Tiembla la sombra sobre el pliego amarillo (Relatos - 7)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez  (Publicado en La Opinión el 6 de julio de 2014).
 
 
 
 Santa Cruz de Tenerife, 6 de junio de 1797
 
  
          “Maldito verano, que oscurece tan tarde, puñeta…”, farfullaba Fabián, mientras aguardaba en la esquina de enfrente a que Carmita cerrara la taberna, luego de echar a empujones a un borrachín que se resistía a abandonarla, reclamando un último trago. Jamás había soñado Fabián con que gozaría algún día de los favores de una mujer —dada su condición de tullido y pobre de solemnidad—, y menos de una mujer tan hermosa y de tan generosos atributos con que la naturaleza había dotado a la posadera. Ya la calle a oscuras y sin moros en la costa, avanzó Fabián al compás del tac, tac, tac, de las muletas sobre el suelo adoquinado. Terminaba el día con las axilas escocidas, el pobre desgraciado, pues incapaz era de dar un paso sin apoyarse en ellas. Así y todo, con admirable resignación sufría la tortura de recorrer Santa Cruz de un extremo a otro,  esperanzado de acabar el día en los brazos de su amada, “que sarna con gusto no pica”, se decía con frecuencia.  Aquel amor furtivo había devuelto a la vida al joven manco y cojo, huérfano al minuto de nacer, a quien recogía en su casa la única hermana —y única familia—, más que por amor fraterno, por caridad cristiana.
 
          Carmita oyó tocar en la puerta. Ni tenía que preguntar quién era, y no porque se esperase la visita, sino por los inconfundibles golpes que con la frente daba Fabián contra el grueso tablón, que de tratar de darlos con los nudillos terminaría de bruces en el suelo, al perder el apoyo sobre una de las muletas, como ya pasó una vez que por puro orgullo trató de hacerlo. Carmita, viuda hacía demasiado tiempo, era propietaria de la única taberna de la calle de las Tiendas, por encima de la plaza de la Pila, la más popular de las que se hallaban en el entorno del Castillo de San Cristóbal. Fue en la misma taberna de la Luna —así llamado el negocio, aunque más conocido era por “Casa Carmita”—donde se fue encariñando ella del joven Fabián, a quien casi doblaba en años y quintuplicaba en saberes de la vida. Y es que el muchachito le miraba con aquellos ojos de cordero degollado cada vez que se acercaba a la mesa a servirle el cubilete de tintorro, al que con frecuencia le invitaba Juan Diego, que además de soldado y poeta, era buena persona.  Y, ni que decir tiene, cuando los ojos saltones se le iban y se le venían al chico por el escote generoso, inevitablemente, al pasar el paño la posadera por la mesa cubierta de migas, churretes y goterones. Tanto se encariñó Carmita con Fabián, que apenas dio importancia a que al muchacho le faltara medio brazo derecho y la deforme pierna izquierda le colgase como badajo de campana, inútil de nacimiento. Le gustaban sus ojos… y su ingenuidad, y eso le bastaba.
 
          —Pasa, cariño mío, deprisita, deprisita, que ya sabes que no quiero que te vean entrar... a estas horas —saludó ella, luego de abrir la puerta, observando la sonrisa de medio lado de Fabián, que la miraba como un niño contempla un merengue.
 
          —Dichoso escalón —se quejaba él, siempre que cruzaba el umbral, tratando de satisfacer las prudentes prisas de su amante.
 
          —¿Has cenado, cariño mío? —preguntó ella, cuando ambos ya se hallaban en la casa, a la que se accedía desde la misma taberna.
 
          —Algo…, poca cosa… No tengo ganas de comer—murmuró él, de pronto meditabundo.
 
          —¿Y puede saberse a qué se debe esa cara desangelada, corazón mío? —inquirió ella, dándole un sonoro beso en la mejilla, a fin de animarle el espíritu.
 
          —Que estoy preocupado, Carmita, muy preocupado, por eso de lo que no se deja de hablar en el pueblo. Y que conste que no quiero ahora preocuparte a ti —ella le miró con la incógnita en los ojos—. Lo de que en uno de estos días nos dan un susto los ingleses —aclaró él. 
 
          —Ay, Fabián, no pienses en eso ahora, que nos amargas la noche.
 
          —Si es que no me lo puedo quitar de la cabeza, Carmita… ¿Y qué hago yo, si vienen? Si no puedo dar ni un paso sin las muletas… ¿Cómo voy a protegerte? ¿Cómo voy a defenderte de esos malditos piratas?
 
          —¡Ayyy, mi niño bonito, qué cosas más bellas me dices! —exclamó Carmita, conmovida por aquellas palabras que, sin duda, pronunciaba Fabián con toda la sinceridad de su infinita ingenuidad—. Ven a mis brazos, amor mío —musitó ella, atrayendo hacia sí a su joven amante, sumergiendo la cara del muchacho en sus abundantes y lustrosos pechos, entre los que a gusto moriría él, de inanición y sed, si ese fuese el pago del disfrute de tan sublime placer.
 
 
          Justo en ese instante, en la bahía de Cádiz, plateada de luna llena, el contraalmirante Nelson extendía, sobre el escritorio de su camarote en el HMS Captain, un dibujo en cuya parte alta se leía: “Costa de Santa Cruz de Tenerife”. En el pliego amarillento, a trazos de dibujante poco ducho en esas lides, se señalaban montañas y barrancos, castillos y baluartes, y anotaciones casi ininteligibles. Mala letra tenía el marino inglés.
 
          Apoyó la espalda contra el respaldo del sillón. Le dolían especialmente los riñones y el cuello, además de una docena más de lugares de su menuda anatomía. La noche antes —por segunda vez, luego de atacar también la del día 3—, siguiendo instrucciones del almirante Jervis, había mandado Nelson la flotilla de tres bombardas que, acercándose a la costa, hicieron fuego de mortero contra Cádiz; mientras una veintena de lanchas trataban de abordar barco españoles en la bahía. El Almirante español don José de Mazarredo Salazar, comandando una flotilla de cañoneras, logró repeler el ataque, llegando a enfrentarse españoles y británicos, hombre a hombre, cañoneras españolas y lanchas invasoras costado con costado, a golpes de remo, a estocadas de espada y disparos casi a quema ropa.
 
          “Estúpida refriega en la que podía haber perdido la vida o caído herido, para nada, antes de emprender la más importante empresa”, mascullaba Nelson, a la luz de la llama diminuta de una lámpara de aceite, que pululaba haciendo temblar la sombra del brazo del contraalmirante, cuando éste señalaba sobre el elemental dibujo, con el índice de la diestra, la playa a la derecha del Castillo Principal.
 
 
          Abrazados sobre la mullida cama de Carmita, que en nada se parecía al duro catre en el que dormía Fabián, los amantes suspiraban compartiendo el aliento en cada respirar, dándose uno al otro lo que nunca habían tenido o había quedado demasiado atrás. 
 
           —¿Sabes lo que te digo, Carmita?
 
          —Dime, cariño mío.
 
        —Que si se llegan por el pueblo los ingleses, mejor será que me pille aquí contigo, así de apretaditos, como ahora, que podré protegerte mejor si estoy cerquita de ti. ¿No te parece, Carmita, amor mío?
 
          —Me parece, mi hombre, mi valiente… Me parece…
 
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