Algo se cuece, que no es potaje (Relatos - 4)

 
Por Jesús Villanueva Jiménez (Publicado en La Opinión el 15 de junio de 2014).
 
 
Santa Cruz de Tenerife, 15 de junio de 1797
 
          –Este verano se presenta calentito –le decía el madrileño Juan Diego Villegas Morales, soldado del Batallón de Infantería de Canarias, a su amigo y camarada  Antonio Miguel González Jiménez, un canario de Teror, con quien compartía charla a las puertas del Castillo de San Cristóbal, aquel tórrido mediodía, a la espera de entrar de plantón en la garita del principal fuerte de las Canarias.
 
          –Estamos a mediados de junio y ya achicharran las piedras, con este solajero –apuntó el canario.
 
          –Y dale gracias a que nuestra casaca es blanca, que la azul de los de Artillería agarra el sol que no veas… –decía, cuando de súbito fijó el soldado la vista en la base del obelisco de mármol, en cuya cúspide la Virgen de Candelaria con el Niño en brazos parecía otear el horizonte atlántico, cual primera vigía y guardiana del pueblo tinerfeño. 
 
          –¿Qué miras, Juanito? Que te has quedao pasmao de pronto –inquirió el de Teror, mirando en dirección a la zona baja de la Plaza de la Pila, en donde algunas aguadoras se habían reunido en animada conversación.
 
          –A la novia, que cada día que la veo más guapa está y más me ocupa el pensamiento –dijo, suspirando largamente, como lelo tortolito.
 
          Aguzó la vista Antonio Miguel, atravesándola entre algunos transeúntes (uno de ellos el teniente Francisco Grandi Giraud, que acababa de partir del Castillo camino de su casa), hasta descubrir a Segismunda, la adorada novia de su amigo, que, en efecto, departía animada con otras aguadoras, luego de concluir la jornada de la mañana.
 
          –No me extraña que te tenga sorbidos los sesos esa linda chicharrera, porque mira que está jamona la moza –exclamó Antonio Miguel sin pensarlo, tan espontáneo como siempre.
 
          –Oye, puñetero, que estás hablando de la futura madre de mis hijos; un respeto, un respeto…
 
          –Pues no dice más que la verdad, y con todos mis respetos, que exige bien vuestra merced, qué conste –observó Manuel Fernández, asturiano de Granda de Siero, componente del triunvirato de amigos más estrecho del Batallón, que se unía a la espontánea reunión, desperezándose, luego de echarse una cabezada en el cuerpo de guardia, tras la noche de servicio.
 
          –¡Vaya por Dios, al hambre se le unen las ganas de comer! –exclamó el madrileño, risueño, a sabiendas de que aquellos eran inocuos comentarios, habituales en sus camaradas de armas, que más los hacían por chincharle que por otra cosa.
 
          –¿Siguen reunidos los jefes? –preguntó Manuel, bostezando, señalando con la mirada el interior del Castillo.
 
          Se refería el asturiano a la reunión que desde primera hora de la mañana mantenían el General Gutiérrez y su Plana Mayor, en el despacho de la primera autoridad civil y militar del Archipiélago, en las dependencias del Castillo.
 
          –Algo se cuece, que no es potaje –dijo Antonio Miguel, rascándose el sudoroso cuero cabelludo bajo el bicornio.
 
          –El General previene, que es hombre prudente y militar de gran oficio –afirmó Manuel.
 
          –Mal asunto que esté el grueso de nuestra Armada bloqueada en Cádiz. ¡Qué mala espina me da!… Tan mala que me da en la nariz que nos van a joder el verano los ingleses –comentó Juan Diego, muy serio, borrando del todo su expresión risueña de hacía un instante.
 
          Recordaba el soldado el bloqueo de la Armada española en aquel puerto andaluz, después de la desastrosa derrota, más moral que efectiva, sufrida a manos de la Royal Navy, el 14 de febrero de ese año.
 
          –No seas cenizo, jolines –dijo Manuel, a pesar de temerse lo mismo que su amigo.
 
          A dos mil millas de Santa Cruz, en la bahía gaditana, el recién ascendido contraalmirante Horatio Nelson, en su camarote del navío de línea HMS Captain (uno más de la veintena de buques de guerra británicos que mantenían el bloqueo), rajaba con un abrecartas el sobre de la última misiva que le enviaba el almirante John Jervis, comandante de la flota británica en el Mediterráneo. Leyó despacio, con suma atención cada renglón, achicando los ojos, como si así mejorara la visión del único ojo que le funcionaba. Al término de la lectura, apretó la mandíbula y resopló como un percherón. Todo lo menudo de su físico pareció vibrar. Le brillaron los ojos y segregó saliva. Entonces, hurgó entre algunos documentos que descansaban sobre el escritorio, y sobre todos ellos puso un pergamino doblado a la mitad. Lo desplegó. Se trataba de una carta marina en la que se observaba el español Archipiélago Canario, bajo una rosa de los vientos. Con el índice de la diestra golpeó repetidas veces sobre una equis dibujada en grueso trazo de tinta negra sobre un punto de la costa noroeste de la isla llamada Tenerife, en cuyo lugar se había escrito: Santa Cruz. Cerró los puños y los agitó con una euforia apenas contenida, que, de súbito, se vio frustrada por el golpe que, contra el borde del duro reposabrazos del sillón, se dio en el codo del brazo derecho. Un desagradable calambrazo, que partía del mismo codo, le recorrió todo el cuerpo. “¡Maldito descuido!”, masculló, chirriándole los dientes, sacudiendo el brazo dolorido.
 
          Ciertamente, Antonio Miguel llevaba razón al afirmar: “Algo se cuece, que no es potaje”.
 
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