareció que lo natural era que fueran nombrados por el jefe militar, y seguramente tenía razón. El Cabildo logró una real cédula confirmándole el privilegio, no obstante lo cual, tratando de evitar controversias, presentó dos nombres al general, pero ninguno de ellos fue aceptado. El general movió sus influencias en la corte y, no se sabe cómo, logró otra real cédula con el mismo privilegio, hasta que por último otra de 20 de septiembre de 1591 le dio definitivamente la razón al Cabildo.
 
          El general, hombre de fuerte carácter, amparado por el exceso de poder, ponía tasas a los artículos –lo que correspondía al Cabildo– y pretendía intervenir en la vida civil y judicial dictando leyes sin la anuencia de la Audiencia, hasta el punto de que intentó trasladar este real órgano a su residencia particular en Las Palmas.
 
          El Cabildo quiso enviar un mensajero a la corte para exponer sus quejas, a lo que naturalmente se opuso el general, lo que dio lugar a un R. D. de 20 de noviembre de 1590 ordenando que se mantuviera la inmemorial costumbre de enviar estos mensajeros. Hay que decir que en la mayor parte de los casos el rey atendía las razonadas peticiones del Cabildo y, ante las quejas presentadas, Felipe II decretó en 1593 la supresión de la capitanía general de Canarias, aunque lógicamente obligaba a las instituciones isleñas a respetar la jurisdicción militar.
 
          Las defensas con que contaban las islas eran de lo más precario, hasta el punto de que en alguna ocasión en que se temía la invasión de epidemias y se ordenó disuadir a cañonazos a cualquier navío que pretendiera acercarse sin permiso a la bahía de Santa Cruz, la orden no pudo cumplirse por falta de pólvora. De la Cueva encontró una eventual solución mandando fabricar pólvora a partir de 28 arrobas de azufre de Las Cañadas del Teide, labor encomendada a Francisco Suárez de Lugo, a quien se le pagó a razón de 50 reales el quintal. Esto de la pólvora era siempre un problema. Cuando en 1625 se instauró de nuevo y por segunda vez la capitanía en la persona del general y reformador militar Francisco González de Andía e Irarrazábal, fue recibido en Santa Cruz con unas raquíticas salvas disparadas desde San Cristóbal. La razón era bien sencilla: si el Cabildo no las creía necesarias o las consideraba excesivas, le cobraba la pólvora al alcaide de la fortaleza.
 
          La actitud y carácter de este segundo capitán general hicieron pronto olvidar las intemperancias e intransigencias de su predecesor y primero en el cargo. González de Andía llegó a Tenerife con 100 soldados para los que pidió alojamiento y manutención y, a pesar de que estaba amparado por reales órdenes, no quiso gravar a los vecinos y los gastos fueron a cargo del erario. El Cabildo, ante tal consideración, acordó colaborar con el general con 300 ducados y, como nos informa Viera y Clavijo, comunicó al rey rendidas gracias por haber enviado a las islas un caballero de tantas prendas.
 
          No obstante, con la presencia de la nueva máxima autoridad, según palabras del historiador Dugour, las deliberaciones de cabildo y ayuntamientos pasan a segundo término ante las medidas y decisiones del militar, lo que más gráficamente describe Viera al decir que desde entonces "nuestros senados tuvieron un César."
 
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